Las Páginas Perdidas - María Acosta 6 стр.


Ya había llovido mucho desde el año 1965. Y aquel número que, por tantos años había sido un Moloch23 maldito, ahora se había convertido en el símbolo de su revancha.

El Bandol Reserve, que ahora degustaba complacido mientras estaba tendido sobre el sofá en su ático parisino, con una envidiable vista sobre el río Sena, formaba parte de una partida de ciento cincuenta y una mil botellas, justo de este año 1965.

Prácticamente la totalidad de la preciada añada de Bandol Reserve estaba en sus manos, cómodamente dispuesta sobre estantes botelleros de roble numerados, dispuestos ordenadamente en cubas en el convento medieval de Saint Remy, comprado por él y reconvertido en resort y hacienda vinícola.

Aquel vino afrutado, con una sensación al paladar de mora y jazmín, envasado en botellas de color verde esmeralda, tenía un valor aproximado de veintidós millones y medio de euros, al precio de mercado de ciento cincuenta euros por botella.

A lo que se debían añadir los viñedos del convento. Más o menos otros treinta y ocho millones de euros. Por no hablar de los latifundios experimentales de Florianópolis en Brasil y de Algaveros en Chile, donde, desde hacía dos años, en sus límites, era cultivada una vid de Merlot de gran calidad que, según había proyectado, podría convertirse en el Chateaux Lafite de América del Sur. Era el dulce sabor de su triunfo. De todas maneras, habría cambiado encantado el inmenso patrimonio que estaba acumulando por aquello que era el objeto de su obsesiva búsqueda desde hacía tanto tiempo y que ahora, nadie en el mundo, podría impedir.

Mientras estaba inmerso en estos pensamientos y consideraciones el teléfono móvil comenzó a vibrar al tiempo que emitía un débil sonido rítmico.

Dentro de poco la encontraremos dijo sin preámbulos una voz al otro lado del teléfono.

¿Cómo puedes estar seguro?

¿Te he dado alguna vez razones para dudar de mis capacidades?

Dime lo que has descubierto.

¿Has leído los periódicos italianos sobre el caso del hombre muerto en el Gemelli?

Sí, incluso aquí se habla sobre ello. Entonces, es verdad, ahora todo encaja.

Adivina a quién le han encargado la investigación.

Conozco también esto. Debemos movernos rápido.

Sabes que para mí este negocio es prioritario. Debemos vernos en persona y hablar, no me fío del teléfono

De acuerdo, pero tú pégate como una lapa a la fiscal y no despiertes sospechas.

Sin despedirse siquiera interrumpieron la llamada telefónica.

Mientras tanto, a más o menos seis mil kilómetros, Jan Friliver había obtenido el último punto del partido del año con un golpe hacia la línea lateral del campo, de escalofrío, que había roto la desesperada caída a red del tenista chino en la tentativa de anular el punto de partido. Lo había conseguido. El australiano, finalizado el ritual de lanzamiento de las muñequeras sudadas hacia el graderío, alzaría por tercera vez consecutiva el pesado trofeo de plata, delante de chiquillos implorantes que le pedían un autógrafo, armados de bolígrafos y libretas, y una multitud de fotógrafos que comenzaban a amontonarse en los bordes del campo de tenis. Pero estas imágenes, en este momento, pasaban delante de los ojos del hombre que estaba sentado en el sofá como carentes de significado, que, mientras repasaba mentalmente la conversación telefónica, se servía otra copa de Bandol Reserve.

Había conseguido todo de la vida, el poder, el dinero, el éxito. Sólo le faltaba una cosa: el Tiempo. Estaba dispuesto a todo para obtenerlo, en poco tiempo lo podría dominar y se convertiría en su señor y dueño absoluto.

Aquellas fotografías, difuminadas desde hacía decenios, que mostraban dos misteriosas páginas antiguas, escritas en latín y en lengua vulgar, que él custodiaba en la caja fuerte, dentro de nada serían sustituidas por las correspondientes originales. Sonreía mientras le iluminaba la luz de la pantalla LCD, de manera maliciosa y diabólica.

Dios creó el mundo, el Diablo el tiempo. Decía Boris Ostanin.

VII

Civita Castellana, 5 de junio de 1944

La Tercera Compañía Panzergrenadier de la Wermacht estaba acampada en doce tiendas de campaña, más una para uso de comedor y dos como letrinas, fuera de la zona habitada. No había sido posible establecerse en el pueblo antiguo debido a su posición impracticable.

Civita Castellana era un asentamiento cuyo origen se remontaba poco antes del año mil. Como todos los pueblos fortificados de aquel período estaba situado sobre la cima de una escarpada colina, cuyo único acceso era un estrecho y longuísimo puente de al menos cuatrocientos metros, probablemente de la época romana.

Si los militares de la compañía se hubiesen alojado en las casas del pueblo requisadas a la población, o en el viejo cuartel de los Carabineros, tendrían que haber dejado desguarnecidos los cinco carros armados Panzer StuG III F-G, dos de los cañones de artillería ligera de 3,7 cm PaK 35, dos carros y los caballos con las municiones, en la otra parte del puente.

Con los tiempos que corrían no podían arriesgarse a un ataque imprevisto de las brigadas partisanas o de las divisiones americanas que, se decía, avanzaban rápidamente subiendo desde el Lazio después de haber circundado y neutralizado el puesto avanzado alemán de Montecasino.

El teniente de la Wehrmacht, Friedich Von Geberth, había recibido un despacho de la Quinta Compañía aerotransportada del Reich, que se encontraba en la Toscana y que le comunicaba que, en el transcurso de la tarde, llegaría hasta su batallón el capitán del ejército francés Florian Oleaux. Von Geberth se había preguntado porqué un militar francés que apoyaba la República de Vichy había sido mandado en una misión a la Toscana.

El ejército de la nueva República del mariscal Petain no tenía necesidad de desperdiciar sus oficiales en otros frentes, debido a que en el territorio francés los militares del régimen de Vichy tenían ya sus propios quebraderos de cabeza con las brigadas de partisanos que provocaban atentados terroristas y sabotajes un día sí y otro también.

Por lo demás los Servicios de contraespionaje daban por cierto el desembarco de los americanos en cualquier parte de la costa francesa, aunque todavía la Unidad Estratégica del Tercer Reich no había conseguido conocer el lugar exacto.

De todas maneras, el futuro del conflicto bélico era incierto, por lo menos en Italia, donde desde hacía tiempo, los cazabombarderos B52 de la aviación estadounidense sobrevolaban la zona, mientras el ejército conquistaba metro a metro el territorio de la península. Hacía poco que habían llegado a Roma.

En cuanto al capitán francés que había llegado a la Compañía, Von Geberth no sabía gran cosa, salvo que de civil fue un eminente estudioso de la historia medieval, de fama internacional, que había enseñado en muchas importantes universidades, entre las que se encontraban la de Berlín, Madrid y la Sorbona.

El hecho de que el francés hubiese llegado a Civita Castellana acompañado por un oficial de las SS, el mayor Meter Sturlitz, infundía la sospecha de que detrás de toda aquella historia estuviese la garra de Göering, Hess y de sus obsesivas investigaciones sobre la mística, lo oculto y lo arcano.

No era un misterio que el Führer y los jerarcas dirigentes del Partido Nazi cultivasen el culto de una religión que exaltaba la fuerza y el poder del pueblo alemán. El objetivo principal era la consagración de la raza pura que fundaría a continuación el Tercer Reich milenario.

En la base del mito de la raza pura estaba la leyenda sobre un pueblo superior: los arios, llamados también hiperbóreos.

Para el nazismo los descendientes de esta estirpe habrían llegado desde el cielo, sus sacerdotes habrían tenido su sede en el Tibet desde el inicio de los tiempos.

Basándose en estas convicciones Rudolf Hess había promovido desde la Ahnenerbe distintas expediciones empeñadas en demostrar que el pueblo alemán provenía de aquellos descendientes, y había tomado medidas de carácter antropométrico y antropológico.

También es sabía que el Führer y su círculo mágico, formado por los jerarcas nazis y por los más estrechos colaboradores de Hitler, se habían adherido a la sociedad Thule, de la que formaban parte Rudolf Hess y Alfred Rosenberg, pero también muchos hombres de la alta burguesía alemana de la época como Lanz von Leibenfels y Glauer von Sebottendorff

Todo había comenzado recordaba el teniente Von Geberth en 1910 cuando el barón Glauer von Sebottendorff fundó la Sociedad, llamada también Orden Germánico del Santo Grial, una secta esotérica fundada sobre una multiplicidad de filosofías y retazos de pensamientos de lo oculto. Helena Petrovna Blavatsky, célebre médium y ocultista, fundadora de la Sociedad Teosófica Internacional, había mantenido que estaba en contacto telepático con los Antiguos Maestros Desconocidos, que correspondían a los antiguos descendientes de la raza hiperbórea, que habrían vivido entre el Tibet y Nepal, y que después de una catástrofe se habrían refugiado debajo de la tierra, en una ciudad llamada Agarthi, cuya capital era Shambala. Esta legendaria ciudad era nombrada en una antigua leyenda tibetana

El teniente de la Wehrmacht, contrariamente al fanatismo del momento y al pensamiento común que imperaba en Berlín, no era un apasionado de este género de cosas. Por el contrario, consideraba estas teorías el fruto de una propaganda política que poco tenía que ver con la realidad. Él, educado en una familia de rígida educación militar, la cual había contado entre sus miembros con dos generales, el padre y un tío abuelo, que habían pertenecido al ejército del Imperio Alemán (cuando al frente del Imperio estaba la dinastía de los Hohenzollern), no estaba habituado a dejarse engañar por discursos de espiritismo y de ciencia esotérica.

Pensaba más bien, al contrario, que la expansión y el éxito del Reich se conquistarían con la estrategia militar, la coordinación de las fuerzas militares en el campo de batalla, el coraje, la fatiga, el sudor, la sangre, pero no ciertamente con sesiones de espiritismo.

¡Maldito el día en que había comunicado al cuartel general de la Wehrmacht de la Alta Italia haber encontrado aquellas cuatro descoloridas y amarillentas fotografías en blanco y negro que mostraban, a ojo de buen cubero, ser muy antiguas, escritas en latín! Lengua que no conocía, pues se había diplomado en Cálculo Mercantil y Contabilidad en el Handelsinstitut de Baden Baden.

La información había sido enviada a los Servicios de las SS que estaban asentados en el paso del Brennero, que a su vez la habían transmitido enseguida, mediante un cablegrama encriptado, a la cancillería de Rudolf Hess. El jerarca, por motivos para él desconocidos, había dado súbitamente la orden a los oficiales de la Tercera Compañía de custodiar con la máxima discreción y defender celosamente aquellos documentos, incluso a costa de sus vidas. Hasta nueva orden y hasta que llegase una Comisión de Estudio e Investigación que había sido mandada desde Berlín y enviada al puesto.

A las quince y treinta del mismo día llegaron cinco motos con sidecar BMW R75 guiadas por militares de las SS.

Las seguía un todo terreno Stoewer de la Wehrmacht en cuyo interior se encontraban, además del oficial que conducía, tres oficiales, uno de los cuales vestía el uniforme francés del Régimen de Vichy.

El teniente Von Geberth, avisado de la llegada por su ayudante de campo, se precipitó inmediatamente en la plazoleta donde estaban aparcados los carros de combate, justo mientras el Stoewer, frenando bruscamente sobre la gravilla, levantaba una nube de polvo amarillenta que cayó sobre los militares.

Descendieron del coche el oficial de servicio del mayor Peter Sturlitz y el capitán francés Florian Oleaux, mientras que el alto oficial de las SS esperó un minuto largo antes de salir, a su vez, del todo terreno, después de asegurarse que el polvo se había asentado sobre el suelo. Von Geberth, en posición de firmes, recordó con nostalgia cuando, en el 41, todavía oficial de complemento del Primer Regimiento del África Corps destacado en El Bashir, había conocido personalmente al legendario Rommel, El Zorro del Desierto, que se vanagloriaba ante sus oficiales de comer más polvo que galletas y carne en lata. Nada que ver con los donjuanes de Berlín.

Estos pensamientos fueron abruptamente interrumpidos por Sturlitz que, salido del habitáculo del Stoewer, se cuadró con desprecio ante Von Geberth y su ayudante.

No era ni el momento ni el lugar para informar al teniente de posibles transgresiones de sus subordinados, pero después le echaría en cara duramente su barba de tres días y que el cuello del uniforme tuviera el primer botón desabrochado, que revelaba un descuido en el vestir del que un oficial del Tercer Reich no podía, de ninguna manera, sentirse orgulloso.

Podría pasarlo por alto si fuesen soldados, pero un teniente de la Wehrmacht, estuviese donde estuviese y sin importar la situación en que se encontrase, tenía el deber militar y civil de mantener una imagen gélida y altanera.

Von Geberth representaba el Orden del Tercer Reich, esto es lo que le tendría que recordar.

Después del saludo nazi, Sturlitz y Oleaux fueron conducidos a la tienda de campaña de los oficiales por el ayudante de Von Geberth, que mientras tanto se había ido a su alojamiento para recuperar de la caja fuerte de la Compañía las fotografías que habían despertado el interés de parte de los jerarcas de Berlín.

En la tienda, amueblada de la mejor manera con una mesa plegable y seis sillas, además de un trípode donde estaba dispuesto un mapa militar topográfico del territorio, el teniente alemán ofreció a sus huéspedes unos cigarrillos austriacos. Después preguntó al Mayor de las SS y al capitán francés si les apetecería un poco de vino.

Tengo algunas botellas de un blanco excelente, provenientes de Orvieto, a pocos kilómetros de aquí; fueron requisadas durante una inspección en la zona.

Los dos aceptaron la oferta, sobre todo Oleaux que parecía ser un entendido en vinos.

He aquí las fotos que encontramos dijo Von Geberth entregando los documentos al Mayor Sturlitz. No pareció estar muy interesado en las fotografías, a las que apenas dedicó una rápida e inexpresiva mirada, dándoselas a continuación al capitán Oleaux.

Después de un largo minuto en que el francés estudió con atención los documentos, se volvió al teniente de la Wehrmacht para preguntarle, en un alemán bastante comprensible:

Dígame cómo, dónde, cuándo y quién ha podido conseguiros estas fotografías.

Von Geberth, en vez de responder, volvió la mirada hacía su ayudante Gerald Schoene como solicitando su intervención directa para responder de manera pormenorizada a las preguntas del militar francés. Schoene, interpretando la silenciosa petición de su teniente, se dirigió al oficial francés:

Si me lo permite, señor capitán, fui yo quién encontró las fotos y puedo, por lo tanto, responder a vuestras preguntas.

Entonces, hablad solicitó de malas maneras Sturlitz.

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