Fue en el primer domingo de Agosto. Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid. Los esposos Sánchez no mantenían amistad muy íntima con esta familia; pero comprendiendo todo el lustre que sobre la fiesta recaería si lograban que asistiese a ella, les escribieron una rendida carta. Los señores de Corneta, que así se llamaba el presidente de la Liga, respondieron con una muy amable esquela aceptando y enviando al propio tiempo una precisa licorera, que enriqueció la serie de regalos que los novios recibieron en aquellos días. D.ª Carolina los había colocado todos en un gabinete de la casa en medio de una bonita decoración de percalina para que hiciesen más impresión. Había muchos y muy lindos, pero entre todos predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto, que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación atenta de los fenómenos meteorológicos.
El primer domingo de Agosto amaneció tan espléndido, tan claro y caliente como casi todos sus colegas del estío en Madrid. Los asistentes a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado delante de un confesonario. Nada tenía de particular. Pero en el confesonario de enfrente había una joven también vestida de negro con la cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. Así lo entendieron los fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron ojo mientras duró la confesión.
El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.
«Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el venturoso Mario.
Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D. Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.
El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y soñador no olvidaba ningún pormenor interesante, había contratado el día antes un piano mecánico. No fue obstáculo el calor para que aquella juventud florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenesí. Un caballero tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los demás le imitaron. Se bailó en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a los hombres de negocios en momentos de alegría. Así y todo, se sudaba como en los primeros días de la creación. Las mejillas de las damas echaban fuego. ¡Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolvía en aquel instante el corazón del violinista del café del Siglo, qué bien se refrescarían!
A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que D.ª Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña puso el grito en el cielo. Y en estas simpáticas disposiciones hacia el violinista fue a la boda de su hermana. ¡Qué había de suceder! Un desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplicó en el alma al causante de todo.
Presentacioncita, ¿me haría usted el honor de bailar conmigo esta polka?
Gracias, no bailo.
Pocos instantes después llega otro joven y le hace la misma invitación. Presentación vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonríe maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odiosísimo sujeto, a quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su organismo.
Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que no medita o ejecuta alguna acción vergonzosa, a llevar los libros de comercio en dos camiserías de la calle del Príncipe. De aquí que pretendiese eclipsar a todos los demás por el brillo y la forma de su cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con lunares blancos. Timoteo sentía la superioridad de Grass en este punto, pero antes le hicieran rajas que confesarlo.
Presentación era, con mucho, la más linda de las niñas que la industria y el comercio habían enviado a la boda de Mario. Por eso todos los jóvenes le bailaban el agua, acudían a servirla y festejarla como un tropel de esclavos. Quién solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la niña, que había mostrado siempre marcada inclinación a las pompas mundanas, se puso insufrible. Parecía una sultana cruel y despótica. A fuerza de ver inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sabía ella misma lo que quería. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permitía sentarse a sus pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con ademán feroz y viento fresco. Unas veces exigía que le contasen algo, otras les obligaba a permanecer inmóviles y silenciosos. Fortuna fue que no se le ocurrierra mandar ahorcar de un árbol a Timoteo, porque en el estado en que se hallaban los espíritus, ¡quién sabe lo que sucedería!
Pero el que logró presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atención de la bella fue Grass. Y esto no sólo por el prestigio de su corbata, sino porque además era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus frases, un poema de gracia. Cuando tenía que referirse a su propia cabeza, la llamaba «la calabaza.» «Yo conocí en Sevilla una señoradecíaque comía por la boca.»
Poseía asimismo una imaginación fecunda y audaz para toda clase de farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el modo de andar de cualquier persona. Corría y brincaba con agilidad pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de tiple, de tenor, de barítono y bajo, y se sabía que proyectaba figuras en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente, era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados. Claro está que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los elegía entre las jóvenes más lindas. Y aunque todas le servían con agrado y diligencia, se distinguía particularmente por su entusiasmo Presentación. ¡Las diabluras que aquel hombre festivo llevó a cabo con ella, sacándole monedas del pelo, de las narices, del cuello!
¡Timoteo ansiaba beber su sangre!
A las once, poco más o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta tenía la misma elegante figura que un carnicero en día de fiesta. Pequeño, obeso, colorado, con gabán muy largo, las enormes manos aprisionadas por guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la fábrica de ladrillo refractario, todo le salía de una vez a la cara, pugnando por arrojarse sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ¡Qué modo de tender la mano mirando hacia otro lado! ¡Qué voz ruda e impertinente para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad más protectora. Y, sin embargo, mucho más protectoras aún las miradas, las sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final. Los dos pimpollos vestían con pintoresca elegancia, y la mamá, a pesar de sus años, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas; con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia de su gloria. Las tres venían provistas de sendos impertinentes, con los cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios. Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos.
¿No viene Juanito?preguntó no se sabe quién.
¡Oh, Juanito!
Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegría que les impidió responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio microscópico de aquellos curiosos seres.
Juanito no acostumbra a levantarse a estas horasdijo al cabo una de ellas.
«¡A estas horas! ¡Las once de la mañana! ¡Qué elegancia! ¡qué distinción!» pensaban los dependientes a quienes el hado adverso obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los días.
La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores, donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases amabilísimas, de las cuales tanto D.ª Carolina como su digno esposo D. Pantaleón conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.
Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las señoritas de Corneta en cuanto a brillo aristocrático y gracia protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades adquirían maravilloso relieve. Cuando tomaban la palabra quizá algún crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor. Tal vez le arrastrase su espíritu analítico a encontrar algún vago parecido entre estas distinguidas señoritas y las jóvenes que comercian con churros y buñuelos en los parajes excéntricos de la población. Y ¡quién sabe! una vez puesto el pie en el camino de la investigación, es posible que llegara a explicar este fenómeno por las leyes de la evolución, viendo en él la supervivencia o degeneración patológica de las aptitudes orgánicas de su abuela, que freía y vendía tales comestibles cerca de la puerta de Segovia. Pero como en aquella florida juventud comercial no imperaban los procedimientos analíticos, se aceptaron sin controversia alguna el señorío y los privilegios de las citadas señoritas y se las colocó en el cenador en unión de sus papás como dioses mayores, a quienes D.ª Carolina y D. Pantaleón y algunas otras personas de edad asistían como dioses menores.
Por esta razón y porque nadie podía disputar a Presentación el premio de la belleza, aquélla continuó imperando despóticamente entre los jóvenes invitados. Su caballero era siempre el odioso Grass, como observaba cada vez con mayor encono Timoteo. Pero de vez en cuando dirigía intensas miradas del lado de Godofredo Llot. Esto no lo observaba Timoteo. Aquel piadoso joven apenas si osaba corresponder levantando de vez en cuando hacia ella sus ojos místicos. La mayor parte del tiempo parecía no advertir la honrosa atención de que era objeto, embargado sin duda por los graves pensamientos ascéticos que continuamente ocupaban su mente.
Después de almorzar, bastante después, cerca ya de las cuatro de la tarde, apareció a lo lejos la silueta elegantísima del primogénito del Sr. Corneta. Se acercó sonriente, benigno, y todos pudieron admirar sus botas de gamuza, el pantalón de punto con botoncitos de nácar a los lados y la preciosa americana de franela que ceñía su talle. Este arreo campestre y el látigo con que venía azotando suavemente las ramas de los arbustos demostraba que había llegado a caballo. Los jóvenes dependientes, al verle, quedaron petrificados de respeto y admiración. Juanito era miembro del club de los Salvajes, y en calidad de tal solía ponerse el frac todas las noches; tenía queridas, caballos, desafíos y deudas, y pronunciaba mal las erres. A pesar de esto, hay que confesar que en aquella ocasión no abusó demasiado del prestigio y la gloria que el cielo había derramado próvidamente sobre él. Saludó al concurso con impensada afabilidad, llevándose dos o tres veces el látigo a las narices, y dijo con voz bastante clara que se alegraba de encontrarse entre tantas chicas bonitas; así; palabras textuales. Naturalmente, las jóvenes, al escuchar tan favorable sentencia, temblaron de gozo, se ruborizaron hasta las orejas y la guardaron en el fondo de su corazón como recuerdo de aquella dichosa tarde. Juanito estaba dotado de mil preciosas cualidades que saltaban a la vista; pero la que realmente le caracterizaba era la languidez. Imposible imaginarse nada más lánguido que este glorioso joven. Cuando hablaba, cuando sonreía, cuando se atusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una irresistible languidez resplandecía debajo de estos actos vulgares.
Presentación no pudo resistirla. Se encontró subyugada desde el primer momento. En cuanto el joven Corneta, dando pruebas de buen gusto, se acercó a ella y le hizo el honor de dirigirle algunas palabras galantes, ¡adiós Grass! ¡adiós Godofredo también! Aquellos lindos ojos maliciosos ya no tuvieron miradas sino para Corneta; aquella fresca boca movible sólo para él formó sonrisas.
Timoteo observó esto con mezcla de dolor y satisfacción. Le apenaba el entusiasmo de su ídolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le llenaba de regocijo. Y en la expansión de su alegría amarga no pudo menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se empeñaba todavía en imponerse a la atención por medio de sus ridículos juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una pulla de mal gusto. Grass no hizo caso. Volvió a la carga con otra: tampoco el catalán se dio por ofendido. Era hombre de buena pasta y amigo de las bromas. Mas el violinista llegó a ponerse tan agresivo, que al fin no pudo menos de decirle seriamente, suspendiendo su juego:
Oiga usted, amigo, ruego a usted que sea más comedido en las bromas; de otro modo, me parece que no vamos a parar bien.
Timoteo sonrió ferozmente. Y sin tomar nota de esta severa advertencia, al poco rato volvió a las reticencias y sarcasmos; de tal suerte que Grass perdió al cabo la paciencia. Ciego de ira alzó la mano y el dulce sosiego del bosque fue turbado por una estrepitosa bofetada.