Voy para arriba dije. ¿Cuánto duran habitualmente las visitas?
El ama de llaves rio alegremente.
Más de lo que el señor Mc Laine pueda soportar.
Se imbuyó en una serie de relatos que tenían como tema las visitas médicas. Yo la corté en los inicios, con la fundada convicción de que si no lo hiciese a tiempo me quedaría allí, en una escucha ininterrumpida, hasta el martes siguiente.
Estaba en el rellano, sintiendo apenas mis pasos amortiguados por las suaves alfombras, cuando vi a Kyle que salía de un dormitorio. Me pareció que fuera el de nuestro común empleador.
Él me notó y me guiñó un ojo en forma confidencial. Yo guardé las distancias, decidida a no darle cuerda. Tenía razón la señora Mc Millian, pensé, mientras lo veía acercárseme. Había en él algo profundamente incómodo.
Todos los martes la misma historia. Quisiera que Mc Intosh dejara estas visitas inútiles. El resultado es siempre el mismo. Apenas se vaya, seré yo quien tenga que soportar el mal humor de su asistido. Su sonrisa se amplió. Y tú.
Me encogí de hombros.
Es nuestro trabajo, ¿no? Para eso nos pagan.
Quizá no lo suficiente. Es realmente insoportable.
Su tono fue tan irrespetuoso que me dejó estupefacta. No estaba segura de si era sólo la típica franqueza de la gente de su pueblo, genuina en sus despiadados juicios. Tenía un sentimiento de inferioridad, como una especie de envidia hacia quien podía permitirse el lujo de no trabajar, si no por hobby, como el señor Mc Laine. Envidia hacia él, a pesar de que estaba relegado en una silla de ruedas, más encarcelado que un preso.
No deberías hablar así lo regañé, bajando la voz. ¿Y si te escuchara...?
No es fácil encontrar personal por estas partes. Sería difícil encontrarme un reemplazo. Lo dijo como un dato fáctico, condescendiente, como si le estuviera haciendo un favor. Las palabras eran idénticas a las del señor Mc Laine, y me di cuenta de su verdad intrínseca. Aquí no hay ocasiones de diversión continuó, con un tono más insinuante esta vez.
Casualmente, al menos en apariencia, hizo que se me moviera un mechón de cabellos en la frente. Instantáneamente retrocedí, molesta por su respiración caliente sobre mi rostro.
Quizá la próxima vez que te toque, lo apreciarás más dijo, para nada ofendido.
La seguridad con la que habló desencadenó mi furia subterránea.
No habrá una próxima vez susurré. No busco distracciones, probablemente no de este tipo.
Ciertamente, ciertamente. Por el momento.
Quedé estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable.
Me dirigí a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa.
Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitación, cuando la del señor Mc Laine se abrió y pude oír con claridad su voz, ya más sofocada.
¡Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas más.
La respuesta del médico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira.
Volveré el martes a la misma hora Sebastián. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veinteañero.
Qué buena noticia, Mc Intosh. La voz del otro era incisiva e irónica. Salgo inmediatamente a festejar. Quizás hago también un salto de baile.
El médico cerró la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esbozó una sonrisa cansada.
Se acostumbrará a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente.
Salí en defensa de mi jefe, lealmente.
Cualquiera en su lugar...
Mc Intosh siguió riéndose.
No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, señorita. Téngalo bien presente. Después de quince años se debería al menos resignar. Pero me temo que Sebastián no conozca el significado de esa palabra. Es así... Hubo una ligera vacilación. ... pasional; en el sentido más amplio de la palabra. Es impetuoso, volcánico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedió precisamente a él.
Sacudió la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me saludó brevemente y se marchó. En ese momento no supe qué hacer. Miré con deseo la puerta de mi habitación. Irradiaba una tal dulzura que me atarantó. Tenía miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no había sido dirigido a mí. Una vez más no fui yo quien decidió.
¡Señorita Bruno! ¡Venga inmediatamente aquí!
Para traspasar la gruesa puerta de roble tenía que haberse desgañitado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abrí su puerta, mis pies se dirigían por fuerza de inercia.
Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoración me dejó indiferente. Mis ojos fueron imantados instantáneamente por la figura echada en la cama.
¿¡Dónde está Kyle!? Me reclamó con dureza. Es el ser más indolente que jamás haya conocido.
Voy a buscarlo me ofrecí, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitación de aquel hombre, de aquel momento.
Él me aturdió con la fuerza de su mirada fría.
Después. Ahora venga dentro.
En cierto modo el terror que sentía se aplacó el tiempo suficiente para poder entrar en su habitación con la cabeza en alto.
¿Puedo hacer algo por usted?
¿Y qué podría hacer? Un temblor de ironía estremeció sus labios carnosos. ¿Cederme sus piernas? ¿Lo haría, Melisande Bruno? ¿Si fuera posible? ¿Cuánto valen sus piernas? ¿Un millón, dos millones, tres millones de libras?
No lo haría nunca por dinero respondí en seco.
Se apoyó en los codos, y me miró fijamente.
¿Y por amor? ¿Lo haría por amor, Melisande Bruno?
«Me está tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresión de que ráfagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de momentánea locura pasó, y me repuse, recordando que tenía delante un desconocido, no el resplandeciente príncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de soñar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de mí. En circunstancias normales no habría estado nunca allí, en aquella habitación, compartiendo el momento más íntimo de una persona. Aquél, en el que se está sin máscaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior.
Nunca he amado, señor respondí pensativa. Por tanto, ignoro qué haría en ese caso. ¿Me sacrificaría a tal punto por la persona amada? No lo sé, realmente.
Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quizás me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento.
Es una pregunta estrictamente académica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ¿le cederías tus piernas, o tu alma? Su expresión era indescifrable.
¿Usted lo haría, señor?
Entonces, rio. Una risa que retumbó en la habitación, inesperada y fresca como el viento primaveral.
Yo lo haría, Melisande. Quizás porque he amado, y sé qué se siente. Me echó un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sabía qué decir. Podía hablar de vinos o de astronomía, el resultado habría sido idéntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no tenía ni idea de lo que era. Acerca la silla de ruedas dijo finalmente, en tono de mando.
Encantada de cumplir una tarea para la que me encontraba preparada, obedecí. Sus brazos se extendieron con esfuerzo, y resbaló con habilidad consumada en su instrumento de tortura. Tan odiado como necesario y valioso.
Entiendo cómo se siente dije impulsivamente, movida por la compasión.
Él alzó los ojos y me miró. Una vena latía en la sien derecha, nerviosa por mi comentario.
No tienes idea de cómo me siento dijo lapidario. Yo soy diferente. Diferente, ¿entiendes?
Yo lo soy de nacimiento, señor. Lo puedo entender, créame me defendí, con voz tenue.
Trató de atravesar mi mirada, pero me negué.
Alguien tocó a la puerta, y acogí aliviada la llegada de Kyle, con su expresión vacía.
¿Me necesita, señor Mc Laine?
El escritor hizo un movimiento colérico.
¿Dónde te habías metido, ablandahigos?
Hubo un destello de rebelión en los ojos del enfermero, pero no hizo ningún comentario.
Espéreme en el estudio, señorita Bruno me ordenó Mc Laine, con la voz que aún le temblaba por la violencia reprimida.
No miré hacia atrás mientras salía.
Capítulo Cuarto
Varios días transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose.
Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en él la más mínima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los míos, las veces que nos veíamos. Yo lo mantenía a una debida distancia, con la esperanza de que eso bastara para disuadirlo del deseo de intentar nuevos, desagradables, acercamientos. En cambio, comenzaba a apreciar la compañía de la señora Mc Millian. Era una mujer aguda, nada chismosa, como la había erróneamente juzgado a primera vista. Era leal hasta la médula con Mc Laine, y esa cualidad nos acercó mucho. Llevaba a cabo mis tareas con apasionada diligencia, feliz de poder transferir, al menos en parte, el peso desde la espalda de él hacia la mía. Me hacían falta nuestras discusiones, y mi corazón amenazó con estallar cuando ellas volvieron. Inesperadas, como habían comenzado.
¡Maldición!
Levanté de golpe la cabeza, que tenía inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Tenía los ojos cerrados, y una expresión tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que quedé enternecida.
¿Todo bien?
Su mirada fue bruscamente gélida, y casi me molestó que hubiera abierto los ojos.
Es mi condenado editor explicó, agitando una hoja.
Era una carta que había llegado con el correo de la mañana, a la que no había hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recriminé por no habérsela dado primero. Quizás estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma.
Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle dijo disgustado. Pretende que le envíe el resto del manuscrito. Mi silencio pareció alimentar su furia. Y yo no tengo otros capítulos para mandarle.
Son tantos días que lo veo escribir expresé perpleja.
Son días que escribo idioteces, dignas sólo de terminar donde han ido a parar precisó, señalando la chimenea.
Había notado que el fuego había sido encendido el día anterior, y me sorprendí, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no pedí explicaciones.
Intente hablar con su editor. ¿Quiere que le haga la llamada? propuse, rápida. Estoy segura de que comprenderá...
Me interrumpió, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta.
¿Comprenderá qué? ¿Que estoy en crisis creativa? ¿Que estoy viviendo el clásico bloqueo del escritor? Su sonrisa burlona hizo palpitar mi corazón, como si lo hubiera acariciado. Echó la carta sobre la mesa. El libro no continuará. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada más que escribir, que he agotado mi vena.
Entonces haga otra cosa dije impulsivamente.
Él me miró como si yo hubiera enloquecido.
¿Disculpe?
Concédase una pausa, así podrá entender qué está sucediendo le dije frenéticamente.
¿Haciendo qué? ¿Un poco de footing? ¿Una carrera en coche? ¿O una partida de tenis?
El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.
No solo existen hobbies físicos dije, agachando la cabeza. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.
¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.
Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.
Cójalo, por favor.
Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.
Es maravilloso. Original, ¿verdad?
Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.
Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.
Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.
Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?
Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.
Mira. Me presentó un disco. Debussy.
¿Por qué él? pregunté.
Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.
La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.
Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.
La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.
El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.
Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.