Los cientÃficos y la parte de la tripulación que iba a disfrutar del primer turno de descanso estaba deseosa de relajarse, algunos que no tenÃan familia con unas vacaciones tranquilas, algunos en la paz doméstica reencontrándose con sus seres queridos después de la larga separación. Los familiares, por el contrario, no sufrÃan la sensación de separación, pues para ellos pasaba muy poco tiempo hasta volver a reunirse. Tras la primeras experiencias, los viajeros y sus seres queridos se habÃan acostumbrado a las consecuencias de ese anacronismo, entre las cuales estaba el envejecimiento de quien se habÃa ido, aunque no fuera muy evidente, porque por este motivo, además de por el estrés que conllevaban, las misiones no podÃan durar más de tres meses. A diferencia de lo que habÃa previsto Einstein para los viajes especiales simples a velocidad próxima a la de la luz, según la cual el astronauta seguirÃa siendo joven y los habitantes de la Tierra habrÃan envejecido, las expediciones con saltos temporales no influÃan en la edad del cronoastronauta, solo sufrÃan la acción envejecedora natural debida al transcurrir de los meses durante las estancias en otros planetas y, para los cronoviajes, en la Tierra del pasado.
Las comunicaciones desde y hacia nuestro planeta habÃan permanecido interrumpidas desde el salto de la nave 22 al planeta extraterrestre, algo que se hacÃa por razones de seguridad, según los reglamentos, a partir de la distancia de un millón de kilómetros de la órbita lunar: sin embargo las transmisiones de radio y televisión eran completamente inútiles, pues al viajar las ondas a una velocidad que apenas se acercaba a la lentÃsima de la luz, habrÃan llegado al planeta mucho tiempo después: al planeta 2A Centauri habrÃan llegado desde la Tierra cerca de 4,36 años más tarde,27 cuando los exploradores ya habrÃan vuelto hacÃa rato. Siempre era asà en los viajes espaciales y, evidentemente, a causa del desfase cronológico, también en los viajes en el tiempo: las cronoastronautas estaban completamente aislados, su única âcomunicaciónâ, por decirlo asÃ, eran los llamados âcongeladosâ, con lo que se referÃan a todas las informaciones relativas a la Tierra, desde la historia más antigua a la más reciente, tratadas por los procesadores electrónicos públicos del mundo e incluidas justo en el momento de partir en la memoria de la computadora de a bordo y, para ciertos datos, también en las individuales de los miembros de la tripulación y de los investigadores: también esos procesadores personales, a pesar de su extrema pequeñez, eran potentÃsimos, con capacidad de memoria y prestaciones inimaginables en el momento de los primeros dispositivos electrónicos personales del siglo XX y los mismos PC de las primeras décadas del 2000.
Apenas entraron en órbita, la comandante Ferraris habÃa ordenado abrir el contacto con el astropuerto de Roma, en el cual se proponÃan desembarcar los investigadores y el personal de permiso.
¡Sorpresa!
Aunque la rigurosa disciplina de a bordo habÃa impedido a la tripulación expresar sus emociones, la situación con la que se habÃan topado era repentinamente muy alarmante: ¡las comunicaciones con tierra eran en alemán! Sin embargo, desde hacÃa mucho tiempo, la lengua universal era el inglés, aunque no habÃan desaparecido otros idiomas, entre ellos, la lengua de Goethe y de Hitler, que todavÃa se hablaba en la intimidad, como en un tiempo habÃa pasado con los dialectos.
Como iban a entender enseguida la tripulación y los estudiosos de la 22, habÃa pasado algo históricamente terrible y los esperaba allà en tierra, algo que iba a trastornar su alegrÃa y que ya habÃa anulado, como si no hubiera pasado, aquella buena vida de la que durante ochenta años habÃa disfrutado Europa y mucho otros paÃses y a la cual ya se acercaba el resto de la Tierra gracias a un pacto entre todos los estados del mundo, acordado en 2120, que habÃa llevado, a partir del ejemplo de casos históricos precedentes en distintas zonas,28 a un mercado internacional sin aduanas, considerado por todos como un primer esbozo de una unión polÃtica mundial: sobre la experiencia histórica no se pretendÃa crear, como segunda fase, una moneda única sin haber unido antes polÃticamente al mundo y constituido al mismo tiempo un instituto de emisión central global dotado de plenos poderes monetarios; se tenÃa en cuenta la amarga lección de la Europa de los primeros años del 2000 en los que el euro habÃa precedido a la unión polÃtica con graves daños para muchos estados miembros, necesitados en cierto momento de más moneda sin que pudiera venir en su auxilio un instituto autónomo europeo de emisión, situación por la cual la propia unión habÃa estado durante un tiempo a punto de disolverse, hasta que prevaleció la razón y se constituyó la Confederación29 polÃtica europea, con la propia Banca Central de emisión. Por otra parte, la historia de la Tierra ya habÃa sufrido especialmente antes de aquella primera crisis europea, su conclusión y los consiguientes ochentas años prósperos y pacÃficos que la habÃan seguido: en el siglo XX, el mundo habÃa pasado por dos guerras mundiales terribles, con decenas de millones de muertos, y diversos conflictos locales y, una vez vencida la fiera nazifascista, habÃa sufrido la llamada guerra frÃa entre Occidente y la Unión Soviética; pero esa historia era pasado, en casi todo el mundo, por la muerte liberadora de la otra dictadura polÃtica, el comunismo; aunque se habÃa encontrado con el capitalismo extremo y la consiguiente quiebra de la espiritualidad. Finalmente, a mediados del siglo XXI, se habÃa producido el despegue, que concluyó con el logro de una condición pacÃfica y próspera imposible de imaginar en los siglos anteriores.
Esa condición benigna se habÃa desvanecido y era en ese momento historia alternativa. HabÃa igualmente una paz mundial, pero no liberal, basada, como ignoraban por el momento los embarcados en la cápsula 22, en una Segunda Guerra Mundial alternativa, disputada con bombas disgregadoras y ganada por la Alemania nazi; se trataba de una paz que, parafraseando un antiguo dicho latino,30 en realidad era solo un desierto en el alma, que habÃa comportado la desaparición de razas enteras: primero la judÃa, aniquilada, y luego la negra africana reducida por completo a la esclavitud y obligada a trabajar de forma inhumana hasta provocar casi su extinción. Solo se habÃa respetado a los pueblos de las llamadas âraza amarillaâ y âraza árabeâ, ya que pseudoestudios antropológicos habÃan declarado que se trataba de pueblos paralelos derivados de una división evolutiva de la estirpe indo-aria, producida doscientos mil años antes; en realidad, los motivos habÃan sido prácticos: por un lado, casi con seguridad a la relativamente poco numerosa ârazaâ aria que habÃa conquistado el mundo le habrÃa sido imposible exterminar del todo a la enorme población de piel amarilla; por otro, en el siglo XX los árabes habÃan sido, igual que los nazis, firmes enemigos de los judÃos, es más, habÃan sido aliados de Alemania en la guerra de espÃas de la década de 1930 y esto les habÃa granjeado la magnanimidad de Hitler, aunque les habÃa resultado bastante difÃcil a los antropólogos nazis justificar la discriminación, teniendo los judÃos y los árabes el mismo origen semita.
Los encargados de las comunicaciones de la nave 22, sin descomponerse, aunque, como todos, con el ánimo por los suelos, y sin necesidad de recibir las órdenes de la comandante, habÃan activado, sin decir ni una palabra, uno de los traductores automáticos de a bordo, que eran bidireccionales y, con la excusa de que la palabras no habÃan llegado con claridad, habÃan solicitado que las repitieran. Se habÃa recuperado la comunicación con Roma, expresada en inglés internacional, a través del traductor de la computadora: se trataba de órdenes normales de servicio por parte de los encargados del tráfico astroportuario. Se habÃan seguido al pie de la letra pero aunque la disciplina del personal a bordo, aprendida en las academias por los oficiales y los suboficiales del Cuerpo Astronáutico, habÃa evitado tropiezos y tal vez problemas, los corazones de todos latÃan con fuerza.
La comandante habÃa hecho que las videocámaras de la cápsula 22 tomaran imágenes cercanas de la Tierra desde la órbita en que giraba la aeronave, evitando lanzar satélites exploradores a otras órbitas para que nadie sospechara en la Tierra, dado que no esto habrÃa estado conforme con la práctica de reentrada.
Después de reflexionar y consultar con el primer oficial, capitán Marius Blanchin, un parisino de treinta años y metro noventa, flaco, de pelo rojo y ojos verdes heredados de su madre irlandesa, Margherita habÃa decidido descender personalmente al astropuerto para una inspección directa, para tratar de comprender un poco mejor la situación antes de asumir otras iniciativas. Como no conocÃa el alemán, aunque tenÃa un traductor incluido en el micropersonal, habÃa pedido a Valerio Faro que la acompañara, dado que este entendÃa y hablaba ese idioma con fluidez, pues lo habÃa estudiado a fondo en su momento, para su trabajo de fin de carrera en Historia de las Doctrinas Económicas y Sociales, centrada en las obras del alemán Karl Marx, y lo habÃa usado posteriormente para otras investigaciones históricas: Margherita juzgaba que, en caso de que fuera necesario expresarse en alemán cara a cara con alguien, serÃa oportuno que hablara directamente alguien que conociera bien la lengua, sin hacerlo a través de instrumentos, reduciendo asà el riesgo de ser descubiertos.
Entretanto, usando uno de los traductores automáticos de a bordo, la comandante habÃa pedido a Roma autorización para tomar tierra con una disco-lanzadera. Se la habÃan concedido sin problemas. En Margherita se habÃa reforzado la idea, que ya le habÃa venido al constatar que no habÃa habido tropiezos en tierra, de que la comandancia del astropuerto sencillamente conocÃa la misión.
Un tal Paul Ricoeur, soldado del pelotón de InfanterÃa de Astromarina que habÃa sido asignado a la aeronave con responsabilidades de protección, habÃa ocupado su puesto en el disco junto a la comandante, Valerio Faro y la piloto sargento Jolanda Castro Rabal. Cada uno de los cuatro llevaba consigo un paralizador individual.
Al llegar a tierra habÃan visto, asombrados, que en el mástil que remataba la torre del astropuerto de Roma ondeaba la bandera de la Alemania nazi, en lugar del habitual azul turquesa con estrellas doradas dispuestas en cÃrculo de los Estados Confederados de Europa.
La comandante habÃa ordenado a la piloto: âJolanda, quédate en el disco, mantente en estado de preascenso y estate lista para despegarâ, tras lo cual habÃa desembarcado con los demás. Entraron en el edificio del astropuerto. Aquà el trÃo se habÃa topado con diversos sÃmbolos nazis; entre otros, habÃan encontrado un gran bajorrelieve conmemorativo que homenajeaba a âAdolf Hitler I, Duce y Emperador de la Tierra y Conquistador de la Lunaâ y, oyendo hablar en alemán a las personas con las que se cruzaban y viendo a algunas saludarse con el brazo en alto, como en el Tercer Reich, los tres habÃan verificado sin ninguna duda que se encontraban en una sociedad polÃticamente muy distinta de la suya, en la que no habÃa espacio para la democracia viva que habÃan dejado cuando partieron, sino que en ella dominaba el nazismo.
Mientras el pequeño grupo volvÃa sobre sus pasos, Margherita habÃa susurrado vacilante a sus dos compañeros: âPodrÃa tratarse de un problema desencadenado por nosotros mismos debido a un mal funcionamiento del dispositivo Cronosâ.
Apenas llegados a bordo de la lanzadera, habÃa ordenado a la piloto la vuelta a la nave.
En los pocos minutos necesarios para llegar a la aeronave, el pensamiento de todos se habÃa dedicado a las respectivas familias; si habrÃan podido encontrar a sus seres queridos e incluso si existirÃan: Margherita habÃa dejado en nuestra Tierra padre, madre y una hermana menor, también ingeniera, pero civil, y con un estudio profesional; Valerio a su mamá, un hermano casado y dos sobrinos; la piloto, a su marido; el soldado, a su esposa y una hija.
Solo era seguro que aquel desorden temporal no habÃa afectado a la tripulación ni a los pasajeros de la cronoastronave, porque ninguno se habÃa englobado, ni siquiera psicológicamente, en la nueva sociedad nazi.
La comandante se proponÃa recoger, tan pronto como estuviera a bordo, noticias de esta nueva y desconocida Tierra alternativa conectándose a un archivo histórico a través de una de las computadoras principales de la nave, pero con precaución.
En el momento de salir del disco en el astrohangar, Valerio Faro le habÃa dicho: âMargherita, he estado pensando y tal vez te equivocas: el problema puede haberse debido, no a nuestra nave al volver, sino a una cápsula de exploración en el pasado y tal vez no nos haya influido debido a la lejanÃa de la Tierra de la 22 durante el cambio históricoâ.
âHmmâ¦â, habÃa reflexionado ella murmurando.
Ãl habÃa continuado: âMargherita, a pesar de las grandes cautelas que impone la ley para los viajes al pasado de la Tierra, no puede existir la certeza absoluta de que no se haya modificado el futuro. ¿Qué crees? ¿No es tal vez posible que los daños provengan de la cápsula 9? Te acuerdas, ¿no? ¿Que solo un par de dÃas antes de que iniciáramos el vuelo hacia 2A Centauri habÃa saltado a la Italia de 1933, con el equipo histórico del profesor Monti?â
âTal vez tengas razónâ.
Efectivamente, aunque hasta entonces ninguna misión histórica habÃa interferido con los acontecimientos de la Tierra, habiendo respetado todas siempre las órdenes gubernativas de no injerencia, un accidente no era sin embargo del todo imposible, hasta el punto de que, como recordaba la historia, la primera cronoexpedición histórica habÃa podido crear un problema temporal: uno de los discos, mientras se encontraba en 1947 en una exploración a baja cota sobre Nuevo México, fue avistado y atacado por una formación de bombarderos de la USAF y dañado poco después por baterÃas antiaéreas de la aviación militar situadas cerca de allÃ. La lanzadera, dañada, tuvo que aterrizar en una localidad desértica cerca de Roswell y los cuatro ocupantes fueron embarcados rápidamente en otro disco y puestos a salvo. No se habÃa producido ningún desorden temporal solo gracias a un dispositivo particular del que estaban dotados todas la lanzaderas y que el piloto habÃa activado antes de abandonarla: un dispositivo que habÃa fundido todas las partes útiles para posibles trabajos de ingenierÃa inversa, por lo que la chatarra recuperada no habÃa podido servir a las fuerzas armadas de Estados Unidos.