El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés 5 стр.


Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu papá acostumbra a retirarse a esta hora y ahora más que nunca necesitamos tenerle contento, ¿verdad?añadió con un guiño picaresco.

Luego, volviéndose a su marido:

Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.

Bien, pues vámonos yarespondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla.

Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.

Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo, eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo, pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más. Comprendía que era una humillación, pero no tenía fuerzas para resistir al anhelo de confesarse.

Adolfo.

¿Qué hay?respondió éste sin apartar la vista del periódico.

Dame la enhorabuena.

Al pronunciar estas palabras se ruborizó.

¡Ah, sí!exclamó el otro alzando la cabeza y mirándole con sonrisa entre burlona y benévola.Al cabo has logrado la dicha de sentarte a la misma mesa que D. Pantaleón Sánchez.

Como tú comprenderás, Adolfo, lo que menos me importa a mí es D. Pantaleón. Lo que me interesaba, y mucho, era hablar con su hija. No puedes figurarte la impresión que he sentido. Ya sabes que estaba enamorado, ¡pero de verdad! Pues bien, ahora lo estoy mucho más, cien veces más. ¡Qué mujer tan simpática! ¡Qué tranquilidad, qué dulzura respiran todas sus palabras y movimientos! ¡Qué timbre de voz tan delicioso! Parece que viene impregnado de la claridad y armonía que reinan en su alma. Es una voz que suena más en el corazón que en el oído, que nada dice a los sentidos, que despierta el anhelo de las alegrías íntimas y serenas del hogar; una voz hecha como los bálsamos para curar las heridas que el mundo nos infiere Nada nos hemos dicho de nuestro amor, pero en el brillo de sus ojos, en el cuidado con que evitaba el mirarme, he gustado más dicha que si me prometiese amarme eternamente. El único signo que advertí de su emoción fue cuando le di la mano al acercarme. ¡Qué encarnada se puso la pobrecita!

Moreno continuaba sonriendo con la misma condescendencia, mientras su amigo se desahogaba tan fogosamente. Al cabo le atajó.

No te forjes muchas ilusiones por eso del rubor ni te subas al trípode. El rubor es un fenómeno muy prosaico, querido. No significa más que un cambio de la circulación sanguínea. Las arterias, al aumentar o disminuir de diámetro, enrojecen la piel o la hacen empalidecer. Ni te vayas a figurar que sólo las vírgenes se ruborizan, o que sea este fenómeno privativo del ser humano. Los animales también se enrojecen. El conejo es un animal tan sensible que con la más leve impresión se tiñen de carmín sus orejas, y se ha observado que los conejos jóvenes se enrojecen más fácilmente que los viejos.

Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin murmuró entre triste y colérico:

Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos jóvenes?

No yo no quería decirte Es simplemente un dato fisiológico.

Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo. Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.

Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajos relieves de Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura de la Niobé de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella

No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado; una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla teclear después de comer alguna sonata de Beethoven y que me dejen libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo, sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.

Permíteme, queridomanifestó Moreno extendiendo la diestra con solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa.Más vale que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos tampoco En cambio se encuentra algo semejante establecido entre ciertos monos ordinarios. Y desde luego entre los antropoides. El chimpanzé y el gorila suelen constituir familia.

La exhibición de este preciosísimo dato le dejó tan satisfecho que, en el exceso de su alegría, tosió dos o tres veces de un modo modesto, indicando que estaba dispuesto a rechazar toda enhorabuena. Acto continuo echó mano a la botella de agua, se escanció un vaso y lo apuró lentamente con majestuoso ademán, a fin de serenarse.

Mario le contemplaba fijamente.

Mira, Adolfodijo al fin procurando reprimir la indignación,yo nunca he dudado de tu ciencia. Reconozco que sabes mucho más que yo, y aunque a mí no me interesen gran cosa los Bochimanos, les concedo toda la importancia que tú quieras, por más que tú mismo dices que son unos salvajes Pero, francamenteañadió poniéndose fuertemente colorado y clavando una mirada colérica en la mesa,eso de que hablándote yo de mi amor por Carlota, que es un ángel bajado del cielo, me saques a relucir el gorila y el chimpanzé, no es decente no es decente ¡vamos, que no es decente!

III

Vivió desde aquella noche memorable en un estado de exaltación próximo a la locura. En su casa dejó de ser, con sorpresa de la patrona, el huésped silencioso, tolerante, que ésta se complacía en ofrecer de modelo a los demás. Se mostró impaciente, huraño, imperioso; armaba con la criada cada pelotera que la vajilla retemblaba con los apóstrofes; todo porque le había servido el almuerzo diez minutos más tarde de lo que le había ordenado, o no había podido llevarle el sombrero a planchar. De igual modo andaba constantemente a la greña con la planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma D.ª Romana, su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a veces de sus violentísimos apóstrofes.

Pero, D. Mariodecía la diplomática señora mientras los ricitos postizos de su cabeza se agitaban con elocuencia,¿cómo quiere usted que la comida esté sazonada o no se la sirvan fría, cómo quiere usted que le tenga el cuarto arreglado a tiempo ni las cosas a punto, si desde hace una temporada no tiene hora fija para nada; tan pronto se le ocurre almorzar a las once como a las dos, unas veces se levanta a las siete de la mañana, otras duerme hasta las tres de la tarde? Y sobre esto, los criados siempre en danza, a casa del sastre, del camisero, a llevar cartas y recados a la calle de Ramales.

Era el mismo Evangelio lo que la buena señora alegaba. Los tirabuzones sujetos a su frente lo corroboraban con vivos movimientos de trepidación. Mario cometía estos desórdenes y otros más. La causa estaba en la calle de Ramales, bien lo sabía D.ª Romana; pero no se atrevía a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ¿qué culpa tenía Carlota de que se levantase a las seis de la mañana, habiéndole dicho la noche anterior que oiría misa a las diez en el Sacramento? ¿Ni por qué pedía a grandes voces el almuerzo a las once, si le constaba que hasta las dos lo menos no había de salir de tiendas D.ª Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro joven perdiese la razón al ver una minúscula arruga en el planchado de los puños o las botas sin el conveniente brillo, porque no tenía la costumbre de reconocer minuciosamente ni los puños ni las botas de su novio. Es más, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad de las botas, era tan bonachona que se lo perdonaría sin gran esfuerzo.

Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito después de la oficina a casa de D. Pantaleón. Poco después, un día sí y otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa y a tiendas, en que casualmente se tropezaban. Pero no bastaba todavía a calmar las ansias amorosas del escultor. Todavía ideó el acudir también algunas mañanas a casa de su novia con diferentes pretextos; luego descaradamente y todos los días. De modo que, lo que decía confidencialmente D.ª Carolina a la señora Rafaela:Hija, estos muchachos no me dejan tiempo para arreglar mi casa ni para vigilar la cocina; no puedo cepillar la ropa a Pantaleón, no puedo escribir una carta, no puedo hacer una visita. ¡Siempre clavada a la silla en el gabinete! Luego, si Presentación me ayudase un poco a soportar la carga; pero ¡que si quieres!

En efecto, cuando por algún apuro imprescindible D.ª Carolina la llamaba para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanecía fuera, Presentación levantaba los brazos al cielo exclamando:

¡Dios mío, qué pecado habré cometido para desempeñar tan joven estos papeles!

Y si la señora tardaba mucho, se escapaba diciendo:

No puedo más. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.

En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:

¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches!

No puedo másrepetía huyendo,no puedo más. La carga es superior a mis fuerzas.

D.ª Carolina, por estas y otras contrariedades, tenía frecuentes accesos de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces, de esta marejada salpicaba también alguna espuma a Mario. Pero no se daba por ofendido; al contrario, sentía cierto deleite en que la mamá de su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le parecía que de tal modo se acortaba cada vez más la distancia que mediaba para ser su hijo.

Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era D. Pantaleón. No lo parecía. Mario hallaba en él un hombre grave, pero dulce, afectuoso, de una cortesía exquisita. Apenas se le sentía en la casa. Sin embargo, D.ª Carolina, a quien trasmitía sus órdenes, estaba siempre pendiente de ellas, y no daba jamás un paso sin consultarle y pedirle la venia. Así que nuestro joven, a fuerza de sentir su influencia en todos los momentos sin escuchar su voz, sin ver el ademán imperativo de su diestra, había llegado a profesarle un respeto profundísimo, una veneración sin límites, contemplando su cara enigmática y misteriosa como la de un dios impenetrable. Cuando le tropezaba por los pasillos de la casa, y sucedía bastantes veces, porque el Sr. Sánchez era muy dado a pasear por ellos con zapatillas, le daba un vuelco en el corazón y le saludaba con una turbación que, lejos de disminuir, aumentaba cada día.He aquí el hombrese decía al apartarse de élen cuyas manos se encuentra mi felicidad o mi desgracia.

La influencia de D. Pantaleón se sentía en todos los momentos y se extendía a los pormenores más insignificantes de la vida doméstica. Para salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para suscribirse al periódico de modas, para cambiar de panadero, se necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba asfixiante, pero se sometía.

La vida de aquel déspota no podía ser más sencilla. Levantábase invariablemente a las nueve de la mañana, y después de desayunarse terminaba la lectura de La Época, que había comenzado la noche anterior. La leía toda, hasta el folletín y los anuncios, encerrado en su habitación, sin que bajo ningún pretexto consintiese D.ª Carolina que se le fuese a interrumpir. Esta escrupulosidad concienzuda aplicada a la lectura de un periódico, que ordinariamente suele hacerse a la ligera, ¿no es indicio de un carácter reflexivo a investigador, de una inteligencia firme y ansiosa de nutrirse? El curso de la presente historia lo dejará cumplidamente demostrado. Aquella lectura, trivial para la mayor parte de los hombres, despertaba en el cerebro de Sánchez copiosa serie de pensamientos graves o frívolos, según su orden.

Para meditarlos, para clasificarlos, para extraerles el jugo, se salía al pasillo, y envuelto en su bata alfombrada y provisto de silenciosas zapatillas suizas, paseaba grave y acompasadamente hasta la hora de almorzar. Después del almuerzo y de reposar algunos minutos, se salía a dar un largo paseo contemplativo por el Retiro. Cualquiera que le viese recorriendo lentamente, con las manos atrás y la cabeza inclinada hacia la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputaríale por un ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y hasta inútil en la sociedad. ¡Cuán engañosas son las apariencias! Algo así pensaban los habitantes de la ciudad de Heidelberg cuando el gran Emmanuel Kant cruzaba de paseo con su paraguas bajo el brazo. Y si le hallasen sentado en un banco frente al Estanque grande, inmóvil, con la mirada fija, tal vez imaginaran que aquel hombre no pensaba en nada. Y así era, en efecto. D. Pantaleón en aquellos momentos tenía el pensamiento tan inmóvil como su cuerpo; yacía entregado a una sensación de bienestar animal, que inundaba su ser como una ola tibia y lo paralizaba. Muchas veces duerme así el espíritu cuando se prepara a una actividad enérgica, como el luchador que reposa para disponer de toda la fuerza de sus músculos. El genio dormía en el fondo de su alma, sin que nadie, ¡nadie! ni él mismo, sospechase su presencia.

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