La Verdad Y La Verosimilitud - Guido Pagliarino 2 стр.


Pasaron los años, pero el matrimonio no tuvo hijos. Por ese motivo el empresario decidió llamar al papá de Bruno.

Nada más pisar el estudio del doctor Seta el caballero le espetó:

 No tengo herederos, ni siquiera parientes lejanos. No quiero morir y que el estado se quede la fábrica, por qué tienen que meter sus sucias manos, trae mala suerte; aunque mi mujer me sobreviviera no podría encargarse del negocio. Para ella yo ya he hecho lo que tenía que hacer: ho obtenido mis frutos y los he igualado a un tercio de los ingresos de la empresa.

Llegados a este punto se detuvo durante unos instantes, esperando algún signo de admiración por parte de Seta.

 En fin, que cuando yo muera… —dijo, mientras metía una mano en el bolsillo para tocar un clavo que llevaba siempre encima.

Más adelante Bruno descubriría que era un hombre muy supersticioso y que creía que aquel clavo era un amuleto que le había dado suerte toda la vida. Luego prosiguió:

 ...quiero que mi nombre y mi empresa pervivan en la memoria por los siglos de los siglos.

El doctor Seta tuvo que contenerse para no reírse en su cara: «puestos a pedir incluso más que el Imperio romano» pensó. Más tarde se lo repetiría a su hijo, pero en situación consiguió mantener una postura seria.

Mientras tanto, el otro seguía:

 Ahora la empresa se encuentra en una posición formidable. Da montones de beneficios, al contrario que tu chapucilla.

Dijo exactamente eso, chapucilla; sin embargo, el carácter del padre de Bruno le mantuvo impasible, aunque pensara que era «el típico paleto». Le dio la mano a modo de despedida y respondió:

 Lo hablaré con el chico, al fin y al cabo es su decisión. Te diré algo lo antes posible.

Al otro se le quedó una expresión mitad sonrisa mitad mueca, como diciendo: «¿Ahora los críos deciden? ¡Con una oferta como esta!» y se fue; antes, sin embargo, se detuvo en la puerta del estudio, se giró, miró a su alrededor para asegurarse de contar con la atención de las secretarias y dijo:

 Y recuerda: tanto Bruno como sus herederos tendrán que comprometerse por escrito a mantener el nombre de la fábrica con mi nombre: Industrias Caballero Olindo Pittò.

El hombre, notorio ateo, había albergado esperanzas de sobrevivir bajo el nombre de su empresa.

 Â¿Qué opinaría Foscolo? —bromeó el doctor Seta con su hijo al contárselo, citando al poeta de Los sepulcros que tanto amaba—; tú, mientras tanto, piénsatelo, no deja de ser una propuesta interesante. Y ten presente que puedes graduarte igualmente, trabajando y estudiando luego, por la noche; tienes cabeza y determinación para ello.

El papá pidió información de primera calidad sobre la empresa Pittò. Al cabo de unos días aceptaron verbalmente la oferta. No se pactó el testamento, siempre revocable. Bruno adquiriría sus derechos. En cuestión de dos años la empresa individual se transformaría en una sociedad por acciones. Así, el joven trabajaría gratuitamente y se quedaría el diez por ciento de la propiedad, es decir, el dos por ciento por bienio hasta que alcanzara un tercio de las acciones; el resto llegaría mediante legado testamentario cuando el caballero muriera. Para evitarle al hijo un compromiso irrevocable, y teniendo en cuenta que la mayoría de edad —en la Italia de aquellos tiempos— se alcanzaba a los veintiuno, el padre prefirió por el momento acordarlo de palabra, sin actos escritos.

El carácter del empresario salió a la luz casi al instante. A pesar de que se expresaba con propiedad gracias a las abundantes lecturas y por supuesto a la rigurosa escuela primaria de antaño, era más tosco de cuanto las descripciones de papá Seta hubieran traslucido, prepotente con los subordinados y muy humilde con los poderosos, entre los que se incluían los empresarios más ricos que él. Para el hijo Seta, forjado en la libertad y el respeto al prójimo, la harmonía fue difícil.

Bruno entró en la fábrica ese mismo año, en 1963, acompañado de Pittò. El primero se sintió algo intimidado; el otro, el empresario, se mostró arrogante pero abierto, aunque solo esa vez. Se paseó con el aire de un soberano que presenta altamente complacido su reino al príncipe heredero.

Le condujo y le recondujo por todos los rincones del edificio. Seguidamente el tío abuelo le presentó a los dos dirigentes del taller.

 Mi sobrino, el heredero.

El técnico, el señor Tirlotti, era un doble titulado perito químico e industrial con conocimientos de ingeniería valorado con un salario más bajo. El administrativo, el doctor Fringuella, era un cincuentón soltero alto de incipientes entradas, un poco jorobado y extremadamente delgado, de piel amarillenta y nariz enorme. Tenía aspecto de borracho, y seguramente lo estuviera al término de la estancia de Bruno en la fábrica, tal y como evidenciaba el agravamiento de su enfermedad del hígado. En cuestión de ocho meses, Fringuella, escapando de la adustez de trabajos anteriores y contentado con su escaso salario, asumió gracias al jefe el puesto de un tal Dialzi. Su predecesor fue despedido inmediatamente «por haber robado»; curiosamente, jamás fue denunciado a las autoridades judiciales a pesar de que el dinero robado sumara cien millones de liras de la época1 . Además, cosa aún más extraña, el hombre siguió y continuó presentándose casi mensualmente a la fábrica para intentar hablar con el caballero. Se decía, según las orejas espías de Fringuella detrás de la puerta, que el empresario le ofreció al otro una suma de dinero. La certeza fue plena cuando, en una ocasión, aposta y sin fingir en absoluto, el director administrativo entró en la sala, se disculpó por la intrusión y sorprendió a Pittò pagándole a Dialzi. En cuanto el otro se fue el jefe, rojo como un tomate, se acercó al doctor y empezó a excusarse entre balbuceos. Pero, ¿quién le habría creído? «Bueno, es que da pena, ¿no?».

¿Chantaje?

Mientras tanto, según los chismorreos —sobre todo de Fringuella— el joven reunió rápidamente la escasa información disponible sobre Dialzi; quedó huérfano de ambos padres a los dieciséis y fue acogido por el caballero en su neonata empresa artesana a modo de manitas con una paga casi inexistente, con manutención y alojamiento en el laboratorio. Trabajaba independientemente del horario y las ganancias y halagaba al caballero, hombre sensible a las lisonjas. Fue ascendiendo a medida que la empresa crecía, gracias también a su inteligencia, ya que estudiando de noches consiguió sacarse el título de contable. Así pues, se convirtió en director administrativo de la Pittò con el sueldo de un simple empleado. Una de las cosas que, contrarias a la justicia, el caballero más apreciaba era que un trabajador costara menos que la función que desempeñaba y encima no se quejase. No entendía que aquello pudiera implicar menor competencia o dificultad para encontrar trabajo a una edad ya no tan verde, como Fringuella, arriesgándose a un menor apego por el trabajo o hasta rencor por la explotación. Por último, la tacañería podía incluso convertirse en una instigación involuntaria al robo. Bruno pensó que a lo mejor le había pasado precisamente eso a Dialzi a modo de asimilación ilícita y excesiva de un salario inadecuado. Solo el director técnico estaba satisfecho con su paga inferior a la de un ingeniero pero superior al sueldo de un perito, con su doble titulación sin ningún grado; el caballero estaba muy satisfecho con él porque era un apasionado de su profesión, encontraba soluciones y proponía innovaciones siempre en el momento justo. Había creado, entre otros, un polvo que si se mezclaba con agua formaba una sustancia consistente y moldeable muy útil para los apasionados de los trenecitos y los maquetistas para los plásticos; la verdad es que se secaba enseguida y quedaba durísima, capaz de soportar un peso considerable incluso en capas finas. Solo por eso el caballero empezó a fabricarla y a venderla en masa, aunque el producto, que nunca patentó, tuviera funciones más útiles y vastas. Pittò la bautizó con la titánica expresión: Polvo para construir montañas. Se destinaba en gran parte al por mayor y a las tiendas de modelismo y juguetes, en Italia y en el extranjero. Sacó grandes beneficios gracias al bajo coste de producción y a la ausencia de compensación extra alguna para el perito Tirlotti, ya que «lo había creado en horas de trabajo y con el material de la fábrica».

Bruno, que no recibía paga alguna, tenía que situarse por fuerza entre los colaboradores más apreciados del propietario, y la verdad es que así fue al principio. De hecho, gozó de un singular privilegio: el primer día Pittò, tras la visita a las instalaciones, le recibió en su oficina, sentado en la silla de directivo tras el escritorio presidencial; Bruno frente a él, de pie en posición firme. Pittò le dedicó un discurso improvisado de bienvenida y le autorizó en exclusiva a no llamarle caballero, sino simplemente tío. Así lo hubiera hecho el joven de por sí aunque no le hubiera concedido el beneplácito. Sin embargo le dio las gracias. El otro quedó complacido, como si le hubiera entregado a saber qué, pero añadió:

 Obviamente cuando hables de mí con los demás no digas «mi tío», sino «el caballero».

Le dejó al cuidado del doctor Fringuella y le nombró segunda autoridad de la oficina de administración, con un escritorio algo más pequeño que el del director y una tarjeta grabada que rezaba «Bruno Seta - Subdirector administrativo». Ciertamente aquello le proporcionó al joven aprendiz una gran satisfacción. Desgraciadamente dos años después el caballero, eternamente ávido del ahorro, se sinceró con el ya experto Bruno cuando el otro, que ya sospechaba algo, escuchaba tras la puerta:

 Nos quedaremos contigo y echaremos al buitre traidor de Fringuella.

De nada sirvió que el joven le perjurara al doctor que su intención no había sido jamás la de robarle el puesto. Desde entonces y no por su culpa se ganó a un enemigo.

Aparte de las tareas importantes, casi cada día se sucedían otras muchas menos dignas pero que el titular valoraba enormemente. Para ahorrarse la manutención de dos furgones con conductor, de los que hacía uso ocasionalmente para pequeños pedidos, el tío se compró un monovolumen grande que le servía de presentación en los pedidos de la zona, de las que se encargaba él mismo hasta que llegó el sobrino. Cabe mencionar que en la última época se arriesgó a varios accidentes debido a la reciente pérdida visual de un ojo, fruto de una catarata mal operada. Así pues, Bruno se encargó de sustituirle como repartidor complementario en un Mercedes Benz. El caballero, además, le delegó la responsabilidad de su propio conductor. El otro empleado vestía una gorra de chófer incluso en horas de reparto y trabajaba en horas que debería haber tenido libres y que no recibían paga extra. Al fin se quejó a Fringuella, quien le apoyó ante el jefe. Entonces Pittò encontró una solución, simple e inmediata: nombrar gratuitamente al sobrino para el puesto:

 Pruébate la gorra de ese holgazán —le ordenó con indiferencia, entregándosela.

El joven, más asombrado que fastidiado, respondió evasivamente con una pregunta retórica:

 Â¿Pero qué imagen darías si pusieras a tu subdirector heredero de conductor? Pensarán que eres pobre.

Esa palabra mágica desvaneció la gorra y desde entonces ambos se presentarían públicamente con el coche empresarial como familiares que eran, para bien o para mal. Bruno conduciría sin gorra y su tío medio ciego se sentaría a su lado en vez de atrás.

Gracias a aquella extraordinaria tarea el joven conoció en fiestas y reuniones de negocios a decenas de empresarios del momento, protagonistas de lo que más tarde se llamaría el «milagro económico italiano». Gran parte de aquellas empresas cerraron pronto debido a la recesión económica de medidos de los años 60. Solo algunos de ellos —sobre todo gracias a sus hijos y nietos que, a diferencia de los primeros, fueron instruidos en escuelas económicas— vieron prosperar sus empresas; y cuando los fundadores desaparecieron alcanzaron, décadas más tarde, dimensiones mundiales.

La verdad es que pocos de los empresarios que conoció Bruno le cayeron bien. En muchos de ellos se acentuaba seriamente una gran altivez y una escasa formación, la mala educación con los subordinados y la brutalidad contra todos los que, compartiendo las mismas miserias en sus orígenes, no supieron alcanzar la riqueza. A menudo sus esposas eran peores que los maridos, sin contar con el inteligente mérito de haber creado puestos de trabajo. Ante las personas cultas los empresarios manifestaba respeto y cortesía; a sus espaldas, hablándolo entre ellos o en familia, exteriorizaban desprecio. Había mucha envidia hacia los intelectuales, esencialmente por sus títulos académicos: casi todos los empresarios se apresuraban a exhibir el título de caballero o comandante de la República como si solo contara el título y no la cultura. Además ansiaban la adulación.

Pittò no era diferente. Bruno, de naturaleza enemigo de las zalamerías, nunca habría elogiado al tío abuelo si no fuera porque al final se hubiera convertido en su enemigo. En el fondo sabía, por como traslucían algunas frases, que el caballero se lamentaba de que su sobrino estuviera en la universidad y que un día se licenciara. Los exámenes sacaron a la luz las primeras disputas entre ellos. El empresario se enfadaba cada vez que Bruno se ausentaba con motivo de un seminario o un examen. En una ocasión el joven tuvo que cargar con dos exámenes muy próximos el uno del otro; había pasado casi un bienio desde que entrara en la fábrica y pidió un permiso de dos o tres días para repasar. Pittò le chilló:

 Â¡Aquí se trabaja, no te haces el universitario tocacojones! ¿Eres tonto o qué? ¿Eres un empresario y pierdes el tiempo con esas estupideces burocráticas?

Al pensar que trabajaba gratis, sin horarios fijos y al cargo de tareas que no deberían ser suyas y en plena tensión por el pesado estudio nocturno, no pudo contenerse y le chilló de vuelta a pleno pulmón:

 Â¡Tú eres el empresario, no yo, y empiezo a estar harto de los de tu calaña!

 Â¡Piojoso! ¡Piojoso! —respondió el jefe secamente ante todos, alejándose a la par que picaba de manos cada vez más fuerte en señal de desprecio.

Fue en esa ocasión que Fringuella le soltó al joven una frase ambigua:

 Tenía usted razón, señor Seta, pero se ha pasado de rosca con el grito; además, al fin y al cabo es al caballero a quien su familia debe su posición.

Por un instante Bruno creyó que se refería a la promesa de asociación con la empresa. No se imaginaba lo que aquella frase escondía. Solo al cabo del tiempo comprendió las mentiras que iban circulando.

Entretanto la recesión económica hincó fuerte en Italia.

El joven lo consultó con su padre:

 Me da que la empresa está perdiendo impulso; tiene muchos, demasiados créditos que cobrar de clientes morosos. Cabe la posibilidad de una crisis de liquidez, y con los costes fijos que la empresa tiene que cubrir, como la nueva maquinaria que aún hay que pagar, el riesgo es notorio.

Papá Seta respondió calmosamente:

 Mientras dure no vas a firmar ningún contrato con tu tío, aunque dudo que lo proponga. Y te aconsejo que en los próximos meses estés atento a cómo evolucionan las cosas; tan poco tiempo no dice nada. Puede que sea una crisis pasajera. Tirar dos años por la borda sin estar seguro sería una mala elección.

Назад Дальше