El deler per les paraules - AAVV 4 стр.


Es ése, pues, el dispositivo descrito quizá a grandes rasgos del que querría partir; de ese tenor son las enormes dicultades que provienen del «problema»: ¿qué vínculo hay entre el «lugar» y el «no-lugar», entre el conjunto y el rostro? Para esta pregunta Levinas dispone, sin responder con la organización de mediaciones, de algunos elementos y referencias. Indica su «lugar de nacimiento» y su medida, eso que él llama el «límite de la responsabilidad». Esta indicación muy valiosa, como vamos a ver parece, sin embargo, y ya de entrada, complicar las cosas. Pues la introducción de una limitación en la responsabilidad in nita no es evidente si se tiene en cuenta el pensamiento levinasiano en sus nervaduras más profundas. Filosofía de la responsabilidad ética como in nición, Levinas nos introduce de manera paradójica, con la Justicia y la aparición del tercero, en la vía de su «límite». ¿Pero por qué camino y con qué beneficio teórico? Constantemente nos encontramos, en consecuencia, ante innumerables interrogaciones cuyo comentario parece propiamente interminable: ¿cómo articular efectivamente la inmediatez, la rectitud del cara-a-cara ético, el requerimiento del sujeto que escucha la llamada hasta la substitución y lo que yo llamaría la espectralidad de los terceros?

Su multiplicidad viene entonces a perturbar la signicación ética y, su «grito», la asimetría de mi relación/no-relación con el rostro. La inquietante imprecisión de los terceros que corona el cara-a-cara con el otro significa que insistentemente se trastorna y se impide a los dos mantenerse como dos, una reclamación a la que no se renuncia, una obsesión en la obsesión. Precisamente porque el dúo ético se encuentra inquietado y obsesionado por la espectralidad de los terceros, puede comprenderse por qué se produce posiblemente una estabilización a través de la medida y la comparación, es decir, por mi entrada en el espacio de la Justicia en el que «soy abordado en el otro como los otros, es decir, por mí» en donde estoy de algún modo desintimado, fuera de la intimidad del cara-a-cara y de la inyunción que me es íntima y significativa según su debida forma.

Lo que simplemente nos propone Levinas es algo más frágil que una loso-fía o una ontología política, más incierto también, y, al mismo tiempo, bastante más radical. A partir de esta extraordinaria radicalidad de lo frágil se deja tal vez determinar una apertura levinasiana a un pensamiento de la política. En efecto, las cuestiones, difíciles, inarticulables quizá, que se anudan alrededor de la relación proximidad/justicia, aparecen sobre el fondo de un «principio» general cuya fecundidad y originalidad habría, para empezar, que comprobar. Este «principio» es el de una intransitividad, una intraducibilidad, radical, de lo losóco a la política lo que es propiamente insostenible desde el punto de vista de la losofía política. En losofía sólo hay práctica correcta y sólo se piensa verdaderamente si partimos de lo extraordinario. La idea platónica, el ego cogito cartesiano, la Sustancia como Sujeto para Hegel, la Jemeinigkeit del ser según Heidegger para tomar unos pocos ejemplos entre muchos otros representan percepciones extravagantes, posiciones inauditas, extremismos casi inaceptables, novedades disruptivas que acaban por aclimatarse a un cierto contexto histórico para dotarse progresivamente de esa familiaridad epistemológica que los comentadores y especialistas han moderado hasta volverlas difusas, atenuándolas y traduciéndolas al idioma de la tribu de los lósofos. Bajo este aspecto, la ética levinasiana entra evidentemente en la serie de los extraordinarios losócos. Lugar utópico en el que la subjetividad del sujeto se descentra y se destituye; lugar que se muestra por el énfasis expresivo, el vínculo superlativo de ideas y conceptos hasta su desaparición, hasta su disgregación; lugar que rompe con las losofías morales tanto como con las losofías de la subjetividad. Nada tiene de asombroso entonces que haya, por su capacidad de interrupción, un punto de vista exterior a lo ordinario de la filosofía política.

Con Levinas se nos ha presentado la imposibilidad absoluta de deducir una política a partir de la perspectiva de la ética.

Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asumiendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? Medir esta nta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Levinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. Medir el posible disimulo de los lósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que signica «la entrada en el principio» según Pascal y Levinas, según la astuta nta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aquello que, en la nta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también marca la imposibilidad de una mera y simple transitividad; imposibilidad que requiere, no obstante, una posible práctica de sí misma. No se trata entonces y esto es lo que podemos retener de Levinas de hacer entrar la ética en una relación de derivación, de deducción, en una relación dialéctica con la Justicia. Se trata más bien de pensar hasta el nal (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario losóco (la ética) al orden político.

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