Riverita - Armando Palacio Valdés 5 стр.


Hablaba de carrera y sin detenerse cual si le hubiesen dado cuerda.

Cuando terminó el panegírico, volvió a poner los ojos en su sitio, y el rostro perdió repentinamente su expresión animada, como si el mecanismo interior se hubiese parado.

Paisaje de las orillas del Nilomanifestó Romillo.

De aquí salieron las siete vacas gordas y las siete flacas que vio José en sueños, ¿no es verdad?preguntó doña Martina mientras miraba con atención por los cristales.

Justamentecontestó Hojeda,las que simbolizaban los años de abundancia y de miseria. ¿No anda por ahí el palacio de Faraón, Martinita?

No señor, no le veo; lo que sí hay son unos animales muy feos, así como serpientes grandes

A ver, mamá, déjame verdijo Carlitos con mucho afán.

Su mamá le puso el estereoscopio delante.

Son cocodrilosmanifestó enseguida el niño con suficiencia.Pertenecen a la clase de los reptiles, orden de los saurios, familia de los crocodílidos.

¡Mucho, mucho, chico!manifestó el coronel con la misma sorna.

Todos los animales se dividen en cinco tipos

¿Nada mas?

No señor, nada más: vertebrados, articulados, moluscos, radiados y heteremorfos Lo que hay es que después se dividen en clases, órdenes, familias, géneros y especies Los vertebrados se dividen en cinco clases: mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces; los mamíferos en catorce órdenes: bimanos, cuadrumanos, quirópteros, insectívoros, fieras, pinnípedos

Vamos, niño, bastadijo a esta sazón don Bernardo, que comenzaba a ver lo ridículo de todo aquello.

Roedores, desdentados, proboscideos, paquidermos

¡Basta te digo, niño!

Solípedos, rumiantes, sirenios y cetáceos.

¡Si no te callas, Carlitos, voy allá y te arranco las orejas! Cuidado con lo cargante que se pone este chiquillo algunas veces!

¡Anda, bien empleado te está, por farol!le dijo por lo bajo Enrique.

Déjele V., amigo Rivera, déjele V. esplayarse. ¿V. no sabe que la ciencia a veces produce indigestiones?manifestó el coronel.

Carlitos cerró la boca muy mohíno.

El templo de Santa Sofía en Constantinoplavea V., coroneldijo Romillo.

¡Hombre, muy hermoso! No sabía yo que en Constantinopla hubiese un templo semejante. ¡Qué columnas tan preciosas! ¡qué columnas!

Vea V., D. Facundo, vea V.dijo Romillo quitándoselo al coronel y poniéndoselo delante al boticario.

Al mismo tiempo apretó un resorte que el aparato tenía, y trocó la vista del templo por la de una figura obscena. Sólo para esta broma había comprado y traído el estereoscopio.

Hojeda apartó instantáneamente los ojos horrorizado, y encarándose con el coronel, le preguntó con retintín:

¿Y le gusta a V. esto, coronel? ¡No están malas columnas!

El coronel le miró sorprendido.

A ver, a verdijeron todos.

Romillo volvió a colocar la vista primitiva, que fue muy celebrada. Entonces D. Facundo, viéndole sonreír, cayó en la broma y comenzó a dirigirle miradas iracundas; y hasta se acercó a él disimuladamente para decirle por lo bajo con voz irritada:

¡Parece mentira que un joven bien educado traiga aquí esas porquerías!

¿Qué tiene V., D. Facundo?preguntó Juanito en voz alta.

El boticario, desconcertado con la audacia de aquel mequetrefe, contestó lleno de confusión:

Nada, nada; le preguntaba a V. si aún faltaban muchas vistas porque deseo retirarme temprano esta noche.

Si no te molesta mucho, Facundodijo don Bernardo,desearía que te quedases un ratito aún con nosotros. Tengo una sorpresa que darte

Molestarme de ningún modo aguardaré lo que tú quieras

El estereoscopio continuó dando juego algún tiempo, y mientras lo daba, apareció en el comedor el último retoño de los Sres. de Rivera, que venía dormido en brazos de la nodriza. Era una niña de catorce meses, de carita ovalada y pálida, con cierta expresión triste y reflexiva.

Aquí está mi Serafinaexclamó la madre llena de gozo y orgullo.

Los tertulios fueron depositando un beso en la frente de la criatura, procurando no despertarla, y la nodriza se retiró.

Terminaron al fin las vistas. Romillo guardó su estereoscopio, no sin recibir antes algunas miradas como saetazos del indignado Hojeda. Valle había conseguido acercarse a la primogénita de los Rivera, y procuraba entretenerla agradablemente hablándole de sus muchísimas ocupaciones, lo requerido y solicitado que era de todo el mundo, los aplausos que ganaba donde quiera que pedía la palabra, etc., etc. Los niños habían formado un grupo y se divertían en un rincón, exceptuando el comedido Vicente, que se paseaba silenciosamente a lo largo de la estancia, bien resuelto a no ser confundido con aquella chiquillería. Doña Martina, el coronel, Romillo y Hojeda, formaban el núcleo de la tertulia, departiendo alegremente en torno de la mesa, mientras el señor de Rivera se mantenía un poco alejado de ellos con un periódico en la mano. Al cabo, dejándolo sobre la mesa y acercándose, les dijo soplando antes repetidas veces:

Voy a darles a VV. una noticia que creo ha de serles grata, dada la amistad que me profesan y el cariño y el interés con que han compartido hasta ahora, lo mismo nuestros pesares que nuestras alegrías.

Todos alzaron la cabeza con sorpresa.

Pero antes de dársela, les ruego que me aguarden aquí algunos instantes. Trataré de ser breve, para que la curiosidad no les pique mucho tiempo.

Y salió del comedor.

¿De qué se trata, doña Martina, de qué se trata?preguntaron a una voz todos.

Señores, yo no lo sé tampocorepuso ésta, dejando no obstante adivinar en sus ojos gozosos que lo sabía perfectamente.

Vamos, Martinita, dígalo V.

¡No lo sé, Hojeda, no lo sé!

Señores, aguardemos, ya que doña Martina no quiere decirlomanifestó Romillo.D. Bernardo no puede tardar mucho.

Tardó, sin embargo, más de lo que contaban; un buen cuarto de hora lo menos. Al fin se oyó en el pasillo algo como repiqueteo de armas y espuelas, y apareció en la puerta el Sr. de Rivera vestido de máscara.

Gran asombro en todos los circunstantes.

Pero, ¿qué es eso, D. Bernardo?

Señoresdijo éste solemnemente;el capítulo de caballeros de la orden de San Juan de Jerusalem, me ha hecho la honra de recibirme en su seno. Aquí me tienen VV. de gran uniforme

Muy lindo, Rivera, muy lindo está V. admirablementedijo el coronel, sin poder comprenderse bien, por la entonación, si hablaba seria o irónicamente. Lo más cierto debía ser lo último, porque D. Bernardo estaba hecho un verdadero adefesio. El uniforme era de color rojo subido. Parecía una langosta cocida; y para que la semejanza fuese más notable, la muchedumbre de cordones y correas que le envolvían remedaban bastante bien las antenas de aquel animalucho. Un espadón disforme le colgaba de la cintura; el tricornio estaba adornado con plumas.

¡Y qué calladito se lo tenía!dijo Valle.

Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultórepuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.

¡Y qué calladito se lo tenía!dijo Valle.

Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultórepuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.

Está muy bien, ¿no es verdad?preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.

Admirable, señora, admirablecontestó el coronel con voz cavernosa.A ver Rivera, dé V. la vuelta para que le examinemos por todas partes

D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida. Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo. Después que se hubo desahogado, bajó la cabeza lleno de confusión y vergüenza. D. Bernardo se retiró inmediatamente, y en el comedor hubo unos momentos de silencio embarazoso. Hojeda, para templar el mal efecto de la imprudencia del niño, se apresuró a entablar conversación acerca de la orden de San Juan, haciendo de ella y de sus miembros calurosos elogios. Sin embargo, doña Martina, que estaba realmente enojada, al cabo de pocos minutos llamó al ayo de los niños para que subiera a acostarlos, y ordenó al lacayo que condujese a Miguel a su casa.

El chico se despidió, todavía confuso, de la tertulia, y dejó la casa de su tío, situada en la calle del Prado, y se fue paso entre paso con el lacayo hasta la suya, que estaba en la del Arenal.

IV

El abuelo de Miguel había sido uno de los negociantes más ricos de Madrid durante el reinado de Fernando VII. Al morir dejó a cada uno de sus tres hijos, Bernardo, Manuel (de quien hablaremos en seguida) y Fernando, una renta de catorce o quince mil duros, que sólo D. Bernardo había conseguido, merced a ciertas negociaciones con el Tesoro, aumentar considerablemente. La de Fernando permanecía en tal estado; y en cuanto a la de Manuel, se había mermado bastante.

Fernando, el último de los hermanos y padre de Miguel, era un hombre de rostro enjuto y avinagrado, como D. Bernardo, cejas espesas y terribles bigotes. Nadie diría que detrás de este rostro imponente y marcial, se ocultaba un espíritu fino y sensible como el de una damisela, y que debajo de la cruz laureada de San Fernando, ganada por un acto de arrojo que asombró a la nación, latía un corazón de paloma. Nada más cierto, sin embargo. Aquellos bigotes terribles no servían, en realidad, más que para que todo el mundo se subiese a ellos: y el más encaramado de todos era Miguel, a quien su padre no sabía negar nada, que hacía cuanto se le antojaba, fuese tuerto o derecho, y que con su mala educación daba pie a que se dijese lo que su tío le había dicho aquella tarde.

Cuando llegó a casa y fue a dar las buenas noches a su papá, encontró a éste sentado en una butaca de su gabinete, fumando y envuelto en la sombra que proyectaba la pantalla del quinqué.

Buenas noches, papá.

Buenas noches, hijo mío.

Miguel se acercó para darle un beso. El brigadier le retuvo entre sus rodillas acariciándole los cabellos.

¿Cómo lo has pasado en casa de tu tío?

Bien.

¿Te has divertido mucho?

Bastante.

¿Supongo que no habréis hecho ninguna travesura que enfadase a la tía Martina?

No, papárespondió el chico sin vacilar, y le contó todo lo que había hecho aquella tarde, omitiendo lo que bien le pareció.

Bien, así me gusta. Ahora tendrás ya deseos de irte a la cama, ¿verdad? Vaya, pues a la cama, hijo mío, a la cama..... No quiero retenerte más..... a la cama, a la cama.....

Sin embargo, seguía reteniéndole entre las rodillas. Al fin Miguel, forzándolas un poco, logró salir de ellas, y se dirigió a la puerta. Cuando ya estaba cerca, volvió a llamarle su padre.

Oyes, Miguel..... ¿No te ha hablado tu tío Bernardo? preguntole con voz algo alterada.

Miguel se detuvo y no contestó.

¿No te ha hablado de cierto asunto?

Símurmuró el chico, también cortado.

¿Y qué te ha dicho? Cuenta.....

Miguel comenzó a colocarse los dedos de la mano izquierda unos sobre otros y no dijo palabra.

¿No te ha dicho que ibas a tener pronto una mamá?articuló el brigadier cada vez más turbado.

Símurmuró sordamente el niño.

¿Y qué te parece a ti de eso, Miguel?....

Silencio sepulcral por parte de éste.

Vamos, ven aquí, tonto, ven aquíle dijo con voz cariñosa; y metiéndole de nuevo entre sus rodillas, comenzó a besarle con afán.

¿No es verdad que a ti no te disgusta tener una mamá? ¿No ves cómo todos tus amigos la tienen menos tú? Ya verás cómo la quieres pero nunca más que a mí, ¿no es cierto? Y cuando vayas al colegio ya podrás decir a los compañeros:Tengo una mamá, como vosotros Y lo mismo a tus primos Enrique y Carlos Y saldrás con ella a paseo en coche para que todos la vean. Ella, que es muy buena, te ha de querer mucho, y tú no la darás ningún disgusto, ¿verdad? Ya te conoce por el retrato Y tú la conocerás muy pronto a ella ¿Quieres conocerla ahora mismo?

Y con mano febril, por donde se podía adivinar el grado de apasionamiento a que el brigadier había llegado, sacó del bolsillo una cartera y de la cartera un retrato de mujer, que puso delante de los ojos a su hijo.

Mírala, ¿te gusta?

Miguel la echó una rápida mirada por complacer a su padre y bajó la cabeza en señal afirmativa.

Vamosdijo el brigadier en voz baja y temblorosa,dala un beso.

El chico obedeció posando levemente los labios sobre el retrato. Su papá le pagó este acto de galantería con un sinnúmero de caricias y le fue a despedir hasta la puerta muy conmovido.

Al día siguiente el brigadier anunció a su hijo que se marchaba en busca de la mamá y que tardaría en volver cuatro o cinco días; recomendole con mucho encarecimiento la formalidad durante su ausencia, el respeto al ama de llaves, la mesura con los demás criados, la puntual asistencia al colegio, el estudio, etc., etc.

Aquí llega tu tío Manolodijo viendo entrar a su hermano,a quien te dejo recomendado: él se encargará de dar una vuelta por aquí todos los días y enterarse de cómo sigues y qué tal te portas

El tío Manolo, que acababa de entrar, era, con mucho, el mejor mozo de los tres hermanos. Apesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba una frescura de cutis y una gallardía de talle que ni en sus mocedades habían ellos disfrutado: era un hombre verdaderamente notable por su figura: alto como sus hermanos, pero mejor proporcionado, de facciones correctas y varoniles, cabello negro y naturalmente rizado, donde apenas se advertía aún tal cual hebra de plata, patillas negras también, largas, sedosas, el cuello blanco y redondo como el de una mujer, el pie menudo y las manos finas y aristocráticas. En honra y gloria de esta figura, para regalarla y darla el debido esplendor, había sacrificado D. Manuel Rivera todo su tiempo y casi todo su capital. D. Bernardo hablaba de él con poco respeto y le trataba con cierto despego: el mismo brigadier, aun queriéndole bien, no se mostraba muy impresionado por aquella famosísima estampa, y solía reprenderle suavemente algunas cosas que llamaba puerilidades. En cambio, su sobrino Miguel le adoraba: ya de niño ansiaba volar a él desde los brazos de la nodriza: el tufo de los perfumes que gastaba, el roce de aquellas sedosas patillas al besarle, y sobre todo, la franca alegría que respiraba, le habían seducido siempre y aún le tenían completamente subyugado.

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