Realmente no siempre ha sido así.
Queríamos un hijo, ¡sabe Dios cuánto lo he deseado!
Antes de casarnos parecía casi que escapase de la idea de un compromiso tan grande, luego, con el pasar de los meses, entre nosotros se ha creado un espacio, un vacío me atrevería a decir, que pensaba que podría llenar con un hijo.
Filippo parece que no tenía mis mismas exigencias, a él le bastaba con su trabajo de guardia jurado.
Mi marido era un buen hombre, no me faltaba nada, pero su sensibilidad y su frialdad me dejaban asombrada.
Al final de cada mes llegaba inexorable el ciclo menstrual destruyendo mis suenos, alimentados en aquellos tres, cuatro días de retraso.
Dos, tres, cuatro vueltas.
Era demasiado.
Demasiadas esperanzas defraudadas
Cada uno de nosotros pensaba que en el otro había probablemente algo que no iba bien, un mecanismo que no funcionaba como debía, una chispa que no saltaba en el momento justo.
Finalmente, de nuevo, el retraso llegó hasta los diez días: no hablaba de ello, como si esto pudiese convertir en irrompible mi sueño, que, sin embargo, no era más que una pompa de jabón, hermosa, de colores, transportada en las alas del viento, pero destinada a desvanecerse con un puf.
Silenciosamente, dejaba correr los minutos, y los días y las semanas se convirtieron en meses.
Durante casi dos meses acuné en mi pensamiento la idea de un niño, una pizca de vida que pudiese dar sentido a la mía, que iluminase la oscuridad de mi existencia.
Durante mucho tiempo, después de esa noche, ya no tuve más lágrimas para llorar.
Fui despertada del sueño por las contracciones del bajo vientre que parecía que me querían desgarrar las vísceras.
En silencio, arrastrándome, conseguí llegar al baño donde, en cuanto encendí la luz, me esperaba un descubrimiento horrendo.
El camisón estaba empapado en sangre a la altura de las ingles.
Sólo recuerdo haber lanzado un grito.
Luego, nada.
A continuación sólo un vago recuerdo de mi marido que intenta que recupere el conocimiento, que me traslada en el coche envuelta en una manta, luego los doctores, las enfermeras como abejas laboriosas a mi alrededor, las luces fuertes sobre la camilla, iluminando mi desnudez.
Mi niño.
Mi niño.
Devolvedme a mi niño.
Devolvédmelo.
¿Dónde lo habéis puesto?
¿Dónde?
¿Dónde?
¿Dónde lo habéis escondido?
¿A dónde lo habéis llevado?
Era demasiado hermoso.
Lo sé, era demasiado hermoso.
Parecía que había enloquecido.
Nada tenía sentido, nada parecía lo bastante importante para seguir viviendo.
Filippo casi siempre estaba sentado al lado de mi cama pero no me miraba, no me hablaba.
En aquellos días de dolor, su presencia no era ningún consuelo, un poco porque creía que sólo estuviese allí porque estaba obligado por la situación, un poco porque me parecía que estaba obligada a soportar su presencia.
Me parecía que, las pocas veces que me devolvía la mirada, con sus ojos negros fijos en mí, me culpase, sin posibilidad de responderle, por no haber sabido salvaguardar la vida de nuestro hijo.
Una mañana me desperté y Filippo ya estaba allí.
«¡Te das cuenta de que ni siquiera has sido capaz de conservar a mi hijo. Qué tipo de mujer eres, pero qué especie de desastre eres que ni siquiera consigues traer un niño al mundo!»
Sus ojos me fulminaron de tal modo que no conseguí mantener su mirada, bajando la mía.
«Ni siquiera tienes el valor de mirarme, ¿verdad?»
Salió, batiendo la puerta, con un ruido tan fuerte que me sobresaltó.
Lágrimas mudas comenzaron a regarme las mejillas y sentí la falta de mi abuela de manera dolorosa.
Cerré los ojos, empapados por las lágrimas e imaginé sus ancianas manos que me acariciaban la nuca y las mejillas. Me parecía sentir su olor y la blandura del pecho donde hubiera podido posar mi cabeza siquiera durante un instante.
En ese momento entró mi madre.
No había pensado llamarla pero quizás lo había hecho Filippo.
«Seguramente te has destrozado con ese trabajo que tienes, ¡mira cómo estás!»
La dulzura de mi abuela no había pasado, ni siquiera en parte, a su hija, mi madre. Era inexplicable como una mujer tan amable pudiese haber engendrado una mujer tan diferente a ella.
¿Quién sabe cómo hubiese sido mi hijo?
«¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te tratan bien aquí?»
Mi madre era práctica y responsable, una perfecta planificadora de existencias, impecable, pero por lo que se refería a sentimientos era completamente árida.
Le respondí con una sonrisa cansada, sin decir una palabra.
«¡Venga, querida, no eres ni la primera ni la última que ha abortado, alegra esa cara, que no sirve para nada ponerte de morros!»
Volví a abrir los ojos mientras la miraba, para ver si quizás estuviese soñando todo, en cambio ella estaba allí delante de mí, con las manos sobre las caderas.
¿Quién sabe si mi hijo se hubiera parecido a ella o a mí?
***
Los médicos siguieron diciendo que el feto nunca había existido, que el mío había sido un embarazo extrauterino, que no había perdido la vida de un hijo porque nunca había estado, que era muy joven y que todavía tenía muchos años para poder traer un hijo al mundo, que, que, que.
Un anciano doctor, al ver las condiciones en las que me encontraba, intentó explicarme lo que había ocurrido. Me habló con términos técnicos que me trajeron a la mente algunas lecciones de ciencias.
«Querida muchacha», concluyó el médico, apoyando su mano cálida sobre las mías «usted no podía hacer nada para que las cosas sucediesen de otra manera».
Haber escuchado las explicaciones médicas por lo que había sucedido no produjo ningún alivio en el dolor por la pérdida de mi hijo, ni me quitó de los oídos las acusaciones de Filippo de no ser capaz de engendrar un hijo, de ser sólo una mujer a medias.
Volví a casa todavía conmocionada.
Después de unos días quise volver al trabajo: el estar constantemente ocupada me ayudaba a dejar de atormentarme, si bien sólo durante unos segundos, con sentimientos de culpa que me sobrepasaban y hacía que me faltase el aliento.
En el trabajo todos me trataban con condescendencia y esto me hería porque me daba la impresión de que, efectivamente, en mí había algo que realmente no iba bien.
Aquel rincón que había preparado para mi hijo pareció petrificarse y entre Filippo y yo pareció surgir, desde la nada, un muro, una roca infranqueable que nos impedía incluso el más mínimo contacto.
* * *
Durante un par de años intentamos, sin muchas ganas, tener relaciones, ya sin la esperanza de conseguir procrear.
Filippo me miraba con el ceño fruncido y me devolvía la palabra sólo cuando estaba obligado, con monosílabos.
Por los exámenes que me habían hecho resultaba que ninguno de los dos era estéril sino sólo que juntos no conseguíamos engendrar una nueva vida.
Los kilómetros de distancia entre nosotros aumentaban.
Un día tuve la desafortunada idea de proponer a mi marido una solución que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo:
«Filippo, he pensado que podríamos adoptar un niño, ya que, si no conseguimos traer uno al mundo hay tantos niños que esperan una familia. Sabes, he hablado con un compañero de la oficina y me ha dicho que dentro de unos meses podríamos conseguir...»
«¿Podríamos qué?»
«Coger un niño en adopción...»
«¿Estás de broma? ¿Criar un hijo de noséquién, romperme la espalda por un mocoso que ni siquiera es de mi sangre? ¡Te has vuelto completamente loca!»
El vaso, que estaba resquebrajado, con esas palabras se rompió en mil pedazos.
Él dormita en la butaca del salón, en camiseta de tirantes.
Yo sueño con escapar.
¿Pero cómo puedo hacerlo?
Mis padres preferirían morir, me han enseñado que ciertas cosas no se hacen, no los aceptarían en la iglesia, no podrían ir ni siquiera al panadero a comprar el pan y la leche.
Un compromiso es un compromiso y es necesario mantenerlo aunque esto comporte un poco de infelicidad.
En mi caso sin duda habría podido decir: aunque comporte renunciar a vivir.
Y de esta manera continuo vegetando.
Los años pasan.
Y los inviernos se suceden a los otoños.
Todo regular.
Todo, menos mi existencia, que no se parece ni siquiera un poco a lo que ahora ya nunca sueño, tampoco por la noche.
Buscarse
Ya se había convertido en una costumbre y, desde hacía tiempo, notaba que Pietro respondía a la granizada de miradas que cada día le lanzaba.
Como una chiquilla me protegía con excusas patéticas: si nadie te ve es como si tu no buscases sus miradas, es como si no deseases que cada mañana él te diga que eres hermosa.
Y Pietro, pacífico e impertérrito, continuaba intercambiando miradas, sin hacer nada más que esbozar una sonrisa que abría sus labios dejando vislumbrar sus dientes, lo justo.
Sin embargo tenía miedo de que alguno de nuestros compañeros de trabajo notase aquel juego de miradas, que me regalaba la placentera y desconocida sensación de ser notada y apreciada por alguien.
No deseaba nada más que esto, recibir atenciones, ser notada: lo sé, puede parecer patético pero para mí era así.
La dirección del supermercado había decidido comprar un nuevo programa de contabilidad, y después de mi aborto, cada vez más a menudo me veía aliviada de las tareas manuales, pesadas, y cada vez más a menudo ayudaba a Pietro con la contabilidad.
Pietro, que había ido a un curso para el uso del nuevo programa, fue el encargado de enseñarme las nociones básicas, de manera que yo pudiese luego ayudarle con la elaboración de complicadas operaciones de contabilidad y administración.
Al saber aquello enrojecí al momento y el corazón parecía moverse como un caballo al galope.
Pietro, mientras tanto, ya había preparado dos sillas delante del ordenador.
Mientras él había comenzado a explicarme el funcionamiento de aquel nuevo programa, yo con la mirada fija en la pantalla, intentaba no sentir el aroma que provenía de su piel y el aliento cálido que con sus palabras me llegaba hasta las mejillas rojas por la vergüenza.
Dios, te lo ruego, sálvame, susurraba mi mente, para intentar distraerme de aquel hombre que estaba a pocos centímetros de mi piel.
Dios, te lo ruego, sálvame.
Pero no era Dios el que debía librarme de aquella red que estaba allí, esperándome, lo habría podido hacer yo perfectamente, y en cambio no lo hice.
Con naturalidad su mano se deslizó sobre mi rodilla apretándola ligeramente y yo me giré lentamente hacia él.
Me parecía haber recorrido aquella rotación del rostro en fotogramas, tan largo me pareció el tiempo antes de encontrarme con su mirada.
Sus ojos revisaban el espacio alrededor del escritorio que ocupábamos, luego una sonrisa apenas esbozada me hizo comprender que no había nadie más.
Y luego ocurrió.
Ocurrió, y no sé con precisión cómo, sucedió que me encontré con sus labios apoyados en los míos, en un beso apenas sugerido.
Ocurrió, y pensé que el cielo me habría caído encima si hubiese hecho algo parecido, en cambio, no ocurrió nada.
Avergonzada volví de golpe la mirada al vídeo en el que un pequeño guion parpadeaba esperando que alguien se decidiese a decirle qué hacer.
¿Cómo había podido suceder?
¿Cómo había podido permitir que ocurriese algo parecido?
¿Cómo podría volver a casa con mi marido aquella noche?
En cuanto se acabó la lección, me fui al baño y permanecí allí un buen cuarto de hora: lo pasé casi enteramente delante del espejo, mirándome, para ver si algo había cambiado en mí, si se veía que había besado a otro hombre que no era mi marido.
Me lavé con jabón los labios, restregando con fuerza, casi como si estuviesen realmente sucios, luego me fui corriendo a coger el autobús para volver a casa.
Mientras corría también mis pensamientos galopaban.
Yo era una mujer casada y también Pietro tenía una esposa, aunque nunca hablaba de ella.
¿Qué se me había pasado por la cabeza?
* * *
Filippo todavía no había llegado.
Perfecto.
Prepararía el pollo a la cazadora que tanto le gustaba para hacerme perdonar lo que él jamás sabría y para sellar mi muda promesa de que nunca lo volvería a hacer.
¿Cómo haría para besarle?
¿Sería lo mismo o algo había cambiado aquella tarde?
Llegó cuando ya era de noche y dándome un beso desganado sobre la frente me sacó del aprieto de descubrir si habría sentido el sabor de Pietro sobre mis labios.
***
Una confesión.
La primera.
Las palabras salen gota a gota, excavando en los acontecimientos recientes, demasiado recientes para que todavía no puedan hacer daño.
Debo plasmar mi voluntad.
«Perdóname, padre porque he pecado».
Perdóname.
Te perdono.
«Deseo al hombre de otra mujer».
Perdóname, oh, padre.
El confesionario está a oscuras, desde la reja vislumbro una figura ocupada en escucharme, la cabeza inclinada.
«Hija mía, la carne es débil».
Perdóname, oh, padre.
«Mi carne no es débil, yo quiero su alma, quiero sus palabras, quiero sólo un poco de dulzura, un poco de afecto, un poco de amor».
Perdóname, oh, padre, y dime qué puedo hacer: mi existencia oscura ha encontrado esta brecha que da a cada cosa su color pero no me puede pertenecer y yo no puedo pertenecerle.
«Hija mía, lo sé, es difícil».
Perdóname, oh, padre, pero no puedo evitar tenerlo en mis pensamientos todos los segundos de todos los minutos de todos los días.
«Perdóname, oh, padre».
Las rodillas comienzan a dolerme, como si la madera sobre la que están apoyadas se hubiesen convertido en algo lleno de asperezas.
Acto de Contrición me arrepiento y lloro.. por mis pecados prometo que con tu santa ayuda y huir de las oportunidades para pecar de nuevo.
No había comprendido lo que recitaba de memoria hasta ahora.
Prometo, prometo.
Prometo.
Una alforja demasiado pesada.
Y mis hombros son demasiado débiles.
A pequeños pasos
Con pequeños pasos me encaminaba hacia horizontes prohibidos aunque sólo en mi imaginación.
Todos los temores de que Filippo me descubriese se desvanecían día a día, ahogados en nuestra vida de pobres diablos, en cada una de sus miradas ausentes, en cada clic de aquel maldito mando a distancia.
Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.