La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette Rosette 4 стр.


Las dos horas siguientes volaron. Envié varios faxes, abrí el correo, escribí las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. Él, en silencio, escribía en la computadora, tenía el ceño fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llamó mi atención.

Puedes hacer una pausa, Melisande. Quizá comer algo, o dar un paseo.

Gracias Señor.

¿Has empezado a leer mi libro?, el que te he dado.

Su rostro todavía estaba ausente, sereno, pero capté un relámpago de buen humor en aquellos ojos negros.

Tenía usted razón, señor. No es exactamente mi género le confesé con total sinceridad.

Sus labios se curvaron ligeramente, en una sonrisa oblicua, capaz de penetrar la coraza de mis defensas. Coraza que creía más fuerte que el acero.

No lo dudaba. Apuesto a que tú eres más un tipo Romeo y Julieta.

No había ironía en su voz, se limitaba a hacer una constatación.

No, señor. Replicarle me vino de forma natural, como si nos conociéramos de siempre, y pudiera ser yo misma, plenamente, sin subterfugios o máscaras. Yo amo sólo las historias de final feliz. La vida es ya demasiado amarga como para aumentar la dosis con un libro. Si no me ha sido concedido el poder soñar de noche, quiero hacerlo al menos de día. Si no me ha sido concedido el poder soñar en la vida, quiero hacerlo al menos con un libro.

Sopesó cuidadosamente mis palabras, y tan largamente que pensé que no me daría una respuesta. Cuando me iba a despedir me retuvo.

¿La señora Mc Millian te ha explicado el nombre de esta casa?

Probablemente lo habrá hecho admití con una sonrisa a medias. Me temo haberle prestado oídos a medias.

Felicitaciones, yo me pierdo después de la décima palabra dijo sin ironía. Nunca he tenido espíritu de sacrificio, soy un egoísta hecho y derecho.

A veces hay que serlo dije sin pensar, o te demolerán las expectativas de los demás. Y acabarás viviendo una vida que no es la tuya, sino la que otros han decidido para ti.

Muy sabia, Melisande Bruno. Has hallado, a sólo veintidós años, la clave de la serenidad de espíritu. No es para todos.

¿Serenidad? repetí, amargada. No, la sabiduría de entender una cosa no implica necesariamente aceptarla. La sabiduría nace en la cabeza, el corazón sigue sus propios recorridos, independientes y peligrosos. Y tiende a hacer desviaciones fatales.

Él desplazó la silla de ruedas, acercándose a la parte del escritorio donde estaba yo, con sus ojos penetrantes.

¿Entonces? ¿Está curiosa por saber la razón del nombre Midnight Rose? ¿O no?

Rosa de medianoche traduje, luchando con la emoción de tenerlo tan cerca. Huía desde hace tiempo de la compañía masculina, desde el día de mi primera y única cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre.

Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quizás milenios, según la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro más grande y secreto deseo será escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito.

Apreté las manos en un puño, casi retándome con la mirada.

Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito dije con calma.

Él me miró con atención, como si no creyera a sus oídos. Dejó escapar una risa casi demoníaca. Un terror serpenteó a lo largo de mi espalda.

Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastaría un mosquito sin ponerse a llorar.

Una mosca quizás, pero con un mosquito no tendría problemas respondí lapidaria.

De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo.

Cuánta información valiosa sobre ti, señorita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes soñar y que odias los mosquitos. Cómo así, me pregunto. ¿Qué te han hecho esas pobres criaturas? La burla era evidente en su voz.

¿Pobres?, de ninguna manera repliqué con prontitud. Son parásitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos inútiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simpáticas como las moscas.

Se batió una mano sobre la cadera, estallando en risas.

¿Simpáticas las moscas? Eres extrañísima Melisande, y muy, demasiado, divertida.

Más caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambió bruscamente. Su risa se apagó en un dos por tres, y volvió a mirarme fijamente.

Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opción, querida mía. Es su única fuente de sustento, ¿puedes censurárselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. Miré el escritorio lleno de hojas, incómoda bajo sus ojos gélidos. ¿Qué harías en el lugar de un mosquito, Melisande? ¿Renunciarías a nutrirte? ¿Morirías de hambre para no ser etiquetada como parásito?

Su tono era apremiante, como si requiriese una respuesta. Lo satisfice.

Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendría que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podría encontrar una alternativa. Mantuve la mirada cautelosamente apartada de él.

No siempre hay alternativas, Melisande. Por un instante su voz tembló, bajo la carga de un sufrimiento del que no tenía ni idea, con el que tenía que negociar cada día, por quince largos años. Nos vemos a las dos, señorita Bruno. Sea puntual.

Cuando me gire hacia él, ya había dado vueltas a la silla de ruedas, escondiéndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machacó el corazón cual prensa, pero no podía remediarlo de ninguna manera. En silencio dejé la habitación.

Capítulo Tercero

A las dos, puntual, me presenté en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todavía intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo.

Está de pésimo humor, y no quiere comer nada balbuceó.

El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ánimo hirió en lo profundo mi ser, cada fibra, cada célula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir.

Crucé el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entré, sus ojos se alzaron.

Ah, es usted. Entre, señorita Bruno. Dese prisa, por favor.

No perdí tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligrafía masculina.

Envíe estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de página.

Inmediatamente, señor Mc Laine contesté con deferencia.

Cuando levanté la mirada y vi su rostro, noté con alegría que le había vuelto la sonrisa.

Qué formales estamos, señorita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuestión de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos años.

A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

¿Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla. Naturalmente no puedo ir yo añadió, a manera de explicación.

Incómoda, apreté más las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas.

No tengo el permiso, señor me disculpé.

La sorpresa alteró sus bellísimos rasgos.

Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas.

Soy diferente, señor dije lacónica. Y lo era realmente. Casi alienígena en mi diversidad.

Me escudriñó con esos ojos negros, más penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible.

Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabaría solo por ocasionar desastres expliqué de prisa, alisando las hojas que yo misma había arrugado.

Después de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira dijo casi cantando.

Es la verdad. Podría realmente... Perdí la voz por un largo instante, luego continué. Podría realmente matar a alguien.

La muerte es el mal menor susurró. Bajó los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada.

Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro público, imperdonablemente insensible, hábil sólo para meter la pata.

¿Quizá lo he ofendido, señor Mc Laine?

La ansiedad se dejó entrever en mi pregunta, y lo despertó de su sopor.

Melisande Bruno, una joven mujer, venida quién sabe de dónde, excéntrica y divertida como un cartón animado... ¿Cómo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al satánico y perverso Sebastián Mc Laine? Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases.

Me torcí las manos, nerviosa como en el primer encuentro.

Tiene razón, señor. No soy nadie. Y....

Sus ojos se afilaron, amenazantes.

En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca a nadie humillarla, ni siquiera a mí.

Debo aprender a estar callada. Antes de venir a esta casa lo podía perfectamente murmuré afligida, con la cabeza inclinada.

¿Midnight Rose tiene el poder de sacar fuera lo peor de usted, Melisande Bruno? ¿O es quien habla el que posee esa increíble habilidad? Me dirigió una sonrisa benévola, con la magnanimidad de un soberano.

Acepté feliz la tácita oferta de paz, y volví a encontrarme con su sonrisa.

Creo que depende de usted, señor le revelé en voz baja, como si confesara un pecado capital.

Ya sabía que era un demonio dijo solemne, pero hasta este punto... Me deja sin palabras...

Si quiere le paso el diccionario dije riendo.

La atmósfera se había aligerado, y también mi corazón.

Creo que el verdadero diablillo es usted, Melisande Bruno siguió molestándome. Es Satanás en persona quien la ha enviado, para turbar mi tranquilidad.

¿Tranquilidad? ¿Está seguro de no confundirla con el aburrimiento? bromeé.

Si lo era, con usted aquí, no lo voy a volver a sentir nunca más, de eso estoy seguro. Quizás, a este paso, terminaré por extrañarla dijo con énfasis.

Estábamos riendo ambos, en la misma longitud de onda, cuando alguien llamó a la puerta. Tres veces.

La señora Mc Millian se adelantó él, sin desviar su mirada de mi rostro.

Yo lo hice, a regañadientes, para recibir al ama de llaves.

Ha llegado el doctor Mc Intosh, señor dijo la buena mujer, con una punta de ansiedad en la voz.

El escritor se puso serio al instante.

¿Ya es martes?

Así es, señor. ¿Desea que lo haga pasar a su habitación? preguntó, ella, gentilmente.

Está bien. Llama a Kyle ordenó él, con el tono seco como un quintal de pólvora.

Se dirigió a mí, aún más seco.

Nos vemos más tarde, señorita Bruno.

Seguí al ama de llaves por las escaleras. Ella respondió a mi pregunta inexpresivamente.

El Doctor Mc Intosh es el médico local. Todos los martes viene a revisar al señor Mc Laine. Aparte de la parálisis, es sano como un roble, pero es una costumbre, y también una prudencia.

¿Su... Dudé, indecisa en la elección de la palabra. condición es irreversible?

Lamentablemente sí, no hay esperanzas fue su triste confirmación.

A los pies de la escalera, esperaba un hombre, que mecía su maletín con el instrumental.

¿Que pasó, Millicent? ¿Se había olvidado de nuevo del control?

El hombre me guiñó el ojo, buscando mi complicidad.

Usted es la nueva secretaria, ¿verdad? Le tocará a usted hacerle recordar las próximas citas. Cada martes, a las tres de la tarde. Me extendió la mano, con una sonrisa amistosa. Soy el médico de cabecera. John McIntosh.

Era un hombre alto, tanto como Kyle, pero más anciano, entre los sesenta y setenta quizás.

Y yo soy Melisande Bruno dije, devolviéndole el apretón de manos.

Un nombre exótico para una belleza digna de las mujeres escocesas.

La admiración en su mirada fue elocuente. Le sonreí con gratitud. Antes de llegar a este poblado, ni siquiera marcado en los mapas, era considerada simpática, a lo mucho graciosa, y la mayoría de las veces apenas pasable. Nunca hermosa.

La señora Mc Millian se iluminó con aquel elogio, como si fuera mi madre y yo la hija casadera. Afortunadamente, el médico era anciano y casado, a juzgar por el gran aro en el anular; de lo contrario, ella se habría dado un buen trabajo para arreglarme un buen matrimonio en el marco de la idílica Midnight Rose.

Después de acompañarlo hasta arriba, volvió a mí, con una expresión traviesa en su rostro enjuto.

Lástima que sea casado. Sería un partido magnífico para usted.

Lástima que sea viejo, me hubiera gustado añadir. Pero callé justo a tiempo al recordar que la señora Mc Millian tendría al menos cincuenta años, y que probablemente encontraba al médico atractivo y deseable.

No estoy buscando novio le recordé con firmeza. Espero que no quiera también endosarme a Kyle.

Ella negó con la cabeza.

Es casado también él. Mejor dicho... es separado, caso raro por estas partes. De todas maneras, no me gusta. Hay en él algo inquietante y lascivo.

Iba a refutar, decir que el novio potencial tenía que gustarme en primer lugar a mí, pero desistí. Sobre todo porque Kyle no me gustaba tampoco. No era exactamente el tipo de hombre con quien me hubiera gustado soñar, si pudiera hacerlo. No, era injusta. A decir verdad, tras haber conocido al enigmático y complicado Sebastián Mc Laine, era difícil encontrar a alguien a su altura. Me dije mentalmente que era estúpida. Que era patético y banal caer en la red tendida por el guapo escritor. Él era sólo mi empleador, y yo no quería terminar como las miles de otras secretarias, enamoradas sin esperanza de sus jefes. Con silla de ruedas o no, Sebastián Mc Laine estaba fuera de mi alcance; eso era indiscutible.

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