La voz sola - Ana María Martínez Sagi 2 стр.


Deporte, feminismo y República

a) La Nacionalitat de Catalunya i els seus drets a la completa llibertat. Propugnar lager­manament dels països dOc. Dret de tots els pobles a regir lliurement llurs destins.

b) Negació de tota mena de poder personal. Sobirania de la voluntat popular.

c) La llibertat de consciència i el respecte a totes les creences. Refusar a les religions la intromissió en la política i a les organitzacions polítiques la promiscuïtat amb les religions.

d) Resoldre la desigualtat dels estaments. Reivindicació de lobrer. Dret de tots els infants a leducació integral. Universitat popular.

a) La Nacionalitat de Catalunya i els seus drets a la completa llibertat. Propugnar lager­manament dels països dOc. Dret de tots els pobles a regir lliurement llurs destins.

b) Negació de tota mena de poder personal. Sobirania de la voluntat popular.

c) La llibertat de consciència i el respecte a totes les creences. Refusar a les religions la intromissió en la política i a les organitzacions polítiques la promiscuïtat amb les religions.

d) Resoldre la desigualtat dels estaments. Reivindicació de lobrer. Dret de tots els infants a leducació integral. Universitat popular.

Alas de luz en el alma

Y, no obstante ser Ana María una mujer ultra-sensitiva, es a la vez una fémina ultramoderna, que ama los deportes y los practica con singular entusiasmo.

El tenis es su juego preferido. Prodigiosa raquetista, la hemos visto bajo nuestro cielo añil, corriendo y agitando en alto la raqueta como si fuese una gran ala de mariposa.

Muchos de los poemas incluidos en Caminos habían aparecido previamente en el mencionado «Suplemento Femenino» de Las Noticias. En ellos comparece una joven que, a sus escasos veintidós años, sigue paseando por la vida con «alas de luz en el alma, / inquietud en las pupilas, / y en el corazón la llama / de la piedad encendida»; pero que, en medio de tanta inocencia, empieza a maldecir la desolada certeza de tantas noches «sin ternura, sin amor. / Sin encontrar un hermano / que comprenda cuán humano / es mi cáliz de dolor». A lo largo de todo el libro se reitera un afán generoso de donación, pero también la sospecha de que su «dolorido lamento / huirá en alas del viento / y nadie lo ha de escuchar». O que, en caso de que alguien lo escuche, «será tan tarde / que habrán muerto mis canciones / y mi juventud fragante / y serán nieve los labios / que no pudieron besarte». Quizá la mayor originalidad de Caminos consista en la omnipresencia de un amor blanco en el que quedan excluidos los tumultos de la pasión, «el deseo vil e impuro» del que ya la autora parece hastiada, antes incluso de haberlo conocido. Como modelo de ese amor sin mancha, la poetisa menciona el casto idilio (»todo blanco todo blanco») que la naturaleza mantiene con la luna. E invoca la presencia de un amado que es apenas la sombra de un sueño, un amado sin carnalidad que renuncie a los «besos de fuego / que queman los labios» y le ofrezca besos «como una azucena / de puros y blancos» que alejen «pasión y deseo».

«Luz y barro», tal vez el poema más memorable de Caminos, introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria: «No te acerques, pues, hombre. Tú estas hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa [...] / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha». Una angustiada repulsa ante el deseo masculino que hallamos, más o menos explícita o disimulada, en otras composiciones del libro, a veces disfrazada de una sublimación mística, a veces envuelta en una suerte de solidaridad panteísta, en comunión con el paisaje, que se convierte así en una proyección de su «alma cansada que vive sollozando»:

Hoy me da pena todo: los árboles desnudos,

la calle solitaria, la tarde tan callada,

los sollozos del viento que pasa enloquecido,

la canción melancólica de la fuente lejana.

La feliz inocencia de aquel niño que ríe,

la pureza inefable de sus pupilas claras,

la belleza infinita de su corazón limpio

que ha de saber tan pronto todas las cosas malas.

Y de esa percepción del dolor omnipresente que anida en el mundo surge una voz prematuramente desengañada y pesarosa («Tras el logro y la conquista, la renuncia. / Tras la fe, las hondas dudas torturantes. / Tras el goce y el amor, el desen­canto / infinito y el hastío de la carne») que, hacia el final del libro, se declara con sobrecogedor pesimismo «un astro lejano que ha tiempo que no brilla», «una tierra estéril sin frutos», «un verso no escrito», «un beso sin fuego, un cuerpo sin vida». En Caminos son fácilmente distinguibles las influencias de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (que había escrito «No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza / y es un hueco sonido de campanas mi risa»), de quien toma prestado el fervoroso panteísmo, liberándolo de su tórrida sensualidad. Y también son notorios los ecos de la argentina Alfonsina Storni, de quien nuestra autora heredó un deseo de sentirse alada y en perpetua donación a los demás, aunque esa donación la condujese al acabamiento (también la Storni había sentido el deseo de «ir cruzando la vida con alas en el alma, / con alas en el cuerpo, con alas en la idea / y un ligero cariño a la muerte que llega»). Pero, más allá de estas influencias incontestables, lo que distingue Caminos y lo eleva sobre el légamo de tópicos de un modernismo tardío es, precisamente, su clima de ingenuo misticismo, su calidad de azucena todavía no tronchada o de armiño que aún no ha mancillado su pelaje, a pesar de que ya se haya asomado a los continentes pavorosos de la angustia. Si en sus maestras sudamericanas el dolor o la exultación se expresan a través de la carne, en la Ana María Martínez Sagi de Caminos no encontramos otra expresión que la de un alma dispuesta a brindarse, tal vez también a inmolarse.

Назад Дальше