El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés 4 стр.


Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.

El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.

Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:¡Te adoro, ángel mío!

Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidadrepuso Carlota, igualmente ruborizada.

Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.

Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.

Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la cabeza descubierta.

Mario reconoció en seguida al violinista.

Buenas noches, D. Pantaleón Buenas noches, D.ª Carolina Buenas noches, Presentacioncita Buenas noches, señores ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?

La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.

Buenas noches, Timoteo, buenas noches.

Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.

¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.

Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.

Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:

¡Calma, niña, calma!

¡Sí, sí, calma! ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando!exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.

Buenas noches, Carlotitadijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco.No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.

Abre el paraguas, Carlotadijo Presentación por lo bajo.

Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.

Buenas noches, Presentacioncitadijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.

Buenas nochesrespondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.

Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Monteraprofirió el artista abriendo la boca un poco más.

Puede serrepuso Presentación sin dejar de mirar al frente.

Estaba usted comprando unas enaguas.

¡Enaguas!replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar.¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!

Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.

Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.

D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.

Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que se compra.

Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.

D.ª Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.

¡Hija, ten un poco de educación!añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.

Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.

Oiga usted, Timoteodijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños.¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?

¿Lo último? Un stornello titulado Día de sol.

¡Qué bonito es!

¿Le gusta a usted?preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.

¡Muchísimo! Es precioso precioso

¿Quiere usted oírlo otra vez?

¡Ya lo creo!

Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncitadijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.

El caso esmanifestó la maligna joven con tristezaque nos vamos a ir pronto.

Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida Verá usted.

Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.

Vamosdecía en tanto Presentación a su hermana,el Día de sol nos librará de la lluvia.

¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva?repuso aquélla sonriendo.

¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?exclamó enfurecida la otra.

Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.

¡Niña! ¡niña!

¿Qué le duele a usted, D. Laureano?

A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?

¡Niña! ¡niña!

¿Qué le duele a usted, D. Laureano?

A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?

Eso cuénteselo usted a mamá.

¿A mi, niña?exclamó vivamente doña Carolina.¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre?Y volviéndose hacía Romadonga:Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.

Eso es No lo he juzgado convenientecorroboró D. Pantaleón dirigiendo una mirada tímida a su mujer.

Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota. Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios, entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la mesa inmediata.

¿Qué es eso, D.ª Rafaela, no lee usted hoy La Correspondencia?

Ya la he leído, querida No trae más que esquelas de defunción.

¿Pues y la noticia del matrimonio de la infanta?

No sé nada. Ya sabe usted que yo no leo más que los anuncios.

No era una señora en la acepción que se da usualmente a la palabra, ni tampoco una mujer del pueblo. Participaba de ambas clases. No gastaba sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.

Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.

D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.

Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre ya ve usted Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es ¿para qué más de la verdad? pero el otro el otro es una alhaja, un bendito ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón! Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.

Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:

Ya sé, ya sé, querida, que usted y él ¡vamos! Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas

¡Ah, sí, Moreno!

¡Un moreno bien desaborío! tan desgarbadote y tan sucio Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!

Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.

Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:

No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser presentado.¿A mí qué me cuentas? le respondí. Díselo a tu papá.Es que yo no me atrevo Si tú te encargasesEstá bien, hija, para mí han de ser todos los apuros.» Y armándome de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?

D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión.

Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D. Laureano?Perfectamente.Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.

Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos D. Laureano le dijo familiarmente:

Adiós, Concha: hasta mañana.

Buenas nochesrespondió ella sonriendo tímidamente.

Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo mismo a D. Pantaleón que a su esposa.

Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja, aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:

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