Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.
Cada día que pasaba ganaba seguridad en que podría conseguir aquel poco de felicidad que me correspondía.
Pietro me acariciaba con la mirada en las largas horas de trabajo, ya estuviese entre las estanterías, ya fuese llamada a la oficina, y actuando de esta manera, inequívocamente, me daba a entender que aquel beso que nos habíamos intercambiado, pudiera tener, es más, debía tener, una continuación.
Un viernes por la tarde, estaba acabando de meter en el programa de gestión de la contabilidad, todas las facturas de los suministradores que habían llegado durante la semana. Eran muchísimas.
Todos los otros colegas se habían ido.
El director se asomó a la puerta de la oficina para despedirse de mí.
Pietro se estaba poniendo la chaqueta para irse a continuación.
«Señorita Misia, ¿está acabando de meter todas las facturas? Perfecto, así podré trabajar con ellas mañana por la mañana Pietro, ¿quiere esperar a que Misia termine? No me gusta que se quede sola aquí dentro. Yo debo irme corriendo. Pasad una buena noche, muchachos».
Pietro asintió con la cabeza mientras se sacaba otra vez la chaqueta.
La puerta estaba cerrada.
Estábamos solos.
Ante aquel pensamiento me asaltó el pánico.
Por mucho que intentaba concentrarme en el trabajo tenía la cabeza ardiendo y las manos temblorosas.
Él se había sentado delante de mí, las piernas entrelazadas, los brazos cruzados, los ojos grandes y oscuros fijos en mí y los labios mostrando una sonrisa.
Estaba sin aliento y un peso me oprimía el pecho.
«Quieres besarme, ¿verdad?»
«...»
«¿Verdad?»
Ya estaba de pie con una mano apoyada en el escritorio y la otra ocupada en acariciarme bajo el mentón, la carne dócil y temblorosa.
Nariz con nariz, con los ojos fijos en los suyos, sentí sus labios amables, como un toque de alas de mariposa, acariciar los míos.
Era tan delicado, sin prisas, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo.
«¿También tú lo deseabas, pequeña, verdad? Lo he sentido, ¿lo sabes?»
No conseguía decir palabra.
Ahora estábamos de pie y me tenía entre los brazos, con el rostro presionando su pecho.
En silencio me acariciaba los cabellos, me besaba en la nuca, me hacía sentir en el centro del universo.
Y me daban ganas de llorar.
Estaba estrechada entre los brazos del hombre que siempre habría deseado tener.
Y no lo tenía.
Nunca podría ser mío.
A no ser una pequeñísima parte.
Pero en aquel momento no me incomodaba: lo único importante era tener a Pietro a pocos centímetros de mí.
Me ayudó a acabar de introducir las facturas y en la puerta de la oficina nos despedimos.
Con las mejillas rojas de excitación corrí feliz hacia el autobús que me esperaba bajo la farola de la explanada destinada al estacionamiento.
Como si estuviese en trance me senté en el asiento sintiendo todavía su contacto.
En las manos me había quedado su olor: la carretera corría veloz y yo cerré los ojos y lo respiré en las palmas de mis manos.
El cuaderno escarlata
Quizás una parte de mí habría querido que Filippo descubriese mi relación con Pietro.
Habría querido herir su indiferencia, reducirla a harapos, y responder con los hechos a las continuas declaraciones ofensivas, cuando decía que no valía para nada, para por lo menos ver una emoción socavar su rostro.
Pensar en lo que estaba haciendo me hacía sentir mal, reconocía que era una hipócrita pero, mirando la cosa desde mi punto de vista, no podía evitar buscar un poco de aprecio.
Con una sonrisa amarga, recordé cuando acompañaba a mi padre a las reuniones con los profesores y, después de haber escuchado los elogios que ellos decían de mí, él concluía, invariablemente, aconsejándoles que me pidiesen más. Justificaba la vergüenza y la desilusión de nunca haber tenido un reconocimiento, con la convicción de que, actuando de esa manera, me empujaban a hacer siempre lo mejor. Y, en cambio, me doy cuenta de que todo mi deseo de reconocimiento quizás deriva de la carestía que había vivido hasta ahora.
El director, que ahora ya me asignaba más obligaciones en administración, me había mandado a la papelería para comprar algo de material para la oficina.
Entre las estanterías desfilaban paquetes de clips, resmas de papel, cuadernos para apuntes, papel rayado, cuando mi atención fue capturada por un cuaderno con la cubierta rígida, de color rojo escarlata.
Lo cogí, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que haría con esto: fue imposible no comprarlo, como si aquel objeto hubiese tenido voluntad propia, como si quisiese venirse conmigo.
Estrechándolo fuerte entre las manos me vino a la mente el recuerdo de mi abuela y de los cuadernos en los que anotaba sus recetas y las frases que le llamaban la atención, y que usaba también para hacer secar las margaritas que a veces le recogía durante el recreo, en la escuela.
Volví a la oficina con dos bolsas de cosas de la papelería y mi cuaderno en el bolso.
Pietro me salió al paso en la puerta, cogió una de las bolsas y me ayudó a colocar todo lo que había comprado.
Mientras le pasaba un paquete de papeles me dijo:
«Debemos buscar un sitio para nosotros, un puesto sólo para nosotros donde podernos ver sin problemas».
«Pero Pietro, ¿estás loco? ¿Qué quieres hacer, alquilar una habitación en un hotel por horas? ¿Y, además, dónde, en esta ciudad de provincias, donde todos saben todo de todos?»
«No te preocupes, pequeña, lo importante es que tú me quieres. Podemos tomar un tren y alejarnos un poco y encontrar algún lugar cerca de la estación».
Yo no quería alejarme un poco y encontrar un lugar cerca de la estación. Temía que ese momento llegaría pronto, temía que Pietro me pidiese más. A mí podía bastarme su mirada puesta sobre mí, sus palabras, de eso tenía una desesperada necesidad.
A mí me podía bastar pero a él no.
***
Había puesto sobre el fuego las cacerolas con la comida para el día siguiente y con el estofado para la cena, cuando saqué del bolso el cuaderno y lo abrí, apoyándolo sobre la mesa de la cocina.
Sin pensarlo, sin saber a dónde me llevaría la pluma, comencé a escribir.
Si amar es una culpa
entonces soy culpable.
Atadme los pulmones
y sofocad el canto
que sale impúdico
a molestar el sueño de los justos.
Si amar es un defecto
entonces, soy imperfecta,
indigna.
Arrancadme jirones del corazón
y ponedlos sobre la fría bandeja
de lo correcto.
Si amar es inoportuno
cuando el camino se tuerce,
perdedme.
Nada hay más peligroso
que una chispa encendida
cuando alrededor se amontonan
ramas secas.
Pero si amar es inevitable
oportuno,
merecido,
si es aliento,
luz,
magnificencia del alma,
recorrido,
descubrimiento,
juventud,
rescate,
cambio,
motivo,
por todo esto, amo,
pero sobre todo porque en mí
rescate,
cambio,
motivo,
por todo esto, amo,
pero sobre todo porque en mí
la estrella del coraje
todavía no se ha perdido.
Me paré, apoyé la pluma en la mesa, temblando por la emoción y sorprendida por mis mismas palabras.
Era la primera vez que atrapaba las palabras con la tinta.
Era el momento de apagar los fuegos y comenzar a esperar que Filippo volviese a casa.
Mi mente vagaba libre en los sueños, imaginando que desde esa puerta entrase Pietro, con su sonrisa, con su amor fresco.
El teléfono suena y me devuelve bruscamente a la realidad.
«¿Diga?»
«Hola, pequeña, ¿puedes hablar?»
«Sí, pero ¿cómo es posible que tengas el número de teléfono de mi casa? ¿Y por qué...?»
«El número lo cogí de tu ficha, en la oficina sólo quería decirte que te amo y te deseo con locura».
Mi mano derecha apretaba fuerte el auricular del teléfono mientras la puerta del piso se abrió dejando entrar a mi marido.
Colgué inmediatamente, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina y, continuando dando la espalda a mi marido, me puse a mover cacerolas y cucharones.
Me temblaban las manos.
Él estaba hablando por el radiotransmisor con un compañero, para nada cansado de doce horas de servicio.
«¿Está lista la cena?»
Bocados amargos, dulces migajas
Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.
Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.
Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.
Sólo estaba cansada.
Cansada en mi interior.
Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.
* * *
Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.
Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.
No había oído a Pietro acercarse.
«He encontrado un lugar».
Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.
«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».
En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.
Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.
¿Qué debía hacer?
Razona.
Razona.
Me importaba un rábano razonar en aquel momento.
Razona, haz funcionar la cabeza.
¿Qué debo hacer?
¿Desciendo?
No, no desciendo.
¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?
No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.
Desciendo.
No.
No lo sé.
Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.
Estaba oscuro.
¿Y si Pietro no había bajado?
¿Y si me había gastado una broma pesada?
En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.
Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.
Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.
Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.
«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.
Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.
Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.
Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.
Me puse rígida.
Y él lo advirtió.
«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».
Sus gestos se volvieron apremiantes.
Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.
Fue él quien capituló.
«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».
Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.
Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.
* * *
Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.
Inmóvil.
Pensando en él.
Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.
Increíble.
Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.
Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.
Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.
Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.
Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.
El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.
O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.
Este será mi secreto.
Nuestro secreto.
El pequeño gozo de todos los días.
El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.
Escribo.
Y me pierdo pensando en ti,
tiernamente serena,
inconclusa
como todas las horas
que me separan de ti.
Y me adapto, soñolienta,
en tu sueño que me sigue,
indeleble es la adhesión
que me desgarra.
Y te abrazo con recuerdos que llegan
sin descanso
para verte diez, cien, mil veces.
En cualquier sitio donde esté tu aliento.
Descubrimientos
Secretos nunca dichos
palabras acalladas
detrás de
tiernos comportamientos
sombríos pensamientos.
Largas horas
persiguiendo
momentos esquivos
de contacto superficial