La voz sola - Ana María Martínez Sagi


La voz sola


Ana María Martínez Sagi

Ana María Martínez Sagi

La voz sola

Edición de

Juan Manuel de Prada


COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

Diseño de la colección: Gonzalo Armero

Conversión a libro electrónico: CYAN, Proyectos Editoriales, S.A.

©Fundación Banco Santander, 2019

©Herederos de Ana María Martínez Sagi

©De Ana María Martínez Sagi: Un laberinto de presencias, Juan Manuel de Prada

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ÍNDICE

Ana María Martínez Sagi: un laberinto de presencias, por Juan Manuel de Prada

Nuestra edición

ANTOLOGÍA POÉTICA I. POEMAS PUBLICADOS EN LIBRO

De CAMINOS (1929)

De INQUIETUD (1932)

De CANCIONES DE LA ISLA (1932-1936)

De PAÍS DE LA AUSENCIA (1938-1940)

De AMOR PERDIDO (1933-1968)

De JALONES ENTRE LA NIEBLA (1940-1967)

De VISIONES Y SORTILEGIOS (1945-1960)

II. POEMAS DISPERSOS EN PUBLICACIONES VARIAS

III. POEMAS INÉDITOS

De NOCHE SOBRE EL GRITO

De LA VOZ SOLA

ANTOLOGÍA PERIODÍSTICA

I. ARTÍCULOS EN CATALÁN

II. ARTÍCULOS EN CASTELLANO

Juan Manuel de Prada

un laberinto de presencias

Quizá porque todo hombre de letras gesta dentro de sí un hombre de acción reprimido, me embarqué, hace ya dos décadas, en la misión de rescatar a Ana María Martínez Sagi de los yacimientos de amnesia en que había sido enterrada. El detonante de mi búsqueda fue una vieja recopilación de entrevistas (o interviús, como antaño se decía) de César González-Ruano, titulada Caras, caretas y carotas (1930), que cayó en mis manos a mediados de la década de los noventa. El libro incluía, junto a testimonios de los grandes personajes literarios de la época (Unamuno, Pérez de Ayala, Blasco Ibáñez, etcétera), una semblanza de una tal «Ana María Martínez Sagi, poeta, sindicalista y virgen del stádium», que acababa de llegar a Madrid para promocionar su primer poemario, titulado Caminos, por el que deambulaba el fantasma del amor. Con un periodismo transido de urgente poesía, Ruano retrataba a una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos, «apretada de soles», con el pelo «como una llama rubia en el frío rostro de estatua», consagrada con igual fervor al cultivo de la poesía y el sport, que se declaraba, en pleno reinado de Alfonso XIII, «convencidamente republicana» y reconocía haber participado en conferencias y mítines políticos. «En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad escribía Ruano, sin entregar su secreto».

Ruano cantaba la morbidez de un cuerpo joven y el misterioso abismo de un silencio que no consiente, pero tampoco se opone. Quienes posean un temperamento inquisitivo entenderán el efecto que me produjo la lectura de aquellas páginas. Aun suponiendo que la semblanza de Ana María Martínez Sagi sublimase al personaje en el que se inspiraba, aun suponiendo que sus declaraciones estuvieran tergiversadas, su figura cordial y musculada se me imponía como el emblema de una nueva Eva. ¿Confesaré que durante varias noches apenas logré conciliar el sueño, tratando de imaginar a aquella misteriosa mujer? ¿Habría muerto o estaría viva? ¿Quedaría constancia de su literatura, de su dedicación al deporte, de su activismo político? ¿Cómo sería aquella «virgen del stádium» a la que yo ni siquiera había oído nombrar?

No fue una tarea sencilla descifrar los itinerarios de su biografía. Pregunté a los expertos más renombrados en la literatura de la época por el fantasma alado de aquella mujer, pero ninguno supo darme pistas. Fatigué archivos y bibliotecas, pero no conseguí encontrar rastro de aquel libro de versos, Caminos, influido según Ruano por Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. Nadie recordaba a Ana María Martínez Sagi: sus libros habían sido saludados con ditirambos unánimes en otro tiempo, pero su nombre había sido desterrado de las antologías y los diccio­narios. Recordé entonces que, en el prólogo de Caras, caretas y carotas, Ruano mencionaba que las entrevistas incluidas en el libro resumían diez años de trabajo en periódicos ya extintos, como El Heraldo, que casi nunca pagaban y hacían del periodismo una inacabable condena a galeras. Frecuenté durante años las hemerotecas, cifrando mis esfuerzos en el hallazgo de aquella entrevista extraviada entre bosques de tipografía borrosa. Cuando por fin di con ella (había sido publicada el 19 de junio de 1930), consulté los demás periódicos de Madrid en las fechas contiguas: para mi sorpresa, me topé con recensiones, entrevistas y artículos encomiásticos firmados por las plumas más reconocidas del momento desde Luis Astrana Marín a Rafael Cansinos-Asséns que no vacilaban en proclamar a Ana María «heredera de Rosalía de Castro» y en lanzarle piropos, no sé si galantes o literarios, que sin duda debieron de halagarla.

Una amiga a la que logré contagiar mis inquietudes, Noemí Montetes, localizó un ejemplar de Caminos (1929), el libro inaugural de Ana María Martínez Sagi, en la Biblioteca Central de Barcelona, así como un ejemplar de otro libro muy posterior, Laberinto de presencias (1969), que reposaba en los anaqueles de la biblioteca de la Universidad Rovira i Virgili, en Tarragona. Entretanto, otra amiga de Barcelona, Alicia Mairal, me llamó un día alborozada para comunicarme que, revisando los padrones de los pueblos barceloneses, había localizado a una anciana llamada Ana María Martínez Sagi, censada en Moià, una localidad cercana a Manresa. Escribí de inmediato una carta reverencial al domicilio donde, al parecer, se había sepultado en vida aquella misteriosa Ana María, solicitándole un encuentro. Durante un par de meses aguardé en vano su respuesta; cuando ya mis esperanzas estaban aniquiladas, una voz antigua como el mundo, muy debilitada o convaleciente, se asomó a mi teléfono, identificándose. Era aquella «virgen del stádium» a la que había entrevistado Ruano muchos años atrás, para entonces demolida por décadas de desengaño y olvido. Me confesó que la lectura de mi carta la había irritado sobremanera, no tanto por su contenido (que era incluso demasiado respetuoso), sino porque le recordaba que seguía viva justo cuando más vencida y anhelosa de encontrar la muerte estaba. Durante semanas la había tenido enterrada entre los prospectos de propaganda y los recibos de la luz, que para entonces eran ya los únicos inquilinos de su buzón; hasta que se dio cuenta de que, si no me respondía, todos los recuerdos que atesoraba se perderían para siempre, como lágrimas en la lluvia.

De la cuna a la poesía

A una edad muy temprana, mientras trastea en casa con su hermano Armando, aprovechando la ausencia de los padres, Ana María descubrirá en un armario un gorrito de marinero con una cinta azul sobre la que su madre había bordado con letras doradas el nombre de «Alejandro». Así fue como supo que doña Consuelo había deseado que naciese niño. Ignoro si la anécdota es cierta (fue la propia Ana María quien me la confió) o se trata de una elaboración posterior, pero, desde luego, las fricciones y desavenencias con su madre serían constantes desde la infancia, para agravarse durante la adolescencia y juventud, hasta llegar a la ruptura definitiva, por motivos que luego explicaremos. En sus inéditas Andanzas de la memoria, unas impresiones autobiográficas escritas a finales de los años sesenta o principios de los setenta, Ana María dedicará muchas páginas a evocar los desapegos e intemperancias de doña Consuelo, una mujer tan hermosa como tiránica que sólo satisfacía plenamente su vocación de mando con su hija menor, Berta, a la que lograría moldear a su imagen y semejanza. Ana María, en cambio, siempre se le mostró esquiva y buscó la compañía de su hermano Armando, que improvisaba partidos de fútbol en el pasillo de la casa. Los estropicios que ambos hermanos causaban en la vajilla familiar terminaron por convencer a sus padres de que debían internarlos en sendas instituciones educativas religiosas: Armando en los escolapios de Tarrasa y Ana María en el colegio de las hermanas de Saint Joseph de Cluny, donde recibió una esmerada educación afrancesada.

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