Esa no fue solo la primera entrevista de mi vida. Fue especialmente cuando me di cuenta de que el trabajo del periodista serÃa la única opción posible para mÃ. Y fue el momento en el que experimenté por primera vez esa extraña alquimia, casi una magia sutil que se establece entre el entrevistado y el entrevistador.
Una entrevista puede ser la fórmula matemática de la verdad o una actuación inútil y vanidosa. La entrevista es también un arma poderosa en manos del periodista, que tiene el poder de elegir complacer al entrevistado o servir y apasionar al lector.
En lo que a mà respecta, la entrevista también es mucho más; es una confrontación psicológica, es una sesión de psicoanálisis. En el cual tanto el entrevistado como el entrevistador permanecen involucrados.
Como Marchese de Vilallonga más tarde me dijo, en una de las entrevistas en este libro, "el secreto está en el estado de gracia que se crea cuando el periodista deja de ser tal y se convierte en el amigo a quien se le cuenta todo. También lo que no le dice a un periodistaâ.
La entrevista es la práctica del arte socrático de mayéutica, la habilidad del periodista para extraer los pensamientos más sinceros del entrevistado, de empujarlo a bajar el guardia, de sorprenderlo mientras cuenta y se cuenta sin filtros.
No siempre se logra esta magia particular. Pero cuando sucede, entonces nos enfrentamos a una buena entrevista. Algo más que una ida y vuelta estéril, nada que ver con la imprudente vanidad del periodista que solo señala una primicia .
En más de treinta años de actividad periodÃstica conocà celebridades, jefes de estado, primeros ministros, lÃderes religiosos y polÃticos. Pero debo admitir que no es con ellos que he sentido una verdadera forma de empatÃa.
Para la formación cultural, y familiar, deberÃa haberme sentido de su lado, de la parte de aquellas mujeres y hombres que estaban en el poder, que tenÃan el poder de decidir sobre el destino de millones de personas, sus vidas y, a menudo, su muerte. A veces el futuro de pueblos enteros.
Pero nunca ha sido asÃ. La empatÃa, la corriente de simpatÃa, la emoción y la excitación que sentà cuando conocà a los rebeldes, los luchadores, los que estaban listos â y lo demostraronâ a sacrificar sus vidas, a menudo tranquila y agradable, por sus ideales.
Eran un jefe revolucionario con el pasamontañas, se reunieron en una cabaña en la selva en México, o de una madre coraje que estaba tratando, con dignidad, pero con firmeza, para saber la verdad sobre el horrible final de sus hijos, desaparecidos en el Chile de Pinochet.
Ellos son los verdaderos poderosos.
Grotteria, agosto 2017
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Las entrevistas recogidas en este libro han sido publicadas, en un perÃodo que va desde 1993 a 2006, sobre los periódicos para los que he trabajado en el curso de los años, como enviado o el corresponsal, en su mayorÃa de América latina y el Lejano Oriente: el semanario Panorama y LâEspresso , y diarios Il Tempo, Il Corriere della Sera y La Repubblica y algunos para la RAI .
Mantuve deliberadamente la forma original en la que se escribieron, a veces en la estructura tradicional de la pregunta/respuesta, y otras veces en el más coloquial de los entrecomillados .
Elegà preceder a las entrevistas individuales con una introducción que ayudarÃa al lector a orientarse en el espacio y el tiempo en el que se crearon.
1
Subcomandante Marcos
¡Venceremos! (tarde o temprano)
Chiapas,México, San Cristóbal de Las Casas, Hotel Flamboyant. El mensaje estaba escondido debajo de la puerta de la habitación:
Es necesario partir hoy a la Selva.
Cita en la recepción a 19.
Llevar botas de montaña, una manta,
una mochila y comida enlatada.
Solo tengo una hora y media para armar estas pocas cosas. Mi objetivo es en el corazón de la jungla. En la frontera entre México y Guatemala, donde comienza la Selva Lacandona, uno de los pocos lugares del mundo completamente inexplorados. Por el momento, solo hay un "operador turÃstico" muy especial capaz de llevarme hasta allÃ. Llama al subcomandante Marcos y la Selva Lacandona es su último refugio.
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Lo que, todavÃa hoy, probablemente me hace sentir más orgulloso en mi carrera es, sin duda, esta reunión con el subcomandante Marcos en la selva Lacandona de Chiapas, México, en abril de 1995, por el semanario Sette del Corriere della Sera; primer periodista italiano en entrevistarlo (Realmente no sé si acababa de ir a ver al simpatizante y omnipresente Gianni Minà antes), pero mucho antes de que el mÃtico subcomandante, con su eterno pasamontañas negro, dio vida en los años siguientes a una especie de auténtica "oficina de prensa de la guerrilla" quien subÃa y bajaba de su refugio en la selva a periodistas de todas partes.
HabÃan pasado casi dos semanas desde que, en los últimos dÃas de marzo de 1995, el avión de la Ciudad de México aterrizó en el pequeño aeropuerto militar de Tuxla Gutiérrez, capital de Chiapas. En la pista rodaban aviones con insignias del ejército mexicano y vehÃculos militares apostados en los bordes. En una tierra tan grande como un tercio de Italia vivÃan tres millones de habitantes.
La mayorÃa de ellos con sangre india en las venas: doscientos cincuenta mil descendientes directos de los mayas.
Estaba en una de las áreas más pobres del mundo: el noventa por ciento de los indios no tenÃan agua potable. Sesenta y tres por ciento eran analfabetos.
Me pareció muy claro: por un lado, los terratenientes blancos, pequeños y ricos. Por otro lado, los campesinos, muchos, y quienes tomaron en promedio siete pesos: menos de diez dólares por dÃa. Para estas personas, la esperanza de sublevación comenzó el 1 de enero de 1994. Mientras México firmaba un tratado de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá, un soldado encapuchado revolucionario declaró la guerra al paÃs: a caballo, armados con fusiles - algunos reales (pocos), otros falsos, de madera - dos mil hombres del Ejército de Liberación Nacional Zapatista ocuparon San Cristóbal de Las Casas, la antigua capital de Chiapas, Palabra de la Orden: "Tierra y libertad".
Hoy sabemos cómo terminó la primera ronda, la decisiva: los cincuenta mil soldados que fueron enviados con sus vehÃculos blindados ganaron la marea de la revuelta. ¿Y Marcos? ¿Cuál fue el final del hombre que de alguna manera habÃa revivido la leyenda de Emiliano Zapata, el héroe de la revolución mexicana de 1910?
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7 pm, Hotel Flamboyant: nuestro contacto llega a tiempo. Se llama Antonio, es un periodista mexicano que en la Selva subió no una, sino diez, veinte veces. Por supuesto, ahora no es como hace un año, cuando Marcos estaba relativamente tranquilo con su familia en el pequeño pueblo de Guadalupe Tepeyac, cerca de la Selva, armado con un teléfono móvil, computadora, conexión a Internet, preparado para recibir los enviados de tv americana. Hoy nada ha cambiado para los indios, pero para Marcos y su gente todo ha cambiado: después de la última ofensiva del gobierno, los lÃderes zapatistas realmente tuvieron que esconderse en la montaña. No hay teléfonos allÃ, no hay electricidad. Ni caminos: nada.
El colectivo (como llaman a estos extraños microbuses de taxi) corre rápido entre las curvas cerradas de la noche. En el interior hay un olor a sudor y tela húmeda. Se tarda dos horas para llegar a Ocosingo, un pueblo a las puertas de la selva. En las animadas calles, las niñas con largo cabello negro y rasgos indios se rÃen. Y tantos soldados, en todas partes. Las habitaciones del único hotel no tienen ventanas, sólo una rejilla en la puerta. Parece estar en una cárcel. En las noticias de la radio: "Hoy el padre de Marcos ha declarado: mi hijo, el profesor universitario Rafael Sebastián Guillen Vicente, 38 años, nacido en Tampico, es el subcomandante Marcos".
A la mañana siguiente tenemos un nuevo guÃa. Se llama Porfirio. Ãl también es indio.
A bordo de su camión, se necesitan casi siete horas de baches y polvo para llegar a Lacandon, el último pueblo. Ahà termina el camino de tierra. Y comienza la Selva. No llueve, pero el barro aún llega a las rodillas. Se duerme en algunas barracas en la jungla, a lo largo del trayecto. Después de dos dÃas de marcha apretada y agotadora, en la inhóspita jungla, sofocada por la humedad, llegamos a la aldea. La comunidad se llama Giardin ; estamos en el área de Montes Azules . Casi doscientas personas viven allÃ. Todos viejos, niños y mujeres. Los hombres están en guerra. Nos recibieron bien. Pocas personas saben español. Todos hablan tzeltal, el dialecto maya. "¿Encontraremos a Marcos?" Preguntamos. "Puede darse", dice Porfirio.
A las tres de la mañana nos despertamos con cuidado: debemos irnos, no hay luna, sino muchas estrellas, a media hora de marcha para llegar a una cabaña. En el interior puedes sentir la presencia de tres hombres. Es todo negro, como sus pasamontañas. En el retrato provisto por el gobierno, Marcos es un profesor graduado en filosofÃa con una tesis sobre Althusser y una especialización al Sorbona de ParÃs. Ahora, para romper el silencio en la cabaña, llega una voz en francés: "Tenemos solo veinte minutos. Prefiero hablar en español, si no hay problemas. Soy el subcomandante Marcos. Es mejor no usar la grabadora porque si la grabación fue interceptada, serÃa un problema para todos, en primer lugar para usted. Aunque oficialmente estamos en un momento de tregua, en realidad me están buscando en todos los sentidos. Pregúntame lo que quieras".
¿Por qué se hace llamar subcomandante?
Dicen de mÃ: "Marcos es el jefe". No es verdad Los lÃderes son ellos, el pueblo zapatista, solo tengo funciones de responsabilidad militar. Me instruyeron para hablar porque sé español. Mis compañeros hablan a través de mÃ. Solo obedezco
Diez años de clandestinidad son muchos... ¿Cómo vives en la montaña?
Leo. De los doce libros que traje conmigo en la Selva, uno es el Canto General , de Pablo Neruda. Otro es el de Don Quijote ...
Y ¿entonces?
Y luego los dÃas, los años pasan en nuestra lucha. Ver la misma pobreza todos los dÃas, la misma injusticia... No puedes quedarte aquà sin el deseo de luchar, cambiar, aumentar. A menos que seas un cÃnico o un hijo de puta. Luego están las cosas que los periodistas generalmente no me preguntan. Y es que aquà en la Selva, a veces, debemos comer ratones y beber la orina de los compañeros para no morir de sed en largas transferencias... todo acá.
¿Qué falta? ¿Qué ha dejado?
Me falta el azúcar. Y un par de medias secas. Siempre mantener los pies mojados, dÃa y noche, en el frÃo, es algo que no deseo para nadie. Y luego el azúcar: es lo único que la Selva no te da, tienes que hacer que venga de lejos, para la fatiga fÃsica serÃa necesario. Para aquellos de nosotros que venimos de la ciudad, ciertos recuerdos son una especie de masoquismo. Repetimos: "¿Recuerdas los helados de Coyoacán? ¿Y los tacos de la División del Norte? Recuerdos. Aquà si se captura un faisán u otro animal hace falta esperar tres o cuatro horas para que esté listo, Y si la tropa está desesperada por el hambre y lo come crudo, al dÃa siguiente es diarrea para todos. Aquà la vida es diferente, todo se ve de otra forma... Ah, sÃ, me preguntó qué dejé en la ciudad. Un boleto para el metro, una montaña de libros, un cuaderno lleno de poesÃa... y algunos amigos. No muchos, algunos.
¿Cuándo mostrará su cara?
No lo sé. Creo que nuestro pasa-montañas también tiene un significado ideológico positivo, corresponde a la concepción de nuestra revolución, que no es individual, que no tiene cabeza. Todos somos Marcos con el pasa-montañas.
Pero para el gobierno, ella esconde su rostro porque tiene algo que esconder...
Esos no entendieron nada. Pero el verdadero problema no es ni siquiera el gobierno, sino las fuerzas reaccionarias de Chiapas, los agricultores y los terratenientes de la zona, con sus "guardias blancas" privadas. No creo que haya mucha diferencia entre la actitud racista tradicional de un hombre blanco de Sudáfrica contra un hombre negro y la de un terrateniente de Chiapas en comparación con un indio. Aquà la esperanza de vida para un indio es de 50-60 años para los hombres y 45-50 para las mujeres.
¿Y los niños?
La mortalidad infantil es muy alta. Ahora también le cuento la historia de Paticha. Una vez, hace algún tiempo, al pasar de un área de la Selva a otra, pasamos por una pequeña comunidad, muy pobre, donde un camarada zapatista siempre nos recibÃa con una niña de tres a cuatro años. Llamaron a Patricia, pero su nombre lo pronunció como "Paticha". Le pregunté qué querÃa hacer cuando fuera grande, y ella siempre me respondió: "la guerrilla". Una noche la encontramos con fiebre alta. No tenÃamos antibióticos y habrá tenido cuarenta o más fiebre. La ropa mojada se secó sobre ella como una estufa. Ella murió en mis brazos. Patricia no tenÃa un certificado de nacimiento. Y no tenÃa uno de muerte. Para México nunca existió, ni siquiera su muerte ha existido alguna vez. AquÃ, esta es la realidad de los Indios de Chiapas.