El Balcón - Andrea Dilorenzo 4 стр.


«Entiendo» dijo el policía.

«Señor» interrumpió la mujer que escribía en el ordenador, «está al teléfono el director del Hotel Bahía que quiere hablar con usted, urgentemente».

«Vale, pásemelo a esta línea. Señor Dilorenzo, ahora le tengo que dejar. Si hay novedades le contactaremos al número que nos ha dejado, ¿de acuerdo? Hasta luego» me dijo, tendiéndome la mano.

Le estreché la mano y salí de la sala.

Saliendo de la comisaría me paré a fumar en las escaleras de un portal, a cubierto de la lluvia, y permanecí allí hasta la una y cuarto pensando a lo que me había pasado. La humedad había incrementado el dolor de cabeza y me fui a uno de esos bares que se encuentran en la plaza enfrente de la estación de autobuses. Me fui a sentar en una mesa cercana a las vidrieras que daban a la calle. Miraba caer la lluvia y sentía cómo raspaba fuerte contra los cristales, como una provocación del cielo. Abrí el periódico que estaba en la mesa y comprobé que también en España se hablaba únicamente de la crisis económica, los escándalos financieros de los bancos y de la política.

Cuando paró de llover caminé hasta la Avenida de Europa con la intención de almorzar en uno de los muchos restaurantes de esa calle. Pero antes pasé a saludar a Lute, que trabajaba justo al lado del restaurante de mi amigo Ángel, la Yerbabuena, quien me invitó enseguida a sentarme en una mesa apartada para charlar un rato.

Salí del restaurante a primera hora de la tarde y me dirigí justo enfrente, al Parque el Majuelo.

Estaba prácticamente desierto. Hacía una tarde gris y lluviosa, había parado de llover hacía una media hora. Algunos polluelos se balanceaban relajados en pequeñas bañeras formadas en las ruinas fenicias que se encontraban justo en medio del parque. Más allá, un cachorro permanecía enroscado bajo una de las palmeras que acariciaban las calles adoquinadas que serpenteaban entre pequeños jardines policromados, entre los cuales se erigían palmeras provenientes de todos los continentes. Las hojas secas, caídas de grandes higueras, formaban una alfombra ocre en casi toda la zona del parque y, aunque bien entrado el invierno, el viento esparcía en el aire la melancólica fragancia del otoño. El pequeño chiringuito donde solía ir a beber el tinto de verano estaba cerrado; algunos gatitos se habían reparado bajo su pérgola, ya que de los árboles empapados de lluvia caían abundantes gotas de agua plateadas, así que caminaban despacio, mirando hacia arriba y dando algún que otro brinco para evitar las gotas. Saludé a la señora que daba clases de pintura en la primera de las nueve casetas de artesanos que rodeaban una parte del perímetro del parque, después subí las escaleras del puente ubicado encima de las ruinas y me dirigí hacia la caseta denominada Málaga, donde mi amigo Antonio el Salao fabricaba sus guitarras y otros instrumentos de cuerda y percusión.

Antonio era como un padre para mí y me quería mucho.

Me lo decía a menudo: ¡Te aprecio más de lo que crees! No era muy viejo, pero el duro trabajo le había causado varios achaques, de los cuales un par al corazón, y demostraba algún año más de sus efectivos sesenta y cinco. Tras casarse con Patricia, una mujer inglesa, se había mudado a Reino Unido; había trabajado en una fábrica que construía piezas de aviones y se quedó treinta años. Después, cuando se jubiló, volvió a Almuñecar y empezó a trabajar como guitarrero.

«¡Muy buenas tardes!»

«André, ¡qué alegría verte!» dijo Antonio. «Joder, ¿dónde estabas?»

«¡Hola, Antonillo!» y nos abrazamos con fuerza.

Me enseñó las últimas guitarras que había construido y probé algunas de ellas, sin escatimar en elogios acerca del sonido y los acabados, y él se sintió muy halagado. Aquella tarde estaban también José, Baldomero y Maria, que escuchaban un disco de Camarón de la Isla, fumando hierba y contando anécdotas de los viejos tiempos. Mientras tanto les expliqué lo que me había sucedido. Quién sabe, quizás me habrían podido ayudar a encontrar el teléfono, dado que conocían a todo el pueblo, podían haber escuchado algo por ahí. Pero yo, no sé por qué, había relacionado aquel episodio a lo sucedido en Málaga, en el baño de la estación. Era solo una extraña sensación.

A las dos y media de la noche todavía estaba despierto. Estaba leyendo un libro de poesías de Antonio Machado que había encontrado en la habitación donde me alojaba; luego dejé el libro en la mesilla y vi aquella caja que había aparecido en mi maleta, la noche anterior. No la había observado bien antes, pero ahora que mi mente estaba despejada de otros pensamientos, mi vista lograba analizar mejor los detalles y, por lo que había visto, deduje que era de una calidad óptima.

Cuatro centímetros de ancho, cinco de largo y tres de alto, o un poco más, de madera de palisandro envejecida y perfectamente pulida; tenía una incisión dorada en forma de cruz ansada sobre la parte superior y una pequeña piedra verde incrustada en el interior del oval de la cruz.

Recordaba muy bien la cruz ansada, la llave de la vida, pues de niño era un apasionado de la egiptología. Era uno de los símbolos más usados en el Antiguo Egipto para fabricar amuletos, brazaletes y una infinidad de cosas más. Lo raro es que esta caja era una sola pieza. Es decir, tenía la forma de caja pequeña, pero no había aperturas, compartimentos o cosas parecidas. Intenté en vano encontrar un modo de abrirla, pero nada, no era una caja. Renuncié, pensando que podía tratarse simplemente de un adorno más que de una caja, tal y como me pareció al principio, si bien tenía el aspecto de esta última.

Luego me dormí, fantaseando acerca de lo que podía ser ese objeto y cómo había acabado en mis manos, a pesar de que ya me había hecho una idea.

V

El acantilado en el que estaba sentado en soledad se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad. Había una gran luna llena, y su reflejo, que brillaba en el agua como millones de estrellas juntas, llegaba casi a los escollos, si no hubiese sido por la corriente que golpeaba con dulzura el agua cercana a las rocas, eliminando así su rastro luminoso.

Iba allí con frecuencia, cuando vivía en Almuñécar. Me gustaba estar solo, mirar la luna, el mar, fumarme algún cigarro escuchando un poco de música y sentir la brisa en la piel.

Unos metros más adelante había una chica que estaba pescando. También ella estaba sola. Intrigado, me giré para observarla y noté que tenía la cabeza inclinada hacía las rodillas, como si estuviese llorando. Saqué el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo de la camisa; luego hurgué en los otros, pero me había olvidado el mechero en la habitación. Así que me acerqué a la chica para preguntarle si por casualidad tenía uno; ella alzó la cabeza, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me pasó un mechero que sacó de una especie de caja de herramientas que tenía a su lado. Se lo devolví y me senté cerca de ella, no demasiado, mirando su equipo de pesca. Será extraño, pero no había visto nunca una chica pescar, era muy graciosa. Además de la caña de pesca tenía, a su lado, una maleta con unas iniciales grabadas en un borde y en el interior otras cajas que contenían anzuelos, cebos y otros accesorios de los cuales desconocía el nombre y uso.

«Pareces una profesional, mira cuántas cosas tienes... » le dije, acercándome a ella.

Ella no dijo nada. Permanecía sentada, con el mentón apoyado en las rodillas y las manos en la caña de pesca. Traté de romper el hielo con la primera anécdota que me vino a la cabeza.

«Sabes, he ido a pescar solo dos veces en toda mi vida; una vez con mi primo, cuando no era más que un niño; fuimos a un lago artificial y conseguí pescar una trucha, pero, no sabiendo cómo quitar el anzuelo, acabé descuartizándola; me ensucié todo, una cosa increíble. La última vez, sin embargo, fue hace unos años, justo por esta zona, con mi amigo José. Él viene con frecuencia a pescar en este tramo de acantilado, pero aquella vez fuimos a la playa. ¿Te gusta esto? A mi mucho, venía a menudo cuando vivía aquí».

«Ah, ¿vivías aquí, de verdad? ¿Dónde?» me preguntó, como si se hubiese despertado de una catarsis.

Luego apartó las manos de la caña de pescar y las colocó alrededor de las rodillas, apoyando la mejilla derecha sobre ellas, y me miró con una expresión extraña, como si siguiese ausente.

Yo también la observé durante unos instantes. Su rostro era muy dulce, no tendría más de veinticinco o veintiséis años. Llevaba unos pantalones beige y una sudadera azul con capucha; su cabello liso y de color caoba estaban recogidos debajo de una gorra y parecía tenerlo bastante largo.

«¿Sabes dónde está el castillo? Justo ahí al lado» le respondí.

«Claro que se dónde está. Paso a menudo» me dijo ella, asintiendo con la cabeza.

«Sabes, ahora que te oigo hablar, no pareces española; no eres de por aquí, ¿verdad? ¿De dónde eres?» le pregunté, curioso de su acento; no lograba adivinar de qué nacionalidad era.

«Soy siria. Pero tú también pareces extranjero, eh » observó ella, bajando la mirada y entornando un poco los ojos, como si estuviese tratando de concentrarse para averiguar de qué país era mi acento. «Hablas bien el español, pero se nota que eres extranjero, a pesar de comportarte como un andaluz» añadió.

Luego se dio cuenta de que me avergonzaba un poco y me sacó la lengua. Me parecía que ya estaba más serena y me alegré, así podía hablarle más libremente.

Estallé en una especie de carcajada liberadora.

Tuvo la impresión de que me estaba pavoneando por el hecho de que mi acento fuese similar al de los andaluces. Me sentí un poco tonto, aunque no hubiese motivo.

«Sí, soy italiano. Me quedaré aquí solo unos días, quizás una semana. He venido para saludar a algunos amigos y pasar mi cumpleaños aquí claro, que fue ayer.»

«Ah, ¡felicidades!»

«¡Gracias! Te decía que la próxima semana iré a Tarifa y después pasaré unos días en Portugal. Quisiera ir a un sitio, pero ahora mismo no recuerdo cómo se llama. Lo sé, es absurdo, lo he visto una vez en televisión. Me acuerdo solo que es un islote, o una parcela de tierra, donde los templarios, creo, construyeron un castillo, una fortaleza o algo parecido; y se puede llegar a pie, pero solo cuando está la marea baja. Y eso ¿tú qué me cuentas?»

Ella suspiró. Fueron unos interminables instantes de silencio.

«Que todo va mal» dijo de repente.

«Vaya... lo siento» le dije, cogiendo otro cigarro, y le tendí el paquete para ofrecerle uno.

«No, gracias. No fumo. El mechero lo tengo porque era de mi padre, estaba junto al equipo de pesca. Pero yo no fumo. Ten, cógelo».

«Te lo agradezco» le dije, cogiendo el mechero, y encendí el cigarro que ya apretaba entre los labios. «¿Tu padre ha venido contigo a España, o has viajado con amigos?»

«He llegado sola, hace tres días. Sabes, hace muchos años, mi padre compró una casa cerca de la zona del castillo; veníamos de vacaciones tres meses cada año, con toda la familia. ¿Has visto las esculturas que hay en el Parque? Las ha hecho Bachir Kondakji, mi padre» me dijo ella, llena de orgullo.

«Ah... sí, claro. Las que se ven cuando se entra desde la parte de los columpios, ¿no?»

«Sí, exacto».

«Entonces tu padre es escultor. Interesante... ».

«Sí, escultor y pintor, aunque la escultura ha tenido un papel predominante en su carrera artística».

«Es muy bueno. He escuchado hablar muy bien de esas esculturas. Me decías, ¿cómo es que has venido sola?»

Ella permaneció en silencio durante unos minutos. Se entendía que le había sucedido algo. Tuve esa sensación que se tiene cuando se hace una pregunta indiscreta. Ella suspiró profundamente, antes de volver a hablar, como si estuviese buscando la fuerza para hacerlo. Me di cuenta de que quizás no debía insistir y traté de remediarlo.

«Perdona, si no quieres hablar de ello no pasa nada».

«No, no te preocupes» me tranquilizó, y después suspiró de nuevo. La semana pasada una bomba destruyó mi casa, en Damasco. Murieron todos» respondió ella, y una lágrima surcó lentamente su rostro.

Se me encogió el corazón. Es estos casos no se sabe nunca lo que decir, se tiene siempre miedo a decir algo estúpido, predecible, en el intento de mitigar el dolor con alguna palabra de circunstancia, a menudo con el resultado contrario.

«Mi madre, mi padre, mi hermano mayor y mis dos hermanitas... Yo me he salvado de milagro porque estaba en el trabajo, en otra parte de la ciudad. Por eso he venido a España. No me queda nada más en Siria y mis familiares están todos desaparecidos. Ya no tengo a nadie allí. Aquí al menos tengo una casa».

Hubiera querido abrazarla, pero dudé. En mi mente le acaricié ligeramente el hombro. Luego ella reanudó la conversación, manteniendo la cabeza agachada y la mirada fija en un punto en el vacío.

«Tú estás ahí haciendo tu vida, trabajas, sales con los amigos, como todas las personas que viven aquí. ¿Entiendes? Todo normal. Después un día, llegan estos mercenarios de otros países ¡porque no son sirios como dicen en las noticias extranjeras!, y matan a todos los que se encuentran por delante. Así, solo porque eres cristiano o por otros motivos que solo Dios sabe. Luego vengo aquí y en las noticias les llaman rebeldes que combaten contra el régimen de Assad. ¡Pero qué rebeldes! ¡Qué régimen!»

Aferró su chaqueta y se la puso sobre los hombros.

Permanecimos en silencio durante algunos minutos.

«Perdona, llevamos ya un rato hablando y todavía no te he dicho cómo me llamo. Puedes llamarme André, aquí todos me llaman André. ¿Y tú?»

«Sarah» respondió ella, con una sonrisa sutil y sincera que parecía proceder de una irradiación de su alma, más que del pliegue de sus labios.

«De acuerdo. Ven, vamos a beber algo. Aquí se está levantando un poco de viento».

La fresca brisa hizo que se me pusieran los pelos de punta y me abroché la chaqueta. El viento tenía un olor particular, no traía el olor a mar. Estaba seguro de que se trataba de un mensajero con buenas noticias.

Caminamos una decena de minutos por el paseo marítimo y entramos en una pequeña bodega cercana a la playa. Ahora que había más luz, y podía mirarla mejor, noté que era muy hermosa, más de lo que me había parecido cuando la vi en el acantilado. Tenía las facciones un tanto orientales; los ojos eran redondos, pero los ángulos externos terminaban como las puntas de una hoja lanceolada. Me inspiraba mucha ternura, si bien era a su vez muy sensual. Se apartó el pelo y una espesa melena ondeó sobre sus hombros para después bajar hasta la espalda, en un gesto que nada tenía de voluptuoso, pero que perturbó profundamente mis sentidos. En aquel preciso instante vi mi futuro, en un breve fluir de imágenes borrosas que se sucedían rápidamente, una tras otra, como el paisaje visto desde la ventanilla de un tren en marcha, que no tuve ni siquiera el tiempo de enfocarlas. Después se sentó casi a mi lado y sentí su perfume, parecido al de una flor que acaba de germinar.

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