El espíritu comercial de la vida íntima está hecho de imágenes que allanan el camino a un paradigma de desconanza (...) al ofrecer como ideal un Yo defendido contra las heridas.
Los actos heroicos que un Yo puede llevar a cabo consisten en sepa rarse, marcharse y depender cada vez menos de los demás y necesitarlos menos.
En muchos rígidos libros modernos, el autor nos dispone a favor de gente que no precisa nuestro alimento y de gente que no puede alimentarnos.
La posibilidad de poblar el mundo con más gente solícita e inducir a las personas a preocuparse no gura en el panorama de la utopía consumista. Las utopías privatizadas de los vaqueros y vaqueras de la época consumista muestran, por el contrario, un vasto «espacio libre» (libre para mí, por supuesto), una especie de espacio vacío que el consumista líquido, propenso a empresas solitarias y sólo a empresas solitarias, necesita cada vez más y del que nunca tiene bastante. El espacio que los modernos consumidores líquidos necesitan y por el que se les aconseja por todas partes que luchen sólo puede conquistarse desalojando a otros seres humanos y, en particular, a los seres humanos solícitos y que más necesidad tienen de cuidados.
El mercado de consumo retoma de la burocracia sólida moderna la tarea de adiaforización: la tarea de exprimir el veneno del «ser para» de la inyección de «ser con»; tal y como Levinas vislumbró, al darse cuenta de que, en lugar de ser (como sugirió Hobbes) un articio para lograr la unión pacíca y amistosa de los seres humanos, la «sociedad» puede convertirse en una estratagema para conseguir una vida egoísta, centrada en el Yo y referida al Yo, para seres morales innatos despojados de las responsabilidades con los demás intrínsecas a la presencia del rostro del Otro; de hecho, a la unión humana.
Como señala Frank Mort15 según los informes quincenales del Henleys Centre (una organización mercantil que proporciona a las industrias de consumo información sobre los cambios de pautas en el ocio de los futuros consumistas británicos), los placeres preferidos y más buscados durante las dos últimas décadas fueron
logrados mediante formas de previsión basadas en los mercados: ir de compras, comer fuera de casa, ver películas en vídeo y DVD. Al nal de la lista estaba la política; ir a un mitin político estaba a la par que ir al circo como una de las cosas que era improbable que hiciera el público británico.
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En su The Ethical Demand, Løgstrup preconiza una perspectiva optimista de la inclinación natural de los seres humanos. «Es característico de la vida humana que conemos naturalmente entre nosotros», escribió.
Sólo por alguna circunstancia especial desconamos de un extraño por anticipado (...). En circunstancias normales, sin embargo, aceptamos la palabra del extraño y no desconamos de él hasta tener un motivo para hacerlo. No sospechamos de la falsedad de nadie hasta que lo cogemos en una mentira.16
En las intenciones del autor, estos juicios no son afirmaciones fenomenológicas, sino generalizaciones empíricas. Aunque la mayoría de las tesis éticas de Levinas disfruta del estatus fenomenológico, no es el caso de Løgstrup, que obtiene sus generalizaciones de las interacciones diarias con sus feligreses.
Løgstrup concibió The Ethical Demand durante los ocho años siguientes a su matrimonio con Rosalie Maria Pauly, que pasó en la pequeña y apacible parroquia de la isla de Funen. Con el debido respeto a los amables y sociables residentes de Aarhus, donde Løgstrup pasaría el resto de su vida enseñando teología en la universidad local, dudo que Løgstrup pudiera gestar esas ideas una vez asentado allí, entre las realidades de un mundo en guerra y bajo la ocupación, como miembro activo de la resistencia danesa. Las personas tienden a tejer sus imágenes del mundo con el hilo de su experiencia. La generación actual puede encontrar la soleada y boyante imagen de un mundo conado y digno de conanza contrahecha, diversa con lo que aprende todos los días y con lo que las narraciones corrientes de la experiencia humana y las estrategias recomendadas de la vida insinúan. Más bien se reconoce en los hechos y las confesiones de la reciente oleada de programas de televisión, muy vistos y populares, como El Gran Hermano, Superviviente y El lazo más débil, que (a veces de manera explícita, pero siempre de manera implícita) aportan otro mensaje: no hay que arse de un extraño. El subtítulo de Superviviente lo dice todo: «No te fíes de nadie», algo a lo que cada emisión de El Gran Hermano proporciona amplias y vívidas ilustraciones. Los fans y adictos de los reality shows (y esto quiere decir una gran parte, tal vez una mayoría sustancial, de nuestros contemporáneos) darían la vuelta al veredicto de Løgstrup y decidirían que «es característico de la vida humana que sospechemos unos de otros». Estos espectáculos televisivos que cogen a millones de espectadores por sorpresa y se apoderan de su imaginación son ensayos públicos de la disponibilidad de los seres humanos. Incluyen en la historia indulgencia y advertencia: siendo su mensaje que nadie es indispensable, nadie tiene derecho a tomar parte en un esfuerzo conjunto porque ha llegado tarde, aunque sea un miembro del equipo. La vida es un juego duro para gente dura. La vida empieza en la línea de salida; los méritos pasados no cuentan: cada uno es digno en función de los resultados del último duelo. Los otros son, ante todo, rivales; intrigan, cavan hoyos, tienden emboscadas, desean que tropecemos y caigamos. Cada jugador se debe a sí mismo y, para avanzar, por no hablar de llegar a la cima, primero hay que cooperar en la exclusión de todos aquellos dispuestos a sobrevivir y tener éxito que se interponen en el camino, pero sólo para apartar, uno tras otro, a todos aquellos con los que se ha colaborado y dejarlos derrotados e inútiles atrás.
Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoarmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la con anza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Løgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación.
Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particularmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y lósofo de la Sorbona, Lev Šhestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más rmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan pobres, tan débiles, tan fáciles de arruinar y destruir! ¿Cómo no vamos a tener miedo? Vemos peligros, sólo vemos peligros».17 Insistirían, como Šhestov sugería y El Gran Hermano ha elevado al rango de sentido común, en que éste es un mundo duro, para referirse a gente dura, un mundo de individuos a los que sólo les queda conar en su propia astucia, tratando de burlar y superar a los demás. Para tratar con un extraño hace falta primero cautela, después cautela y más cautela. Estar juntos, arrimar el hombro y trabajar en equipo tiene sentido sólo si nos franquea el camino; no hay ningún motivo por el que debiera ser la pauta cuando ya no procura benecios o procura menos benecios de los que romper las promesas y cancelar las obligaciones razonable, o posiblemente, procuraría.
Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoarmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la con anza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Løgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación.
Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particularmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y lósofo de la Sorbona, Lev Šhestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más rmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan pobres, tan débiles, tan fáciles de arruinar y destruir! ¿Cómo no vamos a tener miedo? Vemos peligros, sólo vemos peligros».17 Insistirían, como Šhestov sugería y El Gran Hermano ha elevado al rango de sentido común, en que éste es un mundo duro, para referirse a gente dura, un mundo de individuos a los que sólo les queda conar en su propia astucia, tratando de burlar y superar a los demás. Para tratar con un extraño hace falta primero cautela, después cautela y más cautela. Estar juntos, arrimar el hombro y trabajar en equipo tiene sentido sólo si nos franquea el camino; no hay ningún motivo por el que debiera ser la pauta cuando ya no procura benecios o procura menos benecios de los que romper las promesas y cancelar las obligaciones razonable, o posiblemente, procuraría.
De hecho, el mundo parece conspirar contra la conanza. La conanza podrá ser, como sugiere Løgstrup, una efusión natural de la «soberana expresión de la vida», pero una vez conocida busca en vano un lugar donde arraigar. La conanza ha sido condenada a una vida llena de frustración. La gente (en solitario, en grupo o toda), las compañías, los partidos, las comunidades, las grandes causas o las pautas de la vida dotadas de autoridad para guiarnos no logran compensar la devoción. No son ejemplos de coherencia y continuidad. No hay un solo punto de referencia en que jar la atención con seguridad y que permita descansar a los hechizados buscadores de pautas del molesto deber de estar constantemente alerta o desandar los pasos dados o previstos. Ninguna señal de orientación depara una expectativa más amplia que la propia vida de quienes buscan una orientación, por abominablemente cortas que sean sus vidas corporales. La experiencia individual señala al Yo como el apoyo más probable de la duración y la continuidad anheladas con avidez.
Además, a los patronos no les gustan los empleados que tienen compromisos con los demás, particularmente los que se han comprometido en serio y a largo plazo. La demanda de supervivencia profesional enfrenta a hombres y mujeres a opciones moralmente devastadoras entre los requisitos de la carrera y el cuidado de los demás, incluidos los amigos más queridos. Los jefes preeren individuos libres, sin cargas, otantes, dispuestos a romper los lazos en un instante sin pensar dos veces que la «demanda ética» ha de sacricarse a las «demandas del trabajo».
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Vivimos en una sociedad global de consumidores y las pautas de la conducta consumista afectan a los demás aspectos de nuestra vida, incluyendo el trabajo y la vida familiar. Estamos urgidos a consumir más y a convertirnos, de paso, en mercancías en el mercado de consumo y trabajo.
En palabras de J. Livingstone, «la forma mercancía penetra en, y reforma, dimensiones de la vida social hasta ahora exentas de su lógica hasta el punto de que la subjetividad se convierte en una mercancía llevada y vendida en el mercado como la belleza, la pulcritud, la sinceridad y la autonomía».18 Como Colin Campbell establece, la actividad de consumir
se ha convertido en una pauta del modo en que los ciudadanos de las sociedades occidentales contemporáneas consideran todas sus actividades. Puesto que cada vez más áreas de la sociedad contemporánea se han asimilado al «modelo consumista», no resulta sorprendente que la metafísica subyacente del consumismo se haya convertido en una especie de losofía por defecto de la vida moderna.19
Arlie Russell Hochschild encierra el «daño colateral» perpetrado en el curso de la invasión consumista en una sucinta y punzante frase: «materialización del amor».20
El consumismo trata de mantener el trastorno emocional del trabajo y la familia. Expuestos a un bombardeo continuo de publicidad durante un promedio diario de tres horas de televisión (la mitad de su tiempo libre), los trabajadores se convencen de que «necesitan» más cosas. Para comprar lo que necesitan, necesitan dinero. Para ganar dinero trabajan más horas. Lejos de casa durante tantas horas, compensan su ausencia del hogar con regalos que cuestan dinero. Materializan el amor. Así el ciclo se perpetúa.
Podríamos añadir que su nuevo desafecto espiritual y su ausencia física del hogar vuelven a los trabajadores o trabajadoras impacientes en los conictos, grandes o pequeños o triviales, que implica vivir bajo un mismo techo.
Conforme se pierden las habilidades necesarias para conversar y buscar el entendimiento mutuo, lo que solía ser un desafío pacientemente negociado se convierte cada vez más en un pretexto para romper la comunicación, escapar y quemar los puentes. Ocupados en ganar más para cosas que creen necesarias para la felicidad, hombres y mujeres tienen poco tiempo para la empatía mutua y para negociaciones intensas, a veces tortuosas y dolorosas, pero siempre largas y que consumen energía, sobre sus mutuas reservas y desacuerdos, no digamos para las soluciones. Esto traza otro círculo vicioso: cuanto más éxito tienen en «materializar» su relación amorosa (como el continuo ujo de mensajes publicitarios les urge a hacer), menos oportunidades tendrán para el entendimiento y la simpatía que suscita la ambigüedad del amor. Los miembros de la familia tratan de evitar el enfrentamiento y buscar un respiro (o mejor aún, un refugio permanente) para las contiendas domésticas, y entonces la presión para «materializar» el amor y el cuidado amoroso adquiere más ímpetu conforme las alternativas a consumir más tiempo y dinero se hacen menos asequibles cuando más necesarias resultan a causa del creciente número de agravios que hay que aplacar y de los desacuerdos que exigen una solución.
Si los profesionales cualicados, la niña de los ojos de los directores de las compañías, encuentran con frecuencia en el lugar de trabajo un grato sustituto de las cualidades hogareñas perdidas en casa (como Hochschild advierte, la tradicional división de funciones entre el lugar de trabajo y la familia tiende a revertirse), los empleados de rango inferior, menos preparados y fácilmente reemplazables, no encuentran nada similar. Si algunas compañías, en especial Amerco, investigada por Hochschild en profundidad, «ofrecen la vieja utopía socialista a una elite de trabajadores del conocimiento en la cima de un mercado de trabajo crecientemente dividido, otras compañías ofrecen cada vez más lo peor del capitalismo temprano a trabajadores semipreparados o no preparados», a los cuales ni el sistema ni los compañeros de trabajo proporcionan otra cosa que una banda, camaradas de copas en la esquina o grupos de este tipo.