Es ése, pues, el dispositivo descrito quizá a grandes rasgos del que querría partir; de ese tenor son las enormes dicultades que provienen del «problema»: ¿qué vínculo hay entre el «lugar» y el «no-lugar», entre el conjunto y el rostro? Para esta pregunta Levinas dispone, sin responder con la organización de mediaciones, de algunos elementos y referencias. Indica su «lugar de nacimiento» y su medida, eso que él llama el «límite de la responsabilidad». Esta indicación muy valiosa, como vamos a ver parece, sin embargo, y ya de entrada, complicar las cosas. Pues la introducción de una limitación en la responsabilidad in nita no es evidente si se tiene en cuenta el pensamiento levinasiano en sus nervaduras más profundas. Filosofía de la responsabilidad ética como in nición, Levinas nos introduce de manera paradójica, con la Justicia y la aparición del tercero, en la vía de su «límite». ¿Pero por qué camino y con qué beneficio teórico? Constantemente nos encontramos, en consecuencia, ante innumerables interrogaciones cuyo comentario parece propiamente interminable: ¿cómo articular efectivamente la inmediatez, la rectitud del cara-a-cara ético, el requerimiento del sujeto que escucha la llamada hasta la substitución y lo que yo llamaría la espectralidad de los terceros?
Dediquemos algunas palabras a explicar esta expresión, «la espectralidad de los terceros»; son necesarias, dado que no se encuentra tal cual en Levinas. Un primer punto: preero, por mi parte, hablar de terceros, en plural, en la medida en que aquello que viene a «trastornar» la inmediatez de la responsabilidad por el otro es el enfrentamiento con otros otros, de «otros que el otro», es decir, de la multiplicidad, incluso de la multitud. Es justamente eso si seguimos bien las páginas de De otro modo que ser a las que me reero lo que conforma el problema, esta multiplicidad que rodea al dúo ético. En consecuencia, a esta multitud de otros distintos del otro la designo como espectral porque hay efectivamente ahí algo así como una extrañeza inquietante, quizá una amenaza que proviene de que, en la ausencia misma de todo rostro, los terceros exigen una comparación. Reclaman la entrada en la comparabilidad. Hay que comprender bien lo que quiere decir esta «entrada». No se trata tanto de que los terceros hagan su aparición en un espacio ético en el que nunca antes habrían puesto los pies, como de que requieran de manera acuciante que el rostro que me encara y yo mismo entremos en un orden en el que toda relación anárquica se habrá fatalmente «traicionado» en una comparación general, cuando ocurre que la ética es siempre y necesariamente una ética de lo incomparable, es decir avanzando ya el punto que vamos a desarrollar, una ética intraducible. Hay entonces en la relación ética del cara-a-cara una obsesión por los terceros y esta obsesión «clama justicia». Grito desatado e insostenible que me es difícil no escuchar, al igual que la llamada del otro. Volviéndose inesperados e indeseables, los terceros tocan a la puerta de la ética y me conminan a salir. Cuestión de escucha, de oído. Cuestión de óptica y también de captación visual, como dice Levinas así lo ha tematizado con intensidad Kant, que en su Doctrina de la virtud distingue el respeto del amor recíproco por la complementariedad de su diferencia en su distanciamiento y la acomodación que llevan a cabo en el cara-a-cara con el otro.5 Ética y Justicia trastornan, una a la otra, pero de otro modo, mi visión del otro. El rostro es invisible en razón de su hiperrealidad. No lo veo porque la proximidad que me ordena me lo impide: demasiado cerca y a la vez nunca lo bastante. A los terceros los veo, pero en un ujo espectral que conserva su múltiple desguración.
Su multiplicidad viene entonces a perturbar la signicación ética y, su «grito», la asimetría de mi relación/no-relación con el rostro. La inquietante imprecisión de los terceros que corona el cara-a-cara con el otro significa que insistentemente se trastorna y se impide a los dos mantenerse como dos, una reclamación a la que no se renuncia, una obsesión en la obsesión. Precisamente porque el dúo ético se encuentra inquietado y obsesionado por la espectralidad de los terceros, puede comprenderse por qué se produce posiblemente una estabilización a través de la medida y la comparación, es decir, por mi entrada en el espacio de la Justicia en el que «soy abordado en el otro como los otros, es decir, por mí» en donde estoy de algún modo desintimado, fuera de la intimidad del cara-a-cara y de la inyunción que me es íntima y significativa según su debida forma.
Se ha dicho que Levinas está poco preocupado en proponer un pensamiento, articulado según una serie reglada de mediaciones, de la relación continua entre estos dos grandes registros, la proximidad y la justicia, la entrada y la salida en el modo, por ejemplo, de la búsqueda de una máxima universalizable de la sociabilidad ética o de una axiología del mejor régimen. Se le ha podido criticar y señalar, en la gura de la «inversión del sujeto incomparable en miembro de la sociedad», una conceptualidad insucientemente determinada, incluso parcialmente deciente. Esta crítica puede entenderse perfectamente, sí, pero a condición de referirla al punto de vista a partir del cual tiene su consistencia y sus motivos.6 Ese punto de vista es el de la filosofía política. Estructurada axialmente alrededor de la autonomía del campo político, de la racionalidad de los sujetos políticos y de sus decisiones, de la soberanía de los modos como ellos organizan sus relaciones, la losofía política constituye un régimen de pensamiento particular de lo político que, ciertamente, es universalmente dominante en nuestra tradición losóca. La autonomía de lo político es el cimiento de este punto de vista y conlleva un pensamiento de la política a partir de su supuesto origen (el contrato, por ejemplo) o de su n eventual (según una teleología determinada, bajo un sentido de la historia, por ejemplo). Ese mismo postulado de autonomía permite producir una descripción normativa del mejor régimen o proponer una axiología que trataría de deducir, desde la puesta en común de lo no-idéntico, el poner en conjunto, en un lugar, singularidades fuera de lugar.
Desde el punto de vista de la losofía política entendida en el sentido estricto que acabo de decir se podrá considerar legítimamente que algunos de los elementos descriptivos que propone Levinas a propósito de la «inversión» estén insucientemente fundados y que ciertamente no autoricen a que pueda hablarse de losofía política levinasiana. Y, efectivamente, no hay losofía política Levinasiana. Todo consiste en saber si hay a pesar de lo que no hay a saber, una losofía política un pensamiento de lo político y de la política. Mi propósito se circunscribiría aquí a esbozar en qué sentido esta debilidad de un cierto punto de vista es una fuerza o al menos si es mucho decir una ruptura heurística nada despreciable. Pues desde un punto de vista distinto al de la losofía política y no sólo desde el levinasiano, la política no tiene tampoco las éticas del sujeto trascendental una auténtica autonomía. Lo cual implica que la política, y no la moral en el sentido de los valores a los que «el hecho ético no debe nada»,7 no puede juzgar a partir de sí misma el grado de universalidad de su propia institución.
Lo que simplemente nos propone Levinas es algo más frágil que una loso-fía o una ontología política, más incierto también, y, al mismo tiempo, bastante más radical. A partir de esta extraordinaria radicalidad de lo frágil se deja tal vez determinar una apertura levinasiana a un pensamiento de la política. En efecto, las cuestiones, difíciles, inarticulables quizá, que se anudan alrededor de la relación proximidad/justicia, aparecen sobre el fondo de un «principio» general cuya fecundidad y originalidad habría, para empezar, que comprobar. Este «principio» es el de una intransitividad, una intraducibilidad, radical, de lo losóco a la política lo que es propiamente insostenible desde el punto de vista de la losofía política. En losofía sólo hay práctica correcta y sólo se piensa verdaderamente si partimos de lo extraordinario. La idea platónica, el ego cogito cartesiano, la Sustancia como Sujeto para Hegel, la Jemeinigkeit del ser según Heidegger para tomar unos pocos ejemplos entre muchos otros representan percepciones extravagantes, posiciones inauditas, extremismos casi inaceptables, novedades disruptivas que acaban por aclimatarse a un cierto contexto histórico para dotarse progresivamente de esa familiaridad epistemológica que los comentadores y especialistas han moderado hasta volverlas difusas, atenuándolas y traduciéndolas al idioma de la tribu de los lósofos. Bajo este aspecto, la ética levinasiana entra evidentemente en la serie de los extraordinarios losócos. Lugar utópico en el que la subjetividad del sujeto se descentra y se destituye; lugar que se muestra por el énfasis expresivo, el vínculo superlativo de ideas y conceptos hasta su desaparición, hasta su disgregación; lugar que rompe con las losofías morales tanto como con las losofías de la subjetividad. Nada tiene de asombroso entonces que haya, por su capacidad de interrupción, un punto de vista exterior a lo ordinario de la filosofía política.
Con Levinas se nos ha presentado la imposibilidad absoluta de deducir una política a partir de la perspectiva de la ética.
1. Es preciso medir bien la originalidad de este pensamiento en relación con la tradición tal y como la analiza en este punto el propio Levinas análisis que me parece justo e interesante, y del que hay que recordar sus motivos principales. En la tradición se habría dado una «alianza del racionalismo lógico con la política».8 Alianza nada coyuntural ni empírica, sino sustancial y constante, pues está profundamente determinada por el carácter ontopolítico de la losofía. «El pensamiento racional es también una política», escribe Levinas en «Paz y proximidad».9 En efecto, obedece a una misma necesidad fundamental que podríamos llamar, evocando a Marx, necesidad de un equivalente general, universal y abstracto. La lógica, la teleo-lógica de esta necesidad de formación de conceptos, subordina las determinaciones particulares a la plena realización dirigida por el movimiento propio de la razón, de un absoluto de la razón, de una historia.
Podríamos remitir aquí a los desarrollos de De otro modo que ser sobre el escepticismo, que sería, en la historia de la losofía, el recuerdo del «carácter político (...) de todo racionalismo lógico, la alianza de la lógica con la política»10 Allí explica Levinas que la política es el alfa y el omega de la razón y del saber, del logos y del sentido, y que en Occidente es la medida justa de toda desmedida. A este respecto, siempre habría una política de la losofía11 en la filosofía, es decir, una economía de la producción del sentido que organiza y sobredetermina el trabajo del concepto. En esos pasajes, el análisis Levinasiano va a hacer frente con gran precisión a la cuestión de la represión política ejercida por el discurso del sentido tal y como se reeja en sí mismo y tal y como se liga ontológicamente al Estado, a sus instituciones, las cuales tendrían a su cargo la protección del régimen metafísico del sentido. De tal modo que la represión política es también una represión médica: «quien no se somete a la lógica es amenazado de prisión y de asilo».12 (No puedo desarrollar más este aspecto. Foucault no está quizá demasiado lejos, tampoco la psiquiatrización de la disidencia en la Unión Soviética, pero estas aproximaciones enteramente coyunturales son ciertamente muy limitadas). Se ve bien en todo caso y esto es lo que importa que el principio de intraducibilidad que acabo de enunciar contrarresta y es contrarrestado por la «alianza» ontopolítica de la razón y del Estado.
2. El principio inverso, de traducibilidad o de transitividad, requiere en cambio la invención de la losofía política si podemos decirlo así puesto que se trata de pensar axiológica o normativamente el paso de una a otra, de dialectizar las transiciones y, en todo caso, de poner en relación la razón y la política, el sujeto y la comunidad, de traducir y traicionar a uno y a otro, al uno con el otro.13 Moralizar la política o politizar la moral, he ahí, en toda su profundidad, las modulaciones retóricas y morales a las que da lugar este traspaso, particularmente en el humanismo. Una observación de pasada: se trata todavía ahí de la relación entre la losofía y la política y Levinas también puede enseñarnos algo al respecto. Quizá convendría conocer la justa medida de lo que podríamos llamar la nta de los lósofos en su relación con los príncipes, la nta de la losofía en su relación con la política. Pienso más en Pascal que en Leo Strauss:
No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran personas honradas que, como las demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus Leyes y sus Políticas lo hicieron bromeando. Era éste el aspecto menos losóco y menos serio de sus vidas; el más losóco consistía en vivir simple y sencillamente. Si escribieron de política, fue con la intención de poner orden en un manicomio [subrayado mío, G. B.]. Y si han dado la impresión de hablar de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban que eran reyes y emperadores. Admitían sus principios para modelar su locura de la mejor manera posible.14
Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asumiendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? Medir esta nta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Levinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. Medir el posible disimulo de los lósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que signica «la entrada en el principio» según Pascal y Levinas, según la astuta nta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aquello que, en la nta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también marca la imposibilidad de una mera y simple transitividad; imposibilidad que requiere, no obstante, una posible práctica de sí misma. No se trata entonces y esto es lo que podemos retener de Levinas de hacer entrar la ética en una relación de derivación, de deducción, en una relación dialéctica con la Justicia. Se trata más bien de pensar hasta el nal (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario losóco (la ética) al orden político.