La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba 4 стр.


Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas ¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?

Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.

Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.

El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?

Por otra parte, durante aquel período ninguna de las dos se había preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era más adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta.

Probablemente aquel deseo pasaría, como había ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todavía aquel escalofrío que le producía pisar la tierra de una isla, lo sentía como una necesidad irresistible.

Visitaría la isla Martana con Ernesto.

Ya lo había decidido.

* * *

El notario De Fusco quedó entusiasmado con el trabajo que Greta había hecho, y aunque consiguió disimular la satisfacción que sentía, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta.

«Usted, señorita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el éxito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querría que me contase cosas de la isla Bisentina. He oído decir que es encantadora».

Así que se fueron al café más prestigioso de la pequeña ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parecía distinto, casi alegre. Greta contó con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los más pequeños detalles, su breve permanencia en aquella isla que podía parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, tenía encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetación, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le contó lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Príncipe, de su amabilidad. Le contó la excursión para ver los siete pequeños oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella pequeña mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con énfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo interés. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habría debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta había aprendido del Príncipe Giovanni que la isla se había convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la había comprado. El Duque Enzo, que había inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer 4escrito por DAnnuzio, en cuanto compró la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya existían, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverrà che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar lale5; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini 6.

Por su parte la princesa Beatrice cuidó la isla de tal manera que hizo que regresasen los fastos y el esplendor de los años en los que los Farnese la consideraban la gema más preciada de su ducado. Se dice que, para destruir los molestos mosquitos que pululan en la Bisentina, hizo importar la farra7 del norte de Europa, una clase de pez que se ha aclimatado muy bien al lago de Bolsena.

«¿Cómo fue el viaje? ¿Se ha portado bien el pescador que debía acompañarle?», preguntó el notario ya que Greta, extrañamente, no había dicho una palabra sobre él.

«Bien, bien», respondió Greta visiblemente incómoda.

«Habría que llevarle la paga que le corresponde por haberla llevado hasta la isla si para usted no representa un problema. La he visto tan afectada cuando lo he nombrado. ¿Se portó de manera inconveniente con usted?»

A veces, con ciertas expresiones, parecía el padre que nunca había tenido.

«¡Que va! ¡De ninguna manera! Le llevaré con gusto lo que le corresponde por su trabajo».

Era imposible esconder lo más mínimo a aquel hombre, tenía una sensibilidad y una agudeza increíbles descubriendo los sentimientos ajenos.

Y sin embargo no se había casado. ¿Quién sabe el motivo?

* * *

Cuando regresó a casa, por la tarde, Greta se fue al paseo fluvial, donde los grupos de pescadores solían remallar las redes y charlar un poco, protegidos por la sombra fresca de los grandes olmos.

Ernesto estaba apartado arreglando una gran red con forma de cono: le daba vueltas a sus pensamientos en su cabeza, con los cabellos revueltos y la mirada baja que, a veces, levantaba como para buscar algo más allá de la sombra que lo protegía, hacia el lago.

El espejo de agua estaba inmóvil bajo el calor y la luz cegadora de julio que lo hacía relucir como una gigantesca piscina azul. Sólo algunas franjas azuladas escondían la superficie, llegando incluso hasta las dos islas, que se extendían sobre la superficie brillante como ligeras nubes multicolores. Las aguas dormían perdidas en uno de sus profundos sueños de primera hora de la tarde, y mientras la campana de Capodimonte había hecho escuchar sus campanadas, lenta y baja, la de Marta, clara y aguda, le había respondido, y de otras lejanas había llegado sólo el eco a través del aire inmóvil.

Ante la presencia de Greta entre los pescadores se creó un poco de alboroto que devolvió bruscamente a la realidad a Ernesto.

En el mismo momento en que él levantó los ojos de su trabajo, para poder ver cuál podía ser el motivo de la agitación de sus compañeros, Greta lo estaba mirando.

Entre las dos miradas saltaron chispas.

Él se quedó quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inmóviles que seguían su figura sólo con los ojos.

«Te he traído la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te está muy agradecido por haberme acompañado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla».

Entre las dos miradas saltaron chispas.

Él se quedó quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inmóviles que seguían su figura sólo con los ojos.

«Te he traído la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te está muy agradecido por haberme acompañado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla».

Greta hablaba con calma, su voz era baja y profunda. Todos la estaban escuchando.

Ernesto cogió el sobre que Greta le tendía, sin decir nada, casi paralizado por la emoción inesperada de volverla a ver.

La muchacha hizo el gesto de marcharse, ya se había dado la vuelta. Todos los pescadores, desilusionados por lo trivial de su conversación, ya habían vuelto a su trabajo.

Fue en ese momento cuando Greta, montada sobre la ola de su deseo, se dio la vuelta, mirando directamente a los ojos de Ernesto, le susurró:

«Mañana iré a la Martana, contigo».

5

Después de aquel rápido encuentro en la playa con Greta Ernesto había vuelto a su trabajo en silencio, había acabado de remallar las redes y luego se había ido.

Algunos de los pescadores que habían asistido a su conversación en la taberna hablaban de él en son de burla.

«¡Mira que tonto el Ernesto! No ha sido capaz de decir una palabra a aquella tipa. Y pensar que ha sido ella la que ha venido a buscarlo allí, a la playa».

Era un tópico que en aquel lugar ninguna mujer, a no ser las mujeres más valientes, se aventuraban a ir.

«Parecía encantado, ¿lo habéis visto? Yo en su lugar la habría invitado a algún sitio».

«¿Pero qué creéis vosotros? Él ya la ha llevado a algún sitio me han dicho que han estado todo un día en la Bisentina».

La gente, como era habitual, charlaba, hacían un traje a medida a los desgraciados que tenían la mala suerte de formar parte de sus conversaciones.

Pero Ernesto no les oía. No habría podido, estaba a años luz de todo lo que le rodeaba. Lejos de aquellas chácharas insulsas, lejos de sus compañeros que realmente no habían escuchado a Greta susurrarle aquellas pocas palabras, que en él habían provocado escalofríos. Era feliz pero no conseguía explicarse la sombra que parecía oscurecer la mirada de Greta.

Al día siguiente Ernesto no fue a retirar las redes que había tirado la noche anterior con su padre, como acostumbraba a hacer sino que permaneció en casa limpiando y abrillantando la barca con la cual a primera hora de la tarde conduciría a Greta a la isla Martana. Ese día, él sería el príncipe que le haría visitar la isla.

Pasó la mañana, muy lentamente, gota a gota, como un goteo consciente del que, sin embargo, iba a surgir una gran alegría. Estaba fascinado profundamente con aquella muchacha que, aparentemente, podía parecer muy dura, desapegada del mundo, casi altanera pero que, en el fondo, no era otra cosa que una dulcísima criatura. Sólo algunas veces, antes del día en que la había acompañado con la lancha morota a la Bisentina, la había visto descender del autobús que venía de la ciudad, o para hacer compras, siempre seria, siempre sola, pero él no la comprendía.

No había comprendido su desesperada llamada, un grito en un silencio transparente como el vidrio. No había entendido nada hasta que en el agua, y sólo con el agua, todo se había aclarado. Era distinta de las otras. Distinta de las mujeres que él había conocido, pocas, era verdad, pero siempre bastante tontas

No habría deseado otra cosa que perderse en la profundidad de aquellos ojos y nadar en aquellos cielos oscuros, iluminados aquí y allá por algunas estrellas, miradas lejanas. Habría querido, pero percibía en ella algo hostil, en el fondo a su ser reservado parecía que acechaba una especie de temor.

¿Pero de qué o mejor dicho, de quién?

* * *

El sol calentaba desde lo alto en el cielo: alto y omnipotente era al mismo tiempo capaz de dar vida a la naturaleza y de matarla con su calor abrasador.

Caliente, casi quemado estaba también el muelle gris donde Greta encontró a Ernesto dentro de su barca, oscura, de fondo plano, la popa cuadrada y un mástil donde estaba arriada una cándida vela.

Estaban de nuevo solos en el agua.

Ernesto, con la ayuda de los remos salió del pequeño puerto artificial de Capodimonte, luego dejó libre la vela al viento. Apenas superada la pequeña península donde surgía el centro del pueblo, Greta encontró de frente, más allá del agua movida ligeramente por la brisa de la tarde, Montefiascone aferrado en una colina, cuya figura era veía coronada por la mole de la gran cúpula de la iglesia de S. Margherita: miró a su alrededor. Sus ojos se posaban sobre las costas del lago, parándose primero en Bolsena, para continuar después hacia Gradoli y Grotte di Castro donde el cielo, a lo lejos, aparecía lleno de nubes blancas y suaves como la nata montada, que se iban desvaneciendo hasta a llegar a Valentano, que parecía cortar el cielo azul con sus dos torres.

Greta se sentía conmocionada.

Emocionada por aquel silencio que habría querido lleno de palabras.

Fue Ernesto el primero en hablar.

«¿Sabes, Greta? Hoy mi padre ha vuelto a casa después de pescar hecho una furia: la corriente debió de llevarse las redes hacia la Fitttura y en el momento de subirlas a la barca se han roto. Ha sido una mañana pésima.»

«¿La Fittura?», preguntó Greta escuchando su voz casi como si proviniese de la garganta de otra persona.

«Nosotros llamamos Fittura a una especie de empalizada que se encuentra debajo del agua. He oído decir que está formada por multitud de grandes estacas y palos cortados con la sierra y clavados en el fondo del lago con una maza. Algunos estudiosos han supuesto que se podía tratar de los restos de una aldea lacustre, pero esta hipótesis cae por su propio peso ya que, observando la Fittura8 más atentamente, se observó que había sido construida sobre una sola línea y sobre la orilla de un barranco. Es plausible por lo tanto pensar que hubiese sido ideada y construida para sostener una ribera.»

«¿Contener una ribera debajo del agua, con qué fin? Y además, ¿cómo era posible utilizar una maza a esa profundidad?»

Aquel pequeño sentimiento de malestar que al principio se había creado entre los dos se había disuelto como la niebla al sol, rápidamente y sin dejar rastro.

«Seguramente cuando fue construida la Fittura el nivel del lago era con diferencia menor del actual, y además creo que la Fittura, como tantas otras cosas que están escondidas y permanecen así en las profundidades del lago, debe permanecer envuelta en un halo de misterio».

La embarcación se estaba acercando lentamente a la Martana y debiendo recalar con el agua bastante quieta, Ernesto se concentró totalmente en los remos y en los movimientos que debería de hacer.

De manera distinta que en la Bisentina, la Isla de Martana no tenía una dársena sino que se accedía a ella directamente por medio de una pequeña playa sobre la cual las aguas lamían la arena oscura y gruesa. Greta ya se estaba llenando los ojos con todo el verde que desbordaba por todas partes mientras que Ernesto aseguraba la barca a uno de los muchos árboles que coronaban la costa.

Enseguida fueron recibidos por un prado verdísimo circundado por una miríada de gruesos álamos y olivos centenarios. En silencio, Ernesto guió a Greta hasta las ruinas. Justo a la derecha, en cuanto comenzaron la subida, sus ojos descubrieron los míseros restos de la iglesia de la Magdalena: bastaron unos pocos restos para mostrar a Greta la belleza que debía de haber poseído la iglesia antes de yacer en ruinas en el suelo de la isla. Prosiguiendo con el ascenso, de repente, pasaron desde el sendero herboso plagado de grandes plantas de nopales y de gigantescos ágaves a una serie de escalones excavados en la roca, desiguales entre sí, corroídos, rotos: aquello se llamaba la Scala della Rocca. Continuaron subiendo, uno detrás del otro, mientras hablaban entre ellos suavemente, hasta que se encontraron delante de un surco, casi una herida en la roca viva donde un día, explicó Ernesto, el puente levadizo se bajaba.

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