El deler per les paraules - AAVV 7 стр.


Simmel añadiría que «el punto esencial es que, en una díada, no hay mayoría sobre el individuo. Esa mayoría, sin embargo, es posible con la mera adición de un tercero. Pero las relaciones que permiten que el individuo sea gobernado por una mayoría devalúan la individualidad». Devalúan, por tanto, la unicidad y la privilegiada cercanía, y las prioridades incontestadas, y las responsabilidades incondicionales de la primera piedra de la relación moral.

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Obtener la libertad se considera un acto de emancipación exultante, sea de obligaciones estrechas e irritantes prohibiciones, o de monótonas y empobrecedoras rutinas. Poco después, la libertad se convierte en el pan de cada día y una nueva clase de horror, no menos estremecedora que los terrores de los que nos hemos librado gracias a la libertad, hace que los recuerdos del pasado empalidezcan: el horror de la responsabilidad. Las noches que siguen a los días de rutina obligatoria están llenas de sueños de libertad de las constricciones. Las noches que siguen a los días de opciones obligatorias están llenas de sueños de libertad de la responsabilidad.

Es algo, por tanto, que merece destacarse, pero apenas resultará sorprendente que los dos ejemplos más poderosos y persuasivos de la necesidad de la sociedad (es decir, de un sistema comprehensivo, sólidamente establecido y ecazmente protegido, de constricciones y reglas) aducidos por los lósofos desde el inicio de la transformación moderna provengan del reconocimiento de las amenazas físicas y de las cargas espirituales endémicas a la condición de la libertad.

El primer caso, articulado por Hobbes y elaborado con detalle por Durkheim y Freud, y a mediados del siglo XX convertido en la doxa de los filósofos y cientícos sociales, presenta la coerción social y las constricciones impuestas por la regulación normativa a la libertad individual como medios necesarios, inevitables y, en última instancia, saludables y beneciosos de protección de la unidad humana contra «la guerra de todos contra todos» y de los individuos humanos contra la «vida que es odiosa, sucia y breve». El cese de la coerción social, deenden los partidarios de este caso (si ese cese fuera posible o concebible), no liberaría a los individuos; por el contrario, sólo los haría incapaces de resistir a las enfermizas presiones de sus propios instintos, esencialmente antisociales. Los haría víctimas de una esclavitud aún más horrible que la de todas las presiones que la realidad social rme pudiera producir. Freud presentó la coerción socialmente ejercida y la limitación resultante de las libertades individuales como la esencia misma de la civilización: puesto que «el principio del placer» (como el impulso a buscar graticaciones sexuales o la innata inclinación humana a la pereza) guiaría, o más bien desorientaría la conducta individual hacia la tierra baldía de la asociabilidad o sociopatía, a menos que fuera constreñido, atado y contrarrestado por «el principio de realidad», ayudado por el poder y ejercido en nombre de la autoridad, la civilización sin coerción es impensable.

El segundo ejemplo de la necesidad, de hecho de la inevitabilidad de la regulación normativa socialmente establecida, y por tanto de la coerción social que constriñe la libertad individual, se funda en una premisa opuesta: la del desafío ético al que los seres humanos se exponen por la presencia misma de los otros, por la «silenciosa apelación del Rostro», un desafío que precede a todos los establecimientos ontológicos socialmente creados y socialmente mantenidos y que, al menos, trata de neutralizar, contener y limitar ese desafío, de otro modo innito, de hacerlo soportable y capaz de vivir con él. En esta versión, elaborada con detalle por Levinas y Løgstrup, la sociedad es primordialmente un articio para reducir la responsabilidad-por-el-otro esencialmente incondicional e ilimitada a una serie de prescripciones y proscripciones con las que las habilidades humanas puedan arreglárselas. La función principal de la regulación normativa, y la causa más importante de su inevitabilidad, es hacer del ejercicio de la responsabilidad (Levinas) o de la obediencia de la demanda ética (Løgstrup) una tarea realista para la «gente corriente», que no alcanza las pautas de la santidad y que debe quedar al margen de ellas si la sociedad ha de ser concebible. Como lo plantea el propio Levinas:

En suma, ¿es la «sociedad» el producto de embridar las inclinaciones egoístas, agresivas, de sus miembros con el deber de la solidaridad, o, por el contrario, de atemperar su endémico e ilimitado altruismo con la «orden del egoísmo»?

Usando el vocabulario de Levinas, podríamos decir que la función principal de la sociedad, «con sus instituciones, formas universales y leyes», es hacer de la responsabilidad por el Otro, esencialmente incondicional e ilimitada, algo tanto condicional (en circunstancias escogidas, debidamente enumeradas y claramente de nidas) como limitado (a un grupo escogido de «otros», considerablemente menor que la totalidad de la humanidad y, lo que es más importante, más reducido y fácil de manejar que la indenida suma total de «otros» que podrán despertar en los sujetos el sentimiento de una responsabilidad inalienable, ilimitada). Si usamos el vocabulario de Løgstrup (un pensador notablemente cercano a las opiniones de Levinas y que, como Levinas, insiste en la primacía de la ética sobre las realidades de la vida-en-sociedad, y como él, apela al mundo para que explique por qué ha fallado en elevar las pautas de la responsabilidad ética), diríamos que la sociedad es un acuerdo para hacer audible (es decir, especíco y codicado) el mandamiento ético, de otro modo obstinada y vejatoriamente, desgarradoramente silencioso (por ser inespecíco), y reducir la innita multitud de opciones que ese mandamiento podría implicar a una escala menor y más manejable.

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Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y mujeres individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo.

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Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y mujeres individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo.

En apariencia, la llegada del consumismo ha privado al caso hobbesiano de buena parte de su crédito original, pues no se han materializado las catastrócas consecuencias, en teoría inevitables, de la retirada o el menoscabo de la regulación normativa socialmente administrada.

La nueva profusión y la intensidad sin precedentes de los antagonismos interindividuales y de los conictos pendientes que ha seguido a la progresiva desregulación y privatización de funciones que en el pasado correspondían a la «sociedad», son ampliamente reconocidas y se encuentran en el centro del debate, pero la desregulada y privatizada sociedad de consumidores está lejos aún, y en apariencia ni siquiera tiende a acercarse, de la terrible visión de Hobbes del bellum omnium contra omnes. No le ha ido mejor al caso freudiano de la naturaleza necesariamente coercitiva de la civilización. Parece probable (aunque el jurado no se ha pronunciado aún) que una vez expuestos a la lógica del mercado para que escojan por sí mismos los consumidores consideren que las relaciones de poder entre los principios de placer y realidad se han invertido. Ahora es el «principio de realidad» el que se encuentra a la defensiva; diariamente se le obliga a retirarse, limitarse y comprometerse ante los repetidos asaltos del «principio del placer». Lo que los poderes fácticos de la sociedad consumista parecen haber descubierto para benecio propio es que hay poco que ganar sirviendo a los duros y rmes «hechos sociales» tenidos por indomables e irresistibles en la época de Durkheim, mientras que obedecer el innitamente expansible principio del placer promete un provecho comercial innitamente extensible. La evidente y creciente «suavidad» y exibilidad de los «hechos sociales» líquidos modernos ayuda a emancipar la búsqueda del placer de sus limitaciones en el pasado y franquea el paso a la explotación completa del mercado.

Una vez encargada (o abandonada) a los individuos, esa tarea se vuelve abrumadora, pues la estratagema de esconder detrás de una autoridad reconocida y aparentemente indomable dedicada a declinar la responsabilidad (o al menos una parte signicativa de ella) ya no es una opción viable o segura. Vérselas con una tarea tan intimidante deja a los agentes en un estado de incertidumbre permanente e incurable; con demasiada frecuencia, provoca una reprobación desoladora y degradante de uno mismo.

Sin embargo, el resultado en general de la privatización/subsidiarización de la responsabilidad se demuestra menos incapacitador para el Yo moral y los agentes morales de lo que Levinas, Løgstrup y sus discípulos entre los que me incluyo esperaban. Se ha encontrado el modo de mitigar su impacto potencialmente devastador y de limitar sus daños. Hay, al parecer, una profusión de agencias comerciales dispuestas a retomar la tarea abandonada por la «gran sociedad» y ofrecer sus servicios a los consumidores acongojados, ignorantes y confundidos...

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En un régimen desregulado/privatizado, la fórmula de «librarse de la responsabilidad» sigue siendo la misma que en estadios anteriores de la historia moderna: se aplica una medida de claridad genuina o putativa en una situación desesperadamente opaca mediante la sustitución (mejor dicho, el solapamiento) de la intimidante complejidad de la tarea por una serie de reglas francas relativas a lo que se debe y no se debe hacer. Ahora, como entonces, a los agentes individuales se les presiona o se llama su atención o se les adula para que pongan su conanza en autoridades encargadas de decidir y explicar con claridad lo que la demanda silenciosa les pide exactamente que hagan en esta o aquella situación, y hasta qué punto (no más allá) su responsabilidad incondicional les obliga a ponerse en esas situaciones. Sin embargo, aunque la estratagema es la misma, en la actualidad se tiende a emplear distintas herramientas.

Los conceptos de responsabilidad y elección responsable, que antes pertenecían al campo semántico del deber ético y de la concernencia moral por el Otro, han pasado al reino del cumplimiento del Yo y el cálculo de riesgos. En el proceso, «el Otro», como gatillo, diana y criterio de una responsabilidad aceptada, asumida y cumplida, ha desaparecido de la vista, eliminado o ensombrecido por el propio Yo del agente. «Responsabilidad» signica ahora, al principio y al nal, responsabilidad con uno mismo («Te debes esto a ti mismo», como los portavoces comerciales del «librarse de la responsabilidad» repiten incansablemente), mientras que las «opciones responsables» sirven, al principio y al nal, a los intereses y satisfacen los deseos del Yo e inhiben la necesidad de compromiso.

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