Pedimos una botella de Viña Ardanza, un vino malagueño muy apreciado, y patatas de maíz y queso, símiles a las tortillas en bolsa que se venden en Italia, sazonadas con una salsa picante, y seguimos hablando.
«Has viajado solo para pasar tu cumpleaños en España, mmm ¿No tienes novia, en Italia?» me preguntó Sarah.
No sé por qué, pero esperaba que me hiciese esa pregunta, aunque no tan pronto. Quizás me equivoque, pero cuando una persona del sexo opuesto quiere saber si estás soltero o no, casi seguramente está tanteando el terreno. Pero luego reflexioné e intenté no pensar más en ello. Acababa de vivir una tragedia, de las más horribles; ¿cómo se me pudo pasar por la cabeza que pudiese estar interesada en mí y, además, sin ni siquiera conocerme? Y sin embargo, en su sonrisa, había captado la típica incomodidad que se percibe en las personas que están coladas por alguien. Se me olvidaba el hecho de que, a veces por no decir a menudo -, consideramos las cosas y las situaciones en base a lo que somos. Seguí conversando mientras mi mente luchaba entre estas dos posibilidades.
«No, ha pasado mucho tiempo desde que estuve enamorado. ¿Y tú?» le pregunté, buscando el tono y las palabras más adecuadas para no parecer demasiado indiscreto.
«Me casé hace diez años, tenía dieciocho. Era muy joven» contestó ella.
Entonces entendí que su pregunta podía ser una excusa, quizás, para hablar de su marido. Digamos que, en un cierto sentido, si bien mi desilusión fue grande, me sentí un poco aliviado. Por lo menos podía estar relajado, sin pensar en cómo ligar y, sobre todo, sin sentirme culpable.
«Entiendo. Y tu marido, ¿se ha quedado en Siria?»
«No lo sé. Te estaba diciendo que son ya cuatro años que no hablamos y no sé dónde estará en este momento. Estamos divorciados y no hemos tenido hijos».
«¿Tienes intención de volver a Siria?»
«¡No! ¿Estás loco? ¡Tengo miedo! Todavía hay bombardeos, y además he perdido el contacto con el resto de mi familia».
«Perdona, solo preguntaba. Entonces, ¿qué harás, te quedarás aquí en España?»
«No lo sé. Ya no sé nada. Solo sé que no es justo morir así».
«Sí, tienes razón, es injusto. La guerra siempre es injusta».
«¿Qué sentido tiene entonces la vida si no hay justicia? ¿Dónde está Dios en todo esto? Perdona, no quiero molestarte con mis problemas, te acabo de conocer ».
«No, figúrate... ningún problema» le aseguré. «Y además, sabes, lo que para algunos es justicia para otros no lo es. Como tantas otras cosas, la definición de justicia es siempre subjetiva. Pero en general, para mí la vida no tiene ningún sentido».
«¿Cómo?» me preguntó ella, que se había quedado atónita ante mi afirmación».
«Para mí no tiene ningún sentido. Aunque creo que no es la expresión más apropiada para decir lo que pienso».
«¿Cómo puedes decir que la vida no tiene ningún sentido? ¿No tienes pasiones? No sé ¿algo que te guste hacer, alguien a quien quieras, objetivos que alcanzar?»
«Sí, claro que sí» le respondí, no sin antes haber dado rienda suelta a una débil carcajada debida al malentendido.
Sabía que me habría malinterpretado, y aun así la dejé caer. Quizás intentaba precisamente que me pidiese explicaciones al respecto, así habría podido interpretar el papel del tío interesante, dando algún discurso pseudo-filosófico. Dejé caer aquella frase aposta: «La vida no tiene ningún sentido». Era claramente una provocación, un cebo para entablar un discurso que, al final, no habría podido llevar a otra conclusión que no fuese exactamente esa, que la vida no tiene ningún sentido.
«Sí, claro que sí» le respondí de nuevo, después de haber tragado un sorbo de vino que se estaba entreteniendo plácidamente en mi boca, acariciándome ligeramente el paladar.
Todavía no había picoteado ni siquiera una patata y el ácido tánico del vino ya se había pegado al paladar. Degusté con la lengua el sabor viejo y licoroso que me había dejado el regusto del Viña Ardanza. Posé la copa sobre la mesa, todavía apretándola entre el pulgar y el índice, haciendo pequeños semicírculos en el sentido de las agujas del reloj y al contrario.
«Pero no creo que las personas que quieres o tus pasiones puedan ser el sentido de la vida» añadí, tras unos instantes de pausa.
«Quizás estas cosas puedan dar sentido a la vida, pero no ser el sentido de la vida. Y además, ¿qué quiere decir uno cuando se refiere al sentido de la vida? ¿A su propósito?»
«Bueno, sí, ¿y a qué si no?»
«Pero antes de preguntarse qué sentido tiene la vida, deberíamos analizar qué propósitos tienen las cosas y las personas. Quiero decir: la vida es algo abstracto e inmenso, las cosas y las personas las tenemos ante nuestros ojos, forman parte de un campo más estrecho, limitado, tienen un inicio y un final, es más fácil dar un pensamiento razonable, ¿no crees?»
«Claro, pero no he entendido todavía lo que quieres decir».
«Por ejemplo: la silla sobre la que estoy sentado, o esta mesa... bueno, no es una gran mesa, ¿pero qué finalidad tiene? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué función desempeña en la vida? ¿Me sigues?»
«Sí, sí, continúa» contestó, desconcertada.
«Bien. Para mí tiene dos finalidades principales: la primera es, digamos, un propósito, o mejor dicho, una función práctica. Llamémosla así. Puedes apoyar cosas sobre ella, puedes comer, escribir, etcétera. Pero una mesa puede tener a su vez una función estética, o ambas, claro. Me parece bastante obvia como observación. Es decir, puede ser solo un objeto de decoración. Quién sabe... si Picasso hubiese tenido la idea de construir una, lo habría hecho seguramente en estilo cubista. Ahora imagina que estás comiendo sobre una mesa parecida» dije, y no me contuve la risa.
«¡Vale, vale!» dijo Sarah, riendo, entretenida con mis gestos. «Eres simpático, ¿pero qué tiene que ver eso con el sentido de la vida?»
«Ahora llego. Te hablaba de la mesa, pero vale también para todas las demás cosas e incluso para los seres humanos. Observa cómo vivimos, nuestra vida está hecha principalmente de cosas muy simples, como los otros seres vivos. Comemos, nos reproducimos, etcétera. Esta podría ser, como para los objetos, nuestra función práctica, es decir, la parte mecánica de nuestra vida, podemos llamarlo así, aunque suena mal, lo sé. Pero igual que los objetos, también nosotros y los demás seres vivos tenemos una función que hemos llamado previamente función estética. ¿Es evidente, no? Pero lo sé, espera, ten paciencia, ahora llego. Por ejemplo, el arte, sin entrar en detalles, es uno de los frutos de nuestra función estética. Y así todo lo demás. También los animales y los insectos contribuyen a la belleza del mundo, vuelven más hermosa la existencia a nuestra vista, pero a su vez, desempeñan una función práctica para el ecosistema. Por ello, resumiendo: los objetos y los seres vivos tienen dos propósitos, dos funciones: una práctica y una estética. ¿Estás de acuerdo?»
«De acuerdo, sí» respondió ella, asintiendo con la cabeza. «Pero entonces, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Cuál es su propósito?»
«Ninguno» contesté yo, y bebí un sorbo de vino.
«¿Pero cómo ninguno? Oh Dios, no te sigo, André... ».
«Quiero decir: si es la vida, si es la existencia la que impregna y, a su vez, contiene todos los objetos y seres vivos, ¿cómo va a tener un sentido, un propósito? Si alguien dice que la vida tiene un propósito o un sentido, bello o feo, ¿no te parece que la está reduciendo al mismo nivel de un objeto o cualquier ser vivo? Imagina que las cosas y los seres humanos que pueblan la tierra son los ríos y que la existencia es el océano; los ríos confluyen en el océano, es ahí donde todos los cursos de agua anhelan sumergirse, donde un día u otro se perderán, abandonando su nombre y todo aquello que fueron antes, convirtiéndose en océano ellos mismos; ¿pero dónde va el océano? El océano permanece ahí donde está, no se va. Esto es lo que quería decir: la vida es algo que va más allá de los sentidos, más allá de cualquier propósito, aunque fuese el más justo, el más virtuoso, el más noble. La existencia va más allá de lo que llamamos el sentido, el propósito».
«De acuerdo, sí» respondió ella, asintiendo con la cabeza. «Pero entonces, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Cuál es su propósito?»
«Ninguno» contesté yo, y bebí un sorbo de vino.
«¿Pero cómo ninguno? Oh Dios, no te sigo, André... ».
«Quiero decir: si es la vida, si es la existencia la que impregna y, a su vez, contiene todos los objetos y seres vivos, ¿cómo va a tener un sentido, un propósito? Si alguien dice que la vida tiene un propósito o un sentido, bello o feo, ¿no te parece que la está reduciendo al mismo nivel de un objeto o cualquier ser vivo? Imagina que las cosas y los seres humanos que pueblan la tierra son los ríos y que la existencia es el océano; los ríos confluyen en el océano, es ahí donde todos los cursos de agua anhelan sumergirse, donde un día u otro se perderán, abandonando su nombre y todo aquello que fueron antes, convirtiéndose en océano ellos mismos; ¿pero dónde va el océano? El océano permanece ahí donde está, no se va. Esto es lo que quería decir: la vida es algo que va más allá de los sentidos, más allá de cualquier propósito, aunque fuese el más justo, el más virtuoso, el más noble. La existencia va más allá de lo que llamamos el sentido, el propósito».
A la mañana siguiente, fui a su casa a desayunar. Vivía justo al lado del Parque el Majuelo, en una casa de dos plantas, a medio camino entre los columpios y el castillo; en la entrada, había colgados, en ambas paredes, un gran número de cuadros, y sobre las escaleras de caracol, que conducían a la planta superior, habían pintado las teclas del piano y otros dibujos de claves y notas musicales. Se notaba enseguida que era la casa de un artista. En las esquinas del salón había esculturas de mármol medios bustos, para ser exactos , y uno de estos se parecía a Sócrates, por su espantoso rostro. En el centro había un amplio sofá blanco y una mesita de madera tallada, colocada de frente a una gran ventana que daba a la calle, desde la que se veía el castillo medieval erguirse por encima de la ciudad. La cocina, al contrario que el resto de la casa, era muy simple, y además de la puerta principal había otra que daba a un extraordinario jardín; al centro de este se perfilaba un estrecho sendero adoquinado y a sus lados algún que otro árbol cítrico, enormes plantas crasas y dos grandes higueras colocadas al final del césped; una mesa construida en madera de haya estaba colocada bajo aquellos dos inmensos árboles, y ahí nos sentamos a beber un té, charlando.
Querido Lector, en realidad, me parecía conocer a esta chica de toda una vida. Lo sé, lo sé puede parecer una de esas frases que se dicen cuando se está colado por alguien, pero el hecho es que ya había tenido una sensación extraña cuando escuché su voz por primera vez.
Era agradable hablar con ella. Normalmente las chicas me aburrían un poco, nunca daba discursos profundos; me quedaba siempre en discursos vagos y superficiales, quizás por miedo a decepcionarme por falta de argumentos.
Aquel día Sarah no parecía triste en absoluto; al contrario, estaba simpática, sonriente, y me mostró toda la casa, las pinturas y las esculturas del padre, todas preciosas en mi opinión.
«Sabes, estaba pensado que, si no tienes otros compromisos, podrías venir conmigo a Tarifa» le propuse, mirándola a los ojos.
Y cuando pronuncié estas palabras, parecía casi como si le estuviese suplicando. Para ser conciso, intenté mantener un tono sosegado y casi indiferente, pero no conseguí esconder la expresión de aquel que no habría soportado un rechazo. O, quién sabe, tal vez es justo lo que estaba intentando transmitirle, para que entendiese que me importaba de verdad.
«Gracias, eres muy amable» respondió Sarah, «pero necesito estar sola, al menos un rato. De todas formas, conociéndome, puede ser que lo piense mejor y te alcance» me aseguró, y me sacó la lengua.
«¡Ojalá, sería fantástico!» exclamé, sin poder contener la alegría.
Rebosaba de alegría. En pocos segundos me imaginé tantas cosas
«Ahora te dejo la dirección» le dije, y, apresuradamente, cogí una nota del bolsillo del pantalón. «Es esta. Cuando llegues a la Playa de Los Lances, pregunta por Ibi. Lo conocen todos, es un amigo mío; yo estaré en su casa durante cuatro o cinco días y, en caso de que vinieras tú también, le diré a Ibi que te prepare otra habitación. Hoy mismo le llamaré para avisarle, así no tendrás que preocuparte de buscar un hotel, ¿vale?»
«De acuerdo, espera un momento» respondió ella, y fue a coger un bolígrafo y un folio. «Este es mi número de móvil y este es mi correo, así estaremos en contacto, en cualquier caso. Espero volver a verte, de verdad, pero ahora me tengo que ir, tengo cosas urgentes que hacer».
Me apretó con dulzura el rostro entre sus manos y me besó en la mejilla. Luego me abrazó con fuerza y yo hice lo mismo. En aquel instante sentí su perfume de campos elíseos rociándome como un bálsamo en una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.
VI
La última vez que vi a mi amigo Ibi fue en Almuñécar, cuando hice un curso de lutería en el taller de guitarras de Antonio. Era de origen turco, a pesar de que, cuando era todavía un niño, se mudó a Londres con su familia para trabajar como carpintero en el taller de su padre; luego empezó a ganarse la vida como boxeador, aunque sin mucho éxito. Cuando lo conocí me hablaba a menudo de sus muchos viajes alrededor del mundo, especialmente de uno que hizo en Tailandia, donde fue para aprender el Muay Thai, el boxeo tailandés; y fue precisamente en la isla de Phuket donde se enamoró de una joven surfista australiana. Juntos se fueron a vivir durante un tiempo a Brisbane, en Australia. Aprendió a surfear y, más adelante, se mudó a España, a Tarifa, para estar cerca de la familia, que por aquella época tenía algunos problemas.
Hacía unos meses que había comprado un bungaló y una pequeña tienda de tablas de surf. Vivía como un sultán, entre bellas mujeres y las olas andaluzas que besaban aquel tramo de paraíso enfrente de su casa.
Llegué a la Playa de los Lances ya de noche y sus amigos surfistas habían preparado una fiesta para celebrar mi llegada. Me alegré mucho, me sentí realmente halagado y querido por toda aquella gente que no conocía y me saludaba diciendo ¡por ti, hermano!, y otras cosas por el estilo. Aunque, en los días siguientes, me di cuenta de que por aquella zona, toda excusa era buena para beber y fumar algún porro; hoy por mí, mañana por la estrella de mar que habían encontrado en la playa, el día siguiente por el tipo amigo suyo que se había tirado a tres chicas en una noche, etc. De verdad, cualquier cosa, por insignificante que fuese. Pero la excusa que más gracia me hizo fue cuando una noche, Françoise, un amigo francés, dijo:
«Qué coño, llevo aquí dos años, soy el único negro ¿y ni siquiera nos hemos tomado todavía una copa en mi honor? ¡Que hijos de puta, iros a la mierda!»
Los surfistas que frecuentaban esa playa hablaban como los actores americanos, parecían todos un poco locos; pero eran simpáticos, buena gente, me habían acogido en seguida como a un hermano.
«André, esa te está mirando desde que has puesto el pie en la playa» me dijo Ibi, sacudiéndome el brazo.