¿Y a ti qué te importa?
La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras más suplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo. Como el asunto era de poca monta y observaba no sin sorpresa el interés y aun ansiedad que su predilecta tenía en que el cocinero quedase, no tardó en concederlo, ordenándole que ella arreglase el asunto. Con esto el semblante de la chica se animó al instante, se puso como unas pascuas y comenzó a maniobrar en torno de su ama con extraordinaria presteza.
Dos golpecitos dados en la puerta las sorprendió a ambas.
¿Quién es?preguntó la señora.
¿Te estás vistiendo, Clementina?se oyó de fuera.
Era la voz de su marido. La sorpresa de la dama no disminuyó por esto.
Osorio subía rarísima vez a su cuarto estando ella sola.
Sí; me estoy vistiendo. ¿Hay gente abajo?
Los de siempre: Lola, Pascuala y Bonifacio. Es que tengo que hablar contigo. Te espero aquí en el salón.
Bien; allá voy.
Desde entonces hasta que terminó de arreglarse, Clementina guardó silencio obstinado, expresando en el rostro una preocupación sombría que no pasó inadvertida para su doncella. En sus dedos, al dar los últimos toques a los pliegues de la falda, había un ligero temblor, como el de las niñas que por primera vez se visten para ir a un baile.
Osorio la esperaba, en efecto, en el saloncito de arriba contiguo a su boudoir. Estaba sentado negligentemente en una butaca; pero al ver a su esposa se levantó, dejando caer previamente en la escupidera la punta del cigarro que fumaba. Clementina observó que estaba algo más pálido que de costumbre. Era el mismo hombrecillo de facciones correctas y mal color que cuando se casó; pero en los últimos doce años se había gastado bastante su naturaleza. Muchas arrugas en la cara; el cabello gris y la barba también; los ojos menos vivos.
Fué a cerrar la puerta que su mujer dejó abierta, y acercándose a ésta le dijo con afectada naturalidad:
El cajero me ha entregado hoy un recibo tuyo de quince mil pesetas.
Aquí está.
Sacó la cartera y de ella un papelito satinado y oloroso, que presentó a su esposa. Esta lo miró un instante con semblante grave, sombrío, sin pestañear, y guardó silencio.
Hace quince días me entregó otro de nueve mil. Aquí está.
La misma operación, y el mismo silencio.
El mes pasado me presentó tres; uno de siete mil, otro de once mil y otro de cuatro mil. Aquí los tengo también.
Osorio agitó el puñado de papeles un instante delante de los ojos de la dama. Viendo que ésta no despegaba los labios, preguntó:
¿Estás conforme?
¿Con qué?dijo secamente.
Con que son exactas estas partidas.
Lo serán si están firmados los recibos por mí. Tengo poca memoria, sobre todo en cuestiones de dinero.
Es una gran felicidadrepuso sonriendo irónicamente Osorio, mientras volvía a guardar en la cartera los papeles. Yo también he intentado muchas veces prescindir de ella. Desgraciadamente, el cajero se encarga siempre de refrescársela a uno. ¡Bueno!añadió, viendo que su mujer no replicaba. Pues no he subido a otra cosa más que a hacerte una pregunta, y es la siguiente: ¿Crees que las cosas pueden seguir de este modo?
No entiendo.
Me explicaré: ¿crees que puedes seguir tomando de la caja cada pocos días cantidades tan crecidas como éstas?
Clementina, que estaba pálida cuando entró, se había puesto fuertemente encarnada.
Mejor lo sabrás tú.
¿Por qué mejor? Tú debes de saber adónde llega tu fortuna.
Bien, pues no lo séreplicó refrenando con trabajo su despecho.
Nada más claro. Los seiscientos mil duros que tu padre me ha entregado al casarme, como están en fincas producen, según puedes enterarte de los libros, unos veintidós mil duros. El gasto de la casa, sin contar con el mío particular, suma bien tres veces esa cantidad. Saca ahora, si quieres, la consecuencia.
Si te pesa que se gaste de tu dinero, puedes vender las casasdijo Clementina con desdeñosa sequedad, volviendo a ponerse pálida.
Es que si se vendiesen, mañana sería yo responsable con mi dinero de su importe. ¿No sabes eso?
Firmaré cualquier papel diciendo que no se te haga cargo de nada.
No basta, querida, no basta. La ley no me exime nunca de responder de la dote mientras tenga dinero. Además, si tú te lo gastases alegremente (recalcó esta palabra), el negocio sería para ti muy bueno, pero para mí deplorable, porque siempre me quedaba en la obligación de subvenir a tus necesidades.
¿De mantenerme, verdad?dijo ella con ironía amarga.
Quería evitar esa palabra pero, en efecto, es la más exacta.
Hablaba Osorio en un tonillo impertinente y protector que estaba desgarrando por varios sitios la soberbia de su esposa. Desde las feroces reyertas que habían producido su separación debajo del mismo techo, no habían tenido una entrevista de tal especie como la presente. Cuando por la convivencia se originaba algún rozamiento, resolvíanlo por una breve y seca explicación de pasada, en que ambos, sin deponer el orgullo, usaban de prudencia por temor del escándalo. Pero ahora el asunto tocaba en lo más vivo a Osorio. Para un banquero, por espléndido que sea, lo más vivo es el dinero. Además su amor propio, aunque otra cosa aparentase, había sufrido mucho en los últimos años. No basta fingir indiferencia y desdén ante los extravíos de una esposa; no basta pagarle en igual moneda paseándole por delante de los ojos las queridas, hacer gala de ellas ante el público. Las armas serán iguales, pero las heridas que la mujer causa son más profundas y más graves que las del hombre. El malestar que la conducta libre de su esposa le causaba no disminuía con el tiempo. El abismo que los separaba era cada vez más profundo. Por eso, la airada venganza cogía esta ocasión por los pelos.
Clementina le miró un instante. Luego, encogiéndose de hombros y haciendo con los labios una leve mueca de desdén, dió la vuelta y se dispuso a salir de la estancia. Osorio avanzó unos pasos colocándose entre ella y la puerta.
Antes de irte quiero que sepas que el cajero tiene orden de no pagar ningún recibo que no vaya visado por mí.
Enterada.
Para tus gastos tendrás una cantidad fija, que ya determinaremos cuál ha de ser. No quiero más sorpresas en la caja.
Clementina, que iba a salir por la puerta de la antesala, retrocedió para hacerlo por la de su boudoir. Antes de desaparecer, teniendo el portier levantado con una mano y encarándose con su marido, le dijo con reconcentrada ira:
Al fin resultas un puerco como tu cuñado; sólo que éste no las echa como tú de generoso.
Dejó caer el portier y dió un gran portazo.
Osorio hizo un movimiento para arrojarse detrás de ella; pero reponiéndose instantáneamente gritó más que dijo para que le oyese bien:
¡Es claro! soy un puerco porque no quiero mantener señoritos hambrientos. ¡Que los mantengan las viejas que los utilizan!
Después de proferida esta ferocidad quedó satisfecho al parecer, porque en sus labios se dibujó una sonrisa de triunfo y sarcasmo.
Cinco minutos después ambos esposos estaban en el comedor riendo y bromeando con los tres o cuatro convidados que tenían.
IV
Cómo alentaba a la virtud el señor duque de Requena
A ver, a ver, explica eso.
Señor duque, el negocio es clarísimo. Hoy he hablado con Regnault. La mina puede producir, cambiando los hornos, construyendo algunas vías y estableciendo maquinaria a propósito, una mitad más de lo que actualmente rinde. Puede llegar a producir sesenta mil frascos de azogue. El dinero necesario para lograr esto no pasa de ciento a ciento cincuenta mil duros.
Me parece mucho.
¿Mucho, para un resultado como ese?
No; me parecen muchos frascos.
Pues a mí no me cabe duda de que es verdad lo que dice Regnault. Es un ingeniero inteligente y práctico. Seis años ha estado explotando las de California. Además, el ingeniero inglés que ha ido con él asegura lo mismo.
Los que así hablaban eran el duque de Requena y su secretario, primer dependiente o como quiera llamarse, pues en la casa no había apelativo designado para él. Llamábasele simplemente Llera. Era un mozo asturiano, alto, huesudo, de rostro pálido y anguloso, brazos y piernas larguísimos, grandes manos y pies, brusco y desgarbado de ademanes y con unos ojos grandes de mirar franco y sincero donde brillaba la voluntad y la inteligencia. Era un trabajador infatigable, asombroso. No se sabía a qué horas comía ni dormía. Cuando llegaba a las ocho de la mañana al escritorio, ya traía hecha la tarea de cualquier hombre en todo el día. A las doce de la noche aún se le podía ver muchas veces con la pluma en la mano en su despacho. Con ese don especial para conocer a los hombres, que poseen todos los que han de lograr éxito feliz en el mundo, Salabert penetró, al poco tiempo de tenerle por ínfimo escribiente, el carácter y la inteligencia de Llera. Y sin darle gran consideración en apariencia, porque esto no entraba jamás en su proceder, se la dió de hecho acumulando sobre él los trabajos de más importancia. En poco tiempo llegó a ser el hombre de confianza del célebre especulador, el alma de la casa. Su laboriosidad humillaba a todos los demás empleados y de ella se servía Salabert para cargarlos de trabajo en horas excepcionales. Llera, a un mismo tiempo, era su secretario, su mayordomo general, el primer oficial de su oficina, el inspector de las obras que tenía en construcción y el agente de casi todos sus negocios. Por llevar a cabo este trabajo inconcebible, superior a las fuerzas de cuatro hombres medianamente laboriosos, le daba seis mil pesetas al año. El dependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando que hacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antes de dar su paseo matinal y emprender sus visitas de negocios, daba el duque una vuelta por el despacho de Llera, se enteraba de los asuntos y conversaba con él un rato largo o corto según las circunstancias.
El duque tenía las oficinas en los altos de su palacio del paseo de Luchana, soberbio edificio levantado en medio de un jardín que, por lo amplio, merecía el nombre de parque. En el verano, los árboles, tupidos de follaje, apenas dejaban ver la blanca crestería de la azotea. En el invierno, las muchas coníferas y arbustos de hoja permanente que allí crecían, le daban todavía aspecto muy grato. Era el centro de reunión de todos los pájaros del distrito del Hospicio. Tenía acceso por una gran escalinata de mármol. Además del piso bajo donde se hallaban los salones de recibir y el comedor poseía otros dos. Parte del último era lo que ocupaban las oficinas, que no eran muy considerables. A Salabert le bastaba para la dirección de sus negocios con una docena de empleados expertos. El lujo desplegado en la casa era sorprendente: el mobiliario valía no pocos millones. Chocaba con la avaricia, que todo el mundo atribuía a su dueño. Esta y otras contradicciones parecidas se irán resolviendo según vayamos penetrando en su carácter, uno de los más curiosos y más dignos de fijar la atención del lector. Las cocinas estaban en los sótanos, que eran espaciosos y bien dispuestos. El comedor, que ocupaba la parte trasera del piso bajo, tenía por complemento un invernadero de excepcionales dimensiones, donde crecían gran número de arbustos y flores exóticas y donde el agua que manaba profusamente formaba estanquecillos y cascadas muy gratos de ver; todo imitando, en lo posible, a la naturaleza. Las cuadras estaban en edificio aparte al extremo del jardín, lo mismo que la habitación de algunos criados, no todos.
El duque, repantigado en el único sillón que había en el despacho de Llera, mientras éste se mantenía frente a él de pie dando vueltas en la mano a unas grandes tijeras de cortar papel, paseó tres o cuatro veces de un ángulo a otro de la boca el negro y mojado cigarro, sin contestar a las últimas palabras de su secretario. Al fin gruñó más que dijo:
¡Hum! El ministro está cada día más terco.
¡Qué importa! ¿No sabe usted el secreto de hacerle ceder? Telegrafíe usted a Liverpool y antes de quince días el frasco de azogue baja desde sesenta a cuarenta duros.
El duque de Requena había formado por iniciativa y consejo de Llera, hacía cuatro años, una sociedad o sindicato de azogues con el objeto de acaparar todo el mercurio que saliese al mercado. Gracias a ello, este producto había subido extraordinariamente. La sociedad se encontraba con un depósito inmenso en Liverpool. El plan de Llera era lanzarlo al mercado en un momento dado, produciendo una baja enorme que asustase al Gobierno. Esto, realizado en la época misma del pago del empréstito de cien millones de pesetas que el Gobierno había hecho hacía diez años a una casa extranjera, le empujaría a pensar en la venta de la mina de Riosa. Si por otra parte se ayudaba a la empresa sacrificando algunos millones, subvencionando periódicos y personajes, podía darse por seguro el éxito. Este plan, formado por Llera y madurado por el duque, venía desenvolviéndose con regularidad y tocaba a su término.
Allá veremosmanifestó el opulento banquero quedándose unos instantes pensativo. Cuando salga a subastadijo al cabo, será necesario formar otra sociedad. La de azogues no nos sirve para el caso.
¡Claro que se formará!
El caso es que yo no quiero comprometer en este negocio más de ocho millones de pesetas.
Eso ya es otra cosamanifestó Llera poniéndose serio. Apoderarse de un negocio de esa entidad con tan poco dinero me parece imposible. La gerencia irá a parar a otras manos y entonces queda reducido a un tanto por ciento mayor o menor. ¡es decir, a nada!
Verdad, verdadmasculló Salabert quedándose otra vez profundamente pensativo. Llera también permaneció silencioso y meditabundo.
Ya le he indicado a usted el único medio que hay para conseguir la dirección.
Este medio consistía en tomar una cantidad bastante crecida de acciones en la mina al ser comprada por la sociedad; seguir comprando todas las que se pudiesen; luego comenzar a venderlas más baratas, hasta llegar a producir el pánico en los accionistas. Comprar y vender perdiendo durante algún tiempo éste era el medio que proponía Llera para conseguir la baja de las acciones y poder adquirir con mucho menos dinero la mitad más una y apoderarse por completo del negocio. Salabert no lo veía tan claro como su secretario. Era la suya una inteligencia perspicaz, minuciosa, penetrante; pero le faltaba grandeza e iniciativa en los negocios, aunque otra cosa pensasen los que le veían acometer empresas de excepcional importancia. El pensamiento primordial, la que pudiéramos llamar idea madre de un negocio, casi nunca nacía en su cerebro; le venía de afuera. Pero en él germinaba y se desarrollaba quizá como en ningún otro de España. Poco a poco lo iba analizando, disecando mejor, penetraba hasta las últimas fibras, lo contemplaba en sus múltiples aspectos, y una vez convencido de que le reportaría ventajas, se lanzaba sobre él con rara y sorprendente audacia. Esto era lo que acerca de sus dotes de especulador había producido el engaño del públíco. Estaba bien convencido de que una vez resuelto a acometer la empresa, cualquier vacilación resultaba perjudicial. Tal audacia no procedía, pues, directamente de su temperamento, sino de la reflexión. Era una muestra de su astucia incomparable.