La voz sola - Ana María Martínez Sagi 7 стр.


En 1941, Ana María se unió al movimiento de la Resistencia francesa contra los nazis. Trabajó como conductora de una ambulancia y también procuró documentación falsa y pasaportes a aquellos que trataban de huir del país.

Toda mi vida he luchado contra la injusticia, la dictadura, la opresión me dice. Así que decidí incorporarme a la Resistencia. Salvé a muchos judíos y a muchos franceses que huían del avance nazi. Siempre fue algo voluntario. Siempre lo hice porque quise hacerlo.

Cuando le pregunté por las condiciones de Francia durante la guerra me respondió:

No puedes imaginarte el terror reinante. Todos teníamos miedo. Se nos asignaban raciones muy pobres de comida. Nos daban dos rebanadas de pan y un huevo, que debían durarnos toda una semana. El pan era por lo común verde, porque el pan en buenas condiciones lo enviaban a Alemania. Fue una situación terrible que padecieron en especial los ancianos y los niños.

Luego me describió la noche en la que pasó seis horas sobre una cornisa de apenas veinte centímetros de ancha, a seis alturas del nivel del suelo, escondiéndose de la Gestapo.

La Gestapo venía a arrestarme me dijo. Cuando la Gestapo venía por ti era porque tenían tu nombre y sabían lo que habías hecho en su contra. El concierge, que también pertenecía a la Resistencia, tenía un botón especial que podía pulsar y al instante se encendía una pequeña luz roja en mi habitación, alertándome de que algo sucedía. A causa del toque de queda de las ocho de la tarde, nadie tenía permiso para permanecer en las calles tras el anochecer Estaba todo tan silencioso que podías oír a los soldats y el ruido de sus botazas me dijo, alzándose para imitar una marcha nazi. Así que cuando llegó la Gestapo y se encendió la luz roja en mi apartamento supe al instante que no podía escapar, que no tenía tiempo para huir. Al pie de mi balcón había una cornisa, ni siquiera tan ancha como mi pie, que rodeaba el edificio. Aunque sufro de miedo a las alturas, el instinto de supervivencia es más fuerte. Poquito a poco, poquito a poco me deslicé sobre la cornisa, hasta llegar a la fachada norte del edificio, donde pude permanecer hasta que se marcharon. De modo que esperé y esperé. Me recité interiormente mis propios poemas, para mantener ocupada la mente. Aquellos tipos se quedaron en mi apartamento hasta las seis, tal vez las siete de la mañana. Para entonces, mis pobres piernas ya no podían aguantar más. Y finalmente escuche que se marchaban. Estaba tan exhausta y mi apartamento tan alejado que me dije: «Si encuentro la ventana de un baño abierta, me meteré dentro». Cuando me decidí a hacerlo, me topé con un pobre hombre que estaba afeitándose. Le dije: «Por favor, se lo ruego, no haga ruido o me atraparán». Estuve durante muchas horas en situación de peligro concluyó.

A mediados de 1942, Ana María obtiene un permiso para regresar a París, donde empieza a ganarse la vida como traductora para revistas cinematográficas, lectora para editoriales y profesora de español, a la vez que sigue colaborando con la Resistencia. Alquila una buhardilla en el barrio de Montparnasse, en plena avenida del Maine, la calle que cruza el cementerio. Allí, ante la tumba de Baudelaire, se encontrará con un viejo amigo de la juventud, César González-Ruano, que por entonces acababa de salir de la prisión militar de Cherche-Midi, donde había cumplido una confusa condena de tres meses. Ana María recordaba con inmenso cariño las reuniones en casa de Ruano, en compañía del escultor Mateo Hernández y el pintor Oscar Domínguez, entre otros. Y Ruano, de regreso a España, la incluye en una copiosa Antología de poetas españoles contemporáneos (1946) que realizó por encargo del editor Gustavo Gili, incorporando varios poemas inéditos de Ana María (que, sin duda, ella misma le procuró), nunca más recopilados en libro. La selección la precede una breve semblanza que nos brinda algún leve vislumbre de una mujer que ya no es aquella muchacha «apretada de soles», musculada y bella, cuyo primer libro de versos Ruano había celebrado en 1930:

Nació en Barcelona. Deportista. Campeona de disco y de natación. Es uno de los más fuertes temperamentos líricos de su generación femenina. En cierto modo, una enteriza y sensible continuadora de las poetisas americanas precursoras. Con quien puede tener más puntos de contacto es con Juana de Ibarbourou. Sus primeros versos, versos calientes y dorados de un Mediterráneo que ella interpreta y conduce por las venas de una poesía directa y sencilla, tienen una clave que responde a su misma vida, angustiada con sus misterios y secretos. Más tarde, un considerable avance hacia la precisión, no abandona nunca un marcado gusto por esa sencillez y ese amor hacia lo directo, hacia lo apasionado. Su poesía, cosa que comprendo perfectamente, se va alejando de lo expresivamente femenino, perdiendo sexo y haciéndose abstracta. Ana María Martínez Sagi durante estos últimos años vivía en París, en mi barrio de Montparnasse. Había luchado mucho con la vida y con los imperios obscuros de su mundo interior.

Y aún tendría que seguir luchando durante muchos años. Tras la liberación de París, Ana María sigue ganándose la vida con eventuales encargos de las editoriales y clases particulares de español. Hacía 1947, con dieciocho francos en el bolsillo, viaja a Cannes, donde empieza a trabajar como pintora callejera en el paseo de La Croisette, rescatando las enseñanzas que había recibido en la Llotja, allá en la adolescencia. Un día tendrá la ocurrencia de empezar a pintar con polvillo de oro fulares, que vende a la propietaria de una tienda de modas del Cap dAntibes, entre cuyas clientas se cuenta Yvonne Blanche Labrousse, más conocida como la Begún, la mujer del Aga-Khan, que además de adquirirle cientos de pañuelos la contrata como decoradora de su mansión. Con la fortuna que entonces logró reunir, Ana María Martínez Sagi adquirió una casa en Montauroux, en la Provenza, así como terrenos que dedicó al cultivo del espliego y el jazmín para la industria perfumera. Según nos aseguró, aquellos fueron los años más dichosos de su vida; y nunca dejó de añorarlos.

Pero aquellos cultivos florales, que durante algún tiempo le aseguraron unos ingresos que le permitirían viajar por medio mundo, fueron a la postre ruinosos. Hacia 1959, tal vez empujada por aquellos «imperios oscuros de su mundo interior» a los que se refería Ruano, cruzó el océano y viajó por diversos países de Hispanoamérica, hasta asentarse en los Estados Unidos, donde impartió clases en diversas instituciones académicas, especialmente en la Universidad de Urbana (Illinois), primeramente destinada durante dos años al departamento de Español, después al de Francés, donde permanecerá hasta 1977. Como las autoridades federales se negaban a concederle un permiso definitivo de residencia, Ana María tenía que solicitar cada curso un visado temporal que renovaba a su extinción, intercalando entre las peticiones estancias de cuatro meses fuera del país, que generalmente aprovechaba para viajar por Europa. En 1963 trató en vano de conseguir un permiso de residencia definitiva en Estados Unidos, para lo que aportó numerosas cartas de recomendación de profesores universitarios, que ponderan sus muchas capacidades, su cultura y generosidad, sus originales métodos de enseñanza y su dedicación a los alumnos; uno de los profesores, incluso, se permite recordar que, por hablar catalán, podría ser muy útil al Gobierno, si de nuevo hubiese que descifrar mensajes escritos en «lenguas poco conocidas», como había ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el permiso no le fue concedido y Ana María tuvo que seguir abandonando el país a cada poco. Así, por ejemplo, entre octubre de 1965 y mayo de 1966 estuvo ampliando sus estudios en la Alliance Française de París, lo que le permitió, a su vuelta a Illinois, mejorar en el escalafón académico. Un par de años más tarde, viendo que son muchos los exiliados sin delitos de sangre que, con el aperturismo de la dictadura de Franco, se atreven a regresar a España, solicita un año sabático en la Universidad para «preparar la publicación de sus manuscritos», que le es concedido.

Y es que, durante aquellas tres décadas de exilio, Ana María no había dejado de escribir poesía. Ha preparado un volumen, Laberinto de presencias (1969), que acabará ocupando casi cuatrocientas páginas, con una selección de sus mejores poemas, que distribuye en seis libros: Canciones de la isla (1932-1936); País de la ausencia (1938-1940); Amor perdido (1933-1968); Jalones entre la niebla (1940-1967); Los motivos del mar (1945-1955); y Visiones y sortilegios (1945-1960). Al final de cada poema, nuestra autora añade el lugar donde ha sido escrito, lo que convierte Laberinto de presencias en la ajetreada crónica de un exilio poético, un atlas de geografías errantes en el que se concitan, además de España, Francia y Estados Unidos, Suecia, Grecia, Italia, Bélgica y hasta regiones tan intrincadas como Laponia. Como contraste a tanta variedad cosmopolita, el libro fue impreso en un taller gráfico de León, seguramente recomendado por aquellas primas suyas que la acogieron en su casa, allá en la lejana juventud. En Laberinto de presencias predominan, por un lado, el impresionismo descriptivo, a veces de intención simbolista, y por otro, la incesante glosa de su amor inextinguible por Elisabeth Mulder, cuya evocación la sigue haciendo penar treinta años después. A pesar de su tono misceláneo y de los muy diversos estados de ánimo que alberga (como corresponde a un libro que resume casi cuarenta años de creación), prevalece en los seis libros de Laberinto de presencias cierto tono elegíaco y desgarrado, como de canto de un cisne que ha decidido habitar para siempre en un sueño mohoso y apartado.

En Canciones de la isla, Ana María se dedica a celebrar los paisajes de Mallorca, un paraíso que, más que recreado por la memoria, parece conmemorado por la inmediatez de los sentidos. En un tono exultante, la poeta canta el metal bruñido del mar y el olor de las algas putrefactas, las aliagas de los bosques y los limonares que perfuman los caminos, las playas de arenas rubias y la catedral de Palma («navío anclado en tierra bajo un palio de nubes»); y, en definitiva, la dicha fugaz de sentirse viva, bajo una bóveda de luz en la que ha quedado abolido el tiempo. En el último poema del libro, «Puerto de Alcudia», aparecen «dos sombras desveladas», asomadas a «una ventana en la noche», en pleno mes de abril, imagen que se repetirá profusamente en otros muchos poemas de Laberinto de presencias y, más tarde, en el libro inédito La voz sola.

La pura celebración de los sentidos que se enseñorea de Canciones de la isla es sustituida por una absorta nostalgia en País de la ausencia, poemario escrito mayoritariamente en Francia. Aquí rememora Ana María el sol de la infancia que iluminó sus estancias en Sentmenat; y también las «mañanas tersas y cándidas» de La Molina, donde esquiaba de joven entre «regimientos de abetos / con caperuzas albas». Pero, a la postre, sobre aquellos soles remotos triunfan las tinieblas del destierro; y entonces brota el «dolor de mi voz muerta / entre el arrebatado clamor de los vivos», y el país de la ausencia es evocado como una «paramera gigante» por la que desfila la machadiana sombra de Caín.

Amor perdido, por su parte, es sin duda el libro más logrado de Laberinto de presencias, y también el más estremecido por esa verdad clandestina que Ana María nunca se atrevió a pronunciar. Aquí la respiración del poema se hace más desbocada, como si el dolor de «aquel nombre que un día / le quemara los labios» no se aviniese con el ritmo quebrado de su anterior poesía. Causa sobrecogimiento y congoja comprobar cómo el amor que había golpeado a una veinteañera, «dejándola en una isla / de donde nunca volvió», persiste a lo largo del tiempo, como un «venablo de luz / hincado en el corazón», mientras la noche desfila por la tierra. En Amor perdido conviven el ensimismamiento de la nostalgia y el apóstrofe desesperado («Buscándote en cada cuerpo / viví maldiciendo a Dios»), el tentáculo feroz del deseo y la invención de mundos despoblados donde sólo sobrevive la ceniza de una pasión.

Jalones entre la niebla, por su parte, suma al dolor retrospectivo de aquel amor perdido en una «isla de ensueño» el dolor del exiliado que anhela la muerte como una liberación. Ana María evoca en este libro, como en un álbum de fotografías lóbregas, los paisajes de su éxodo; y la crónica del destierro se alterna con la descripción de la cárcel donde yace postrado su espíritu. Todo el poemario destila un sabor de lenta espina que se clava «carne adentro», mientras los «eternos fantasmas / y el nombre que no digo / el corazón me abrasan». Pero también asoman los poemas puramente descriptivos, como el que dedica al barrio de Montparnasse; incluso tiene cabida la felicidad, o al menos su espejismo, que cristaliza en las composiciones datadas en Montauroux. Tampoco los dos libros que completan Laberinto de presencias, Los motivos del mar y Visiones y sortilegios, se atreven a pronunciar el nombre de aquel amor de pupilas verdes que, «como un garfio agudo», había lastimado su memoria. En ellos, la voz de nuestra poeta va perdiendo fuelle o haciéndose impostada, mientras se acoge progresivamente a un surrealismo algo trivial o devaluado.

En los años siguientes, Ana María seguirá dando clases en Urbana durante el curso y visitando durante el verano Barcelona (donde acabará ahuyentando a sus pocas amistades y enzarzándose en biliosas querellas familiares con su hermana Berta) y Mallorca, donde la acoge la familia de su otra hermana, Mari Pepa. Brinda algún recital poético en librerías de la isla y pule un par de poemarios de muy distinto tono que nunca llegaría a publicar: Noche sobre el grito, imprecatorio y jeremíaco, donde expresa su dolor ante una España ingrata y extranjera que reniega de sus hijos dispersos por el mundo, mientras se entrega a la pitanza de la prosperidad recién adquirida; y La voz sola, delicado y doliente, a nuestro juicio la cima de su genio poético, que vuelve obsesivamente al corazón sangrante del recuerdo para glosar una vez más su remoto idilio con Elisabeth Mulder, allá en una isla real o soñada, epicentro perenne de su vida afectiva y poética. También entonces escribe sus inéditas Andanzas de la memoria, un compendio de amables y evocadoras estampas que no llegan a ser memorias y que rehúyen pudorosamente los aspectos más tortuosos y trágicos de su vida.

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