Creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que los silencios, los olvidos y las memorias son diversos aspectos de un mismo proceso, y que el arte de la memoria no puede dejar de ser el arte del olvido, mediante el silencio y la alternancia entre silencio y sonido. Pero ¿qué implicaciones tiene esta afirmación para nuestro trabajo sobre la serie continua de transformaciones que constituyen la memoria? En mi opinión, deberemos centrar nuestra atención y nuestras discusiones sobre dos directrices principales: la primera es el intento de construir una nueva historia (lo mismo vale para la antropología y para cualquier disciplina que nos interese) tomando en consideración la dialéctica de memoria, olvido y silencio; la segunda es la búsqueda de los límites de nuestra disciplina en este campo, aceptando previamente la definición de Schachter (1996) del «frágil poder de la memoria», allí donde comparecen el poder y la fragilidad, la fuerza persuasiva pero también el desastre.
Podemos encontrar ejemplos de la primera directriz no sólo en los trabajos que quieren ser explícitamente «historias del olvido» (Klein, 1997), sino también en aquellos que sitúan la memoria en el contexto que enfrenta el poder a varias formas de olvido. Shahid Amin (1995), por ejemplo, ha examinado la historia y la memoria del enfrentamiento entre la policía y los campesinos que tuvo lugar el 4 de febrero de 1922 en Chauri Chaura, una pequeña ciudad del norte de la India, en el que seguidores de Gandhi hicieron uso de la violencia. Amin ha «compuesto y recompuesto» los recuerdos locales contraponiéndolos a los documentos judiciales y a otras fuentes oficiales, desafiando tanto la versión de la historia colonial como la estereotipada incorporación del suceso a la narración de la Gran Lucha por la libertad de la historia postcolonial. Su ejemplar trabajo muestra la multiplicidad de la memoria y la posibilidad de usarla en un nuevo tipo de historia, en el cual «la incongruencia con los grandes hechos no (...) se construye como un vacío de memoria, sino como un elemento necesario para recomponer la historia» (p. 198).
Los ejemplos de la segunda directriz conviene buscarlos fuera del ámbito de la historia, en el del psicoanálisis. En Memoria del futuro de Wilfred Bion (1975), el futuro entra en el teatro de la mente y tiene que ver con la memoria. En este escenario se siguen incesantemente diálogos entre varios personajes, uno de los cuales se llama Memoria. En una escena, Memoria será despertada por una conversación entre dos muchachas, Alice y Rosemary, y les recuerda que algunas de las cosas del pasado de las que hablan (medias negras de lana peinada y zapatos «prácticos») provienen del inconsciente. Precisamente ha sido la alusión a aquellas cosas del pasado la que la ha despertado, pero cuando Memoria empieza a hablar, las dos muchachas se duermen. En aquel momento Memoria declara que ha nacido del pecado y sigue hablando del pasado con Roland, que acaba de despertar (capítulo 15). La alternancia de sueño y vigilia nos habla de los diferentes niveles de representación de esta escena. Pero ya se ha dicho (capítulo 14) que la tierra del sueño del inconsciente, de lo olvidado pude identificarse tanto con el pasado como con el futuro. Por eso Memoria se sitúa entre ambos. Un indicio que avale esta sugerente interpretación se puede encontrar en un escrito anterior del mismo autor, Notes on memory and desire, de 1967; en él, Bion elabora una limpia distinción entre memoria y deseo que, respectivamente, se hallan relacionadas con el pasado, «lo que se supone que ha tenido lugar», y con el futuro, «lo que no ha tenido lugar» por un lado, y algo llamado «evolución», que está relacionado con el psicoanálisis y que se da principalmente en el presente (la sesión psicoanalítica no debe tener ni historia ni futuro), por el otro. La memoria es el pasado del deseo, la expectativa es el futuro; ambas son un obstáculo para una actitud centrada en el presente, la cual es la única que permite aflorar lo desconocido en cada sesión. La «evolución» muestra un parecido superficial con la memoria que debe ser cuidadosamente evitado por el psicoanalista. La primera es «la experiencia en la que una idea o una impresión pictórica aparecen en la mente de manera espontánea y en su contexto»; la segunda es la «respuesta a un esfuerzo, intencional y consciente, por recordar» y está relacionada con «los aspectos de la mente que derivan de la experiencia sensorial». En calidad de historiadores, antropólogos o críticos de la cultura, nos ocupamos de esta memoria y de la experiencia que está en su base, en tanto que el acceso a lo «desconocido» entendido como inconsciente se halla cerrado. Tener presentes estos límites es fundamental para quien desea ocuparse de la memoria, el olvido y el silencio.
Quisiera terminar con un comentario personal. Con el paso del tiempo cada vez estoy más inclinada a comprender la fragilidad de la memoria, mientras que en el pasado, daba mayor importancia a su poder, aunque apreciase el valor del silencio. Esta actitud, que para mí es una de las cosas positivas de envejecer, ha sido ilustrada por Rilke en los Cuadernos de Malte Lauids Brigge: «Si al menos se tuvieran los propios recuerdos. Pero, ¿quién los tiene? Si estuviera la infancia, pero está como sepultada. Quizás es necesario ser viejo para poder acercarnos a todo esto. Me parece que es bello, ser viejo» (Rilke, 1966, p. 12).