Si me lo permite, señor capitán, fui yo quién encontró las fotos y puedo, por lo tanto, responder a vuestras preguntas.
Entonces, hablad solicitó de malas maneras Sturlitz.
El ayudante dijo que diez días antes, para ser precisos el 11 de octubre, estaba de inspección en la localidad de Civita Castellana, ya que había recibido el soplo de que existía un escondite de maleantes partisanos dentro de la población.
La operación no había tenido mucho éxito, desde el momento en que en los edificios del antiguo pueblo no había sido encontrado nada que pudiera hacer pensar que los partisanos hubiesen pasado por allí o incluso que hubiese cualquier signo de hostilidad de la población, o de parte de ella, en las relaciones con los militares de la Tercera Compañía. En cambio, justo durante la inspección, el sargento Helmut Marconi, que había entrado en un viejo granero de un caserío del lugar, había encontrado un automóvil italiano, exactamente un Bianchi S9 Sport del año 1929, en donde, en la guantera, aparte del permiso de circulación y un carné del Partido Fascista a nombre de un tal Guido Sereni, habían sido encontradas, en el interior de una pequeña caja de aluminio para tabaco, las cuatro fotografías.
El sargento, ignorante de la lengua que aparecía en los documentos retratados en la foto, le había entregado la documentación a él que, a su vez, después de haber escrito un informe sobre el descubrimiento, había avisado enseguida a Von Geberth entregándole a continuación las fotografías.
Muy bien, ¿se sabe algo de los propietarios de estas fotos intervino Oleaux.
Schoene respondió que habían inspeccionado enseguida el caserío y que habían sido interrogados el susodicho Guido Sereni y su mujer Antonia Polleschi.
El italiano, que en la parte derecha de la frente tenía una gran cicatriz, no había podido aportar elementos útiles a la investigación, ya que era totalmente incapaz de entender nada ni podía hacerlo. Se limitaba a farfullar frases sin sentido. La mujer, durante el registro, había mostrado al pelotón de soldados alemanes un certificado de Real Ejército Italiano donde reconocía una grave invalidez militar al marido que lo había liberado del servicio militar, después de que este, que había pertenecido al Trigésimo de Infantería de asalto Caio Duillo, destinado en Albania, había sido herido en la cara, al inicio del año 42, a causa de la explosión de una granada inglesa.
La deflagración le había extirpado parte del cerebro. Antonia Polleschi había confirmado que las fotos habían sido tomadas efectivamente por Guido Sereni, cuando todavía eran novios, pero no recordaba bien si había sido en el año 1932 o 1933. Ella juraba sobre su cabeza que nunca había sabido dónde había encontrado el marido aquellas páginas, que eran el objeto de las cuatro fotografías. Por tanto no podía ayudar a los militares de la Wehrmacht en la recuperación de los originales. Ni siquiera la señora Polleschi podía contar si, además de las dos páginas fotografiadas, hubiese otras más de las que no sabía nada. Oleaux, después de haber meditado durante un rato sobre esta información, se volvió hacia el Mayor de las SS diciendo:
Está bien, entonces las acciones que debemos desenvolver son dos: yo me ocuparé enseguida del examen de las fotografías y de lo que está escrito en las páginas fotografiadas, usted en cambio verifique que los dos italianos no escondan hechos significativos con respecto a nuestra investigación.
Una mueca de resentimiento se dibujó sobre el rostro del Mayor Sturlitz que en su interior consideraba inadmisible que un francés, además con un grado inferior al suyo, pudiese darle ordenes, a la ligera, a él Mayor de las SS del Tercer Reich y a sus oficiales subalternos. De todas formas, Rudolf Hess había sido muy claro, Florian Oleaux tenía carta blanca y plenos poderes. El francés podía y debía tener libre acceso a todo el proceso de la investigación, a fin de obtener los resultados que el Führer pretendía de él y de los oficiales que componían la Comisión Investigadora.
En todo caso, una vez obtenidos estos resultados por el oficial francés, el Mayor podría recobrar totalmente su libertad de acción y entonces Oleaux no representaría ya para Alemania un recurso fundamental. Y para la Alemania nazi meditaba Sturlitz un individuo insignificante era un individuo que podía ser eliminado.
Mientras tanto habían dado las ocho de la tarde. A los oficiales alemanes y al francés les sirvieron la cena en la tienda de campaña, consistente en vino y queso requisados el día anterior a los campesinos del lugar. Después de lo cual el grupo se despidió y marchó, quedando en que se reunirían al día siguiente.
A Oleaux lo destinaron a una habitación en el cuartel de los Carabineros de Civita Castellana, ubicado fuera del casco urbano. Los carabineros habían abandonado desde hacía tiempo el lugar para echarse al monte. Sturlitz en el fondo sospechaba que ellos se habían adherido a las bandas de subversivos y de canallas que se hacían llamar partisanos.
Como hay Dios, los habría sacado uno a uno, y también ellos, lo mismo que los delincuentes comunes que se habían enrolado en aquellos grupos, serían pasados por las armas.
Oleaux fue acompañado por Gerald Schoene hasta su habitación, después de haber recorrido un largo pasillo iluminado por la débil luz de una sola bombilla. Los muros del pasillo eran de un triste color verde, y estaban completamente desconchados e impregnados de moho.
Sobre las paredes estaba todavía colgado un tablón con las órdenes de servicio con la fecha del 8 de septiembre de 1943. Había además unos viejos cuadros del Duce y del Rey Vittorio Emanuele III, también estos colgados de manera desequilibrada sobre las paredes, parecía que miraban descorazonados afligidos por los presagios de la tragedia que se cernía sobre Italia a los dos huéspedes que estaban de paso.
Después de llegar a su habitación, Oleaux se despidió del ayudante que se apresuró a tranquilizarlo diciéndole que en el cuartel se encontraban también otros seis militares de la Wehrmacht y además un pelotón de fascistas fieles a Mussolini.
Oleaux encontró un catre de campaña apoyado en el muro libre de la estancia, donde estaban colgadas las fotos del Duce y del Rey.
En la otra parte de la cámara, encima de un viejo escritorio, una sobre otra, dos sillas de madera. Completaba el mobiliario un viejo mueble que debía haber servido como depósito de las gruesas carpetas de documentos de la oficina, y una jofaina, parcialmente oxidada, colocada sobre un trípode, la cual estaba flanqueada por un grifo de aluminio esmaltado, al lado del escritorio.
La única fuente de iluminación, debido a que la pequeña lámpara que pendía en el centro de la estancia estaba privada de bombillas, era un flexo colocado sobre un estante al lado del grifo.
Oleaux cerró la puerta tras sí, después se quitó la chaqueta del uniforme y el cinturón con el revólver MAS Mle 35 con el cual dotaba el ejército francés a sus militares. Abrió la bolsa de piel marrón donde se encontraban las fotos, las sacó y las puso de manera ordenada sobre el escritorio, cogiendo a su vez de la bolsa una lupa de 40 x 25 mm.
A primera vista las imágenes parecían amarillentas y muy corrompidas por el tiempo, habiendo perdido aquella pátina de brillantez que era propia de una fotografía nueva o al menos reciente.
Oleaux consideró que el estado de degradación en que se encontraban podía ser debido a la década transcurrida, encerradas y expuestas a las inclemencias del calor, el frío y la humedad, en la guantera del Bianchi S9 Sport. En la parte de atrás de las fotografías estaba escrito el nombre del laboratorio fotográfico que había revelado los negativos, es decir la casa italiana Alfa Tensi, y la fecha, muy difuminada, que a pesar de la lupa podía ser interpretada como 8/01/XIV año de la era Fascista o 8/07/XVI año de la era fascista. Fáciles de leer el día y el año; menos inteligible a los ojos del oficial francés era la lectura del mes, que podía ser 01 (enero) o 07 (julio).
Examinando en completa soledad las 4 fotografías, el hombre no pudo reprimir un nuevo escalofrío de emoción, bien disimulado cuando las había visto por primera vez en presencia de Von Geberth y de Sturlitz.
Lo que había notado, y que deseaba verificar mejor en este momento, provisto de una lupa, fueron aquellas estrellitas estilizadas, dibujadas en todo el contorno de las misteriosas páginas fotografiadas, y que él se preparaba a descifrar.
Pero lo que le produjo un escalofrío de ansiedad fue el dibujo, presente en el ángulo superior de una de las dos páginas, de una minúscula figura femenina inmersa en una bañera con un líquido verde.
Oleaux había ya visto figuras femeninas similares. E incluso las pequeñas estrellas eran inconfundibles. Para un ojo experto como el suyo, las imágenes de aquellas fotografías pertenecían, sin lugar a dudas, al manuscrito sin nombre. Aquel tomo medieval comprado por Wilfrid Voynich en 1912 que el anticuario polaco, naturalizado inglés, había vendido a una biblioteca de los Estados Unidos de América. El volumen, comúnmente llamado Manuscrito Voynich por el nombre del marchante de libros que lo había comprado en Italia a los frailes jesuitas, había sido leído, releído y pasado por el tamiz de millares de historiadores, glotólogos, estudiosos y expertos en esoterismo y en ocultismo.
Pero el libro y la lengua en que estaba escrito permanecían indescifrables. Se podía considerar el enigma más apasionante y emocionante con el cual él, profesor de historia, se había topado hasta este momento.
En contraposición a esto, los misterios, todavía sin resolver, de la escritura etrusca o de la Piedra Rosseta24 eran comparables con rompecabezas para niños.
Y ahora, pensaba con emoción Oleaux, quizás sería posible descifrar la lengua desconocida, penetrar en los secretos del manuscrito que más que ningún otro había suscitado el interés morboso de los historiadores de todo el planeta en los últimos treinta años.
Sobre el Manuscrito Voynich se habían formulado miles de interpretaciones y conjeturas diversas: que el texto había sido escrito en un lenguaje críptico por los herejes cataros, que fuese una mezcolanza de diversas lenguas medievales de Centro Europa, que hubiese sido escrito por un tal Jacobus de Tepenece, médico y alquimista de la corte de Rudolph II de Ausburgo, el emperador que había vivido en el siglo XVII y había sido un apasionado del coleccionismo y las ciencias ocultas, o incluso por Ruggero Bacone, o en fin que fuese un códice medieval que contenía una serie de ritos cuya finalidad era alcanzar la inmortalidad.
Justo esta última hipótesis, fuese cierta o no, pensaba Oleaux, había suscitado el interés espasmódico del Führer, hasta la obsesión. Bajo expresas órdenes de Hitler, los jerarcas nazis habían reutilizado incluso una máquina para cifrar textos, cuyo nombre era Enigma, pero en una versión más compleja de la original, ideada por el ingeniero Arthur Scherbius en 1918.
Enigma cifraba y descifraba los mensajes de manera mecánica y mediante impulsos eléctricos. Cada máquina tenía cinco rotores numerados, distintos entre ellos, y sólo tres de estos eran utilizados en cada una de las sesiones, en un orden y posición diferentes.
Cuando se pulsaba una letra, el primer rotor que había a la derecha giraba un diente. Cuando el primer rotor había cumplido un giro entero (26 pulsaciones, tantas como letras del alfabeto internacional) se ponía en funcionamiento el segundo rotor, que provocaba a su vez otra pulsación.
Después de las 26 pulsaciones del segundo rotor, también el tercero se movía una letra.
Todas estas operaciones hacían que un mensaje pudiese ser descifrado por Enigma con 150 millones de millones de posibles combinaciones diversas.
Y sin embargo, aquel extraño mecanismo, si bien de extrema utilidad para fines bélicos, no había servido para nada a los servicios secretos alemanes para resolver un texto completamente desconocido como aquel que contenía el Manuscrito Voynich.
¡Maldito sea el que ha fotografiado estas páginas! murmuró a regañadientes el francés. Las fotografías debieron ser hechas con un aparato fotográfico sin fuelle. Quizás una Zenith o una Hasselblad, desgraciadamente sin flash. Las páginas fotografiadas no estaban iluminadas de manera homogénea, sólo en la parte superior e inferior. Como si el fotógrafo se hubiese servido de una antorcha eléctrica y hubiese iluminado por sectores cada folio.
El resultado mostraba en la parte central de las dos imágenes el texto en penumbra, ilegible.
Quizás con instrumentos más sofisticados, y ayudado por expertos del sector, habría podido entender qué había escrito en las partes oscurecidas.
El capitán extrajo de la bolsa un cuaderno y un lápiz y comenzó a transcribir el texto en su lengua original para después poder traducirlo en líneas sucesivas.
La primera página tenía en la parte alta la fecha y a continuación la escritura en latín con tinta negra muy desvaída.
Anno Domini 1104
Quod tu venis ad viator terram gaudebunt tempore legis verba sunt praesentia praesentibus et quae futura dies.
Que traducido significaba: Viajero que llegas a esta tierra, lee mis palabras y regocíjate porque tus días son todavía presentes y los días presentes son todavía futuros
Oleaux siguió transcribiendo el texto original:
Verba quae ego non modo ad me vocari.Incertum est mihi mors timore decidit in memoriam immortalitati.
Y la traducción: Las palabras que para mí no tenían sentido ahora son claras en mi pensamiento. La muerte que me aterrorizaba es ahora sólo un vago recuerdo que se atenúa con mi inmortalidad.
¿Entonces era verdad? ¿El manuscrito hablaba de la inmortalidad? El francés continuó, cada vez más concentrado en la traducción del texto en latín.
Mi nombre es Johannes De Fugger, cardenal por la voluntad del Señor de la Santa Romana Iglesia y conde de la ciudad de Aquisgran, durante la coronación inminente de nuestro emperador Enrique V, representante en la tierra del Sacro Romano Imperio.
Por lo tanto era un obispo, un noble imperial, el autor de aquellas páginas, ¿o incluso del manuscrito entero? Sobre este De Fugger no había oído hablar nunca, pero, parecía que el compilador del volumen hubiese sido un alto exponente de la aristocracia o el clero.
Oleaux recordó con una sonrisa las teorías de algunos de sus colegas historiadores y del mismo Wilfrid Voynich, que atribuían la paternidad del manuscrito a John Dee, el célebre mago, astrólogo y filósofo hermético de la época isabelina que había vivido entre el año 1527 y el 1606. Si hubiesen leído estas líneas muchas diatribas académicas se habrían podido ahorrar.
El francés volvió a la traducción del texto de la primera página. Sólo a la parte final, dado que la central era ilegible.
Quiero que las memorias escritas en mis pergaminos y encerradas en este libro, puedan un día ser claras, como un día sin nubes, al viajero, al peregrino, al señor, al caballero o al hombre de iglesia, que sabrá leerlas porque ellas son el camino que conduce a la inmortalidad.
Oleaux se paró, con el pensamiento todavía sobre esta última palabra, que parecía era recurrente en el resto de la primera página. Después cogió las otras dos fotografías que reproducían la segunda página, y las tradujo.
El códice que dejo a la posteridad servirá para desvelar aquello que he visto y escuchado y que juro delante de Dios y de todos los santos que ha sucedido en mi presencia. Que los hechos que aquí recojo sean la prueba de la existencia de las aguas de la salvación y de las plantas de la vida, que estas páginas sean el camino para que el hombre afortunado las utilice al exclusivo servicio de Dios y de los hombres.