Uh, ¿y chista 'ccà21 ha de esse 'na22 respuesta? No, no lo ganan porque son cosa del Espíritu Santo. Y también te digo que la poesía bella viene a los poetas que tienen el Espíritu: puede que seas también un republicano histórico, no un creyente, pero eres un idealista.
Bueno, me quedé por un momento estupefacto: por la venta de los veinte sonetos a aquel potentado seis meses antes, no había escrito de hecho ni siquiera un verso.
« Pero no», concluí para mí esa vez, «¡pura casualidad!»
Capítulo V
Tuve la suerte de que, a diferencia de mi amigo, me mantenía delgado y ágil como solía y sentía en el cuerpo la misma fuerza que cuando era más joven, porque en otro caso esa tarde no lo cuento.
Solo faltaban dos días para irme a Nueva York. Hacia las tres de la tarde salí hacia la Gazzetta del Popolo para escribir un artículo para la tercera página. En esos tiempos en que no había Internet, aunque para las revistas se podía usar el correo, para los periódicos, debido a los tiempos más rápidos de publicación, hacía falta acercarse físicamente a la sede; solo los corresponsales en el extranjero tenían el privilegio de dictar telefónicamente el artículo y, algunas veces, también el reportero si la noticia era urgente. Yo, como los demás articulistas, debía entregar físicamente la pieza escrita en casa o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.
El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.
¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? me preguntó D'Aiazzo.
No, me llevo bien con todo el mundo.
Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena ¡Bueno! En todo caso tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.
Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.
Capítulo VI
Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.
En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.
Al fin libre, me dirigí a la salida para tomar un taxi que me llevara al Plaza Hotel, donde los organizadores me habían reservado una habitación. Pero oí que me llamaba en italiano una bella voz femenina. Era una mujer de unos treinta años, pelo muy negro, muy agraciada y que, a mi izquierda, estaba agitando un pequeño palo con un papel blanco en lo alto con mi nombre y apellido escritos en rojo.
El poeta Velli, ¿verdad? me preguntó acercándose y bajando el cartel.
Me paré.
En persona, señora
Miniver: Norma Miniver. Me envía la fundación Valente Me dio la mano, después de pasar el cartel de la derecha a la izquierda. Lo he reconocido en cuanto lo he visto. Ya sabe, por la foto en sus libros.
Yo estaba encantado.
Habla muy bien el italiano la alabé a mi vez, mientras nos dirigíamos a la salida.
Soy italo-americana.
Pero el apellido
Es el de mi marido. El de mi familia es Costante. He dicho Miniver por costumbre. En realidad me confió sin avergonzarse, recuperaré el mío dentro de poco: ya vivo sola y estoy a punto de conseguir el divorcio.
En el Plaza, tras las formalidades de la recepción, Norma me precedió con el porteur hasta el interior de la habitación. Junto a la puerta del baño había un cartel en cuatro idiomas, pero no en italiano, que advertía en letras mayúsculas: NO BEBER EL AGUA DE LAS INSTLACIONES HIGIÉNICAS. PODRÍA CONTENER SUSTANCIAS NOCIVAS.
Estoy a su disposición como hostess durante toda su estancia me aseguró, pero ahora supongo que usted querrá refrescarse y descansar. Estoy alojada en la habitación contigua a la suya, para cualquier cosa que necesite.
Me pregunté si entre las necesidades estaban incluidas aquellas que, inesperadamente, me subían del bajo vientre a la garganta en ese momento.
Fue ella quien dio la propina al chico del equipaje. «Hospitalidad completa», pensé, «y ¿quién sabe si está incluido también el apoyo afectivo a este invitado solo y perdido?» Solo le dije:
Tengo cierta necesidad de ayuda y consuelo.
Sonrió brevemente, bajando un momento los ojos como si estuviera confundida y luego se dirigió sin prisa hacia la puerta.
La comida es a la una se despidió, aquí lado, en el Cooling's. Aprovecharé para informarle de todo el programa.
Cooling's solo daba comidas frías, insípidas o algo peor. Tomé una galantina de pollo gomosa con un arroz repugnante, casi helado, al curry y una tarta de manzana leñosa. Dejé en los platos buena parte de la comida. Norma Miniver se limitó a un batido verdoso que debía ser saludable, como había dicho, de una consistencia espesa y fangosa, que tal vez tenía el objetivo preciso de hacer pasar hambre el estoico cliente a dieta.
La ceremonia será en Brooklyn, imagino le pregunté para enfrentarme inconscientemente a la comida y después de que ella, en unos pocos tragos, hubiera ya vaciado con valentía su enorme vaso.
No. ¡Allí no!
Pensaba
No, La entrega de premios será en el parque de Villa Valente, en las afueras de la ciudad. Las primeras ediciones sí fueron en Brooklyn, en los años 40 y 50, cuando todavía había muchísimos italianos. Hoy, de Brooklyn, el premio solo tiene el nombre.
Toqué instintivamente con el dedo medio de la mano izquierda la uña del índice de su mano, que llevaba posada desde hace tiempo en medio de la mesa, al lado de mi vaso de agua mineral.
No la retiró.
Al acabar la comida, me propuso dar una vuelta por la ciudad. De hecho, no teníamos nada que hacer hasta las siete de la tarde. La primera cita de mi estancia preveía, para esa hora, un cóctel en el apartamento neoyorquino de Mark Lines, mi editor estadounidense. Por fin nos íbamos a conocer. Tenía familia, pero me iba a recibir solo.
Se trata de un pequeño ático que tiene como base en la ciudad, donde vive con un criado: la mujer y los hijos viven en el campo, a unas cuarenta millas de aquí y se ve con ellos los fines de semana me explicó Norma. Luego añadió que también estaban invitados dos de los Valente, hermano y hermana, y algunos otros potentados de la ciudad: A pesar de sus millones de habitantes, las familias que cuentan de veras son unos pocos centenares y se conocen casi todas entre sí.
Después del cóctel de Lines, iba a cenar con él y mi intérprete en un restaurante vecino de Manhattan y después, libertad para mí para hacer lo que quisiera. Mi asistente tenía dos entradas para un concierto, si quería ir o, si no, que propusiera yo algo. La entrega de premios sería un día después, a las seis de la tarde. Corbata negra, pero, dado el gran calor de esos días, con derecho a ponerse en mangas de camisa inmediatamente después. A continuación, una fiesta en mi honor en el jardín de la villa.
¿Le llevo por la ciudad, señor Velli o prefiere otra cosa? Y encendió el motor.
De momento, preferiría que me llamara Ranieri, incluso Ran, que es más sencillo. ¿Puedo llamarla Norma? Tuve el impulso de volver a acariciarle la mano, que había puesto sobre la palanca cambio para maniobrar, pero me contuve. Me limité a observar largamente su perfil.
Ella, sin mirarme, respondió:
Está bien, tuteémonos.
Me gustaría ver Brooklyn. ¿Qué te parece?
Okay, Ran.
Capítulo VII
Estábamos ya de vuelta, casi al final de la Brooklyn-Queens Expressway, junto a los muelles y cerca de los puentes.
y ahora ¿a dónde queremos ir? me preguntó Norma.
A comer algo bueno.
¿A comer? ¿Tienes hambre?
No he probado casi nada Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.
¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? Su voz sonaba a sorpresa y diversión: Yo lo odio.
A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? Le rocé el brazo en una levísima caricia.
En mi casa sonrió.
Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.
Vivo de alquiler aclaró Norma, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.
¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?
Pues no se rio es Arnold Miniver, el pintor.
Nunca había oído es nombre:
¿Es famoso?
¡Muy famoso! se asombró. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!
Francamente, no La dejé perpleja. ¿Puedo entrar en la cocina?
Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.
No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.
No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.
Capítulo VIII
Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.