¿Qué impresión te produjo entrar en combate al lado de las fuerzas leales?
Una impresión inolvidable. Una cosa muy distinta es oír un tiroteo en la calle, estando una bajo techo, o escucharlo en mitad de un campo desierto, sin poder resguardarte, y sabiendo con certeza que las balas vienen en dirección tuya. Cuando oí el primer obús, me quedé paralizada. El segundo, lo vi estallar a pocos metros; pero yo estaba ya pegada a la tierra, adherida a los terrenos y a los rastrojos, con todas mis fuerzas. En dos horas me levanté para volver a tirarme rápidamente al suelo lo menos ochenta veces. Nunca había andado a gatas tanto trecho seguido. La sed me tenía exhausta. Sudaba a chorros. Como colofón, en el día de mi «debut», no quiso dejar tampoco la aviación enemiga de cooperar con el espectáculo. Nos envió unas cuantas bombas, pero yo me metí entre unas gavillas de trigo, y a pesar de que con las explosiones me caía encima una lluvia de piedras, no asomé la cabeza hasta que los aparatos no estuvieron por lo menos en Zaragoza. En fin: que fueron unas horitas deliciosas y entretenidas. El comandante Ortiz me decía luego, burlón: «¿No querías emociones violentas y aventuras sensacionales? Pues ahí las tienes. Supongo que el programa no te habrá defraudado». Al día siguiente, nuestras fuerzas tomaron cumplida revancha. Las baterías no cesaron de disparar y el bombardeo de nuestra aviación sembró el pánico entre las huestes enemigas. ¡Cómo me parecía entonces divertido observar por el telémetro los efectos de nuestras granadas rompedoras y de las bombas incendiarias!
Cuando le preguntan si piensa escribir algún «libro-reportaje de la lucha por tierras aragonesas», Ana María responderá de manera un tanto críptica: «Lo desearía, pero no tengo tiempo. En colaboración tal vez podría escribirlo. Yo tenía elegido un nombre: el de una escritora de gran inteligencia, cultura y sensibilidad y de auténtico espíritu republicano, pero he fracasado en mis gestiones»62. Y asegura que, tras reponerse de sus heridas, está dispuesta a volver al frente e incorporarse otra vez como reportera en apenas un par de días. Pero, extrañamente, en La Noche no volvió a aparecer ninguna crónica o reportaje suyo.
¿Qué es lo que le sucedió a Ana María en su regreso al frente de Aragón? Porque sabemos, en efecto, que tal regreso se produjo. En una crónica aparecida el 23 de septiembre en el diario anarquista Solidaridad Obrera, el corresponsal de guerra Baltasar Miró63 narra su llegada a Lécera (Zaragoza), «un pueblo triste, de casas parduscas y estrechas, melancólicas ahora bajo el ruido monótono de la lluvia», y, tras preguntar a los guardias civiles dónde se halla el Comité de Guerra, lo envían a una pequeña habitación en la que «unos hombres jóvenes, sentados alrededor de una mesa campesina, fuman incansablemente», mientras en un ángulo, sobre una pequeña cama, «está tendida una muchacha bajita que viste pantalones largos y habla acompañando sus palabras con gestos enérgicos, seguros. Es la periodista barcelonesa Ana María Martínez Sagi». ¿Por qué las crónicas de nuestra autora no volvieron a aparecer en La Noche? No nos extrañaría que fuese por extrañas desconfianzas del mando64, o por razones de censura política, o bien porque sus osadías y altiveces hubiesen provocado su preterición. Hemos rebuscado incansablemente otras publicaciones barcelonesas, pero no hemos conseguido encontrar la firma de Ana María en ninguna durante estos meses. Sabemos, en cambio, que a principios de octubre65 tuvo la desgracia de sufrir, mientras recorría el frente, un accidente automovilístico que le produjo una fractura de clavícula y la obligó a trasladarse nuevamente a Barcelona, donde fue hospitalizada. Y en Barcelona se halla todavía el 6 de enero de 1937, fecha en la que solicita su inscripción en la Agrupación Profesional de Periodistas de la U. G. T.66, apenas unos pocos días antes de que su firma se consolide en Nuevo Aragón, el diario anarquista «portavoz del Consejo Regional de Defensa», que estrena su andadura el 20 de enero de 1937 y que desaparecerá el 11 de agosto del mismo año, con la disolución por orden gubernativa del Consejo. Nuevo Aragón se imprimía en Caspe, a la sazón capital del Aragón republicano, bajo control de los anarquistas, que consiguieron imponer (tras una dura represión) un régimen de colectividades y actuar con una independencia que siempre fue contemplada con irritación por el Gobierno republicano. En sus artículos de Nuevo Aragón comienza nuestra autora a firmar «Ana María Sagi», extirpándose el «Martínez» paterno; decisión por completo sorprendente, si consideramos que siempre se había sentido más vinculada a su padre (y que seguía tributando aversión a su madre, con la que nunca se reconcilió). Pero tal vez Ana María pensase que así su firma se impondría mejor y resultaría más eufónica y fácilmente reconocible para sus lectores. Resulta evidente a todas luces que su posición en Nuevo Aragón era privilegiada: alardea de su amistad con Joaquín Ascaso, presidente del Consejo; asume con frecuencia un consciente protagonismo (como, por ejemplo, cuando se encarga de entrevistar al presidente Companys en su visita a Caspe); no se recata de lanzar agrios reproches a las poblaciones de la retaguardia, poco comprometidas con los esfuerzos del frente; y, en general, se permite en su labor informativa movimientos y actitudes que estaban vedados a la mayoría de los corresponsales de guerra. Las aportaciones de Ana María Sagi a Nuevo Aragón son muy variadas, desde la crónica de guerra dictada al teléfono al poema elegíaco; y destaca, sobre todo, en su periodismo atento al «factor humano» (aunque, desde luego, no falten tampoco las piezas más crudamente propagandísticas).
Cuando el Consejo de Aragón sea disuelto, en agosto de 1937, y las tropas de Líster se impongan en el territorio, Ana María desaparecerá misteriosamente sin dejar ni rastro. No hemos podido encontrar su firma en ninguna otra publicación a partir de este momento. Imaginamos que, como casi todos los anarquistas que no fueron detenidos y encarcelados, volvería a Barcelona, mohína y escarmentada, con muy pocas ganas de hacerse notar. Tampoco nos atrevemos a descartar que aprovechase las influencias de su cuñado diplomático (que había mandado a su mujer e hijos a Toulouse, ahorrándoles las penurias de la guerra) para escapar a Francia, como hicieron por entonces otros libertarios, temerosos de las represalias comunistas67. En las conversaciones que mantuve con una Ana María anciana, su testimonio siempre fue invariable: había cruzado la frontera por Cerbère el 29 de enero de 1939, coincidiendo con la entrada de las tropas del general Yagüe en Barcelona; y recordaba vívidamente hasta los detalles más nimios de aquella terrible desbandada republicana a través de la frontera, primero al volante de un viejo automóvil atestado al que se le acabó partiendo el eje, después a pie, bajo una tormenta de nieve, hasta alcanzar territorio francés, donde fue socorrida por unos cuáqueros a las afueras de Perpiñán. Según esta versión, se habría librado, gracias a la intervención de su cuñado diplomático, de los campos de concentración donde la mayoría de los exiliados españoles fueron hacinados; y, finalmente, se habría reunido en Toulouse con su hermana Mari Pepa y con sus sobrinos68. Ya no volvería a pisar el suelo que la vio nacer hasta treinta años después.
Un laberinto de presencias
Si se le hubiese ocurrido hacerlo antes, habría tenido seguramente que afrontar una condena de cárcel. El 7 de julio de 1939, el pleno del Ayuntamiento de Barcelona acuerda su destitución «con pérdida de todos sus derechos y haberes desde el 18 de julio de 1936», por no haberse «reintegrado al servicio municipal después de la liberación de la ciudad sin que haya justificado dicha actitud». Y dos años más tarde, el Juzgado Instructor de Depuración de Funcionarios Municipales ratificaba el acuerdo del Ayuntamiento, tras incoar una investigación sobre la «conducta político-social» de Ana María Martínez Sagi. El informe69 que se remite a este Juzgado desde la Delegación Provincial de Información e Investigación de Falange Española no puede ser más elocuente:
Un laberinto de presencias
Si se le hubiese ocurrido hacerlo antes, habría tenido seguramente que afrontar una condena de cárcel. El 7 de julio de 1939, el pleno del Ayuntamiento de Barcelona acuerda su destitución «con pérdida de todos sus derechos y haberes desde el 18 de julio de 1936», por no haberse «reintegrado al servicio municipal después de la liberación de la ciudad sin que haya justificado dicha actitud». Y dos años más tarde, el Juzgado Instructor de Depuración de Funcionarios Municipales ratificaba el acuerdo del Ayuntamiento, tras incoar una investigación sobre la «conducta político-social» de Ana María Martínez Sagi. El informe69 que se remite a este Juzgado desde la Delegación Provincial de Información e Investigación de Falange Española no puede ser más elocuente:
La informada está conceptuada como persona de ideas rojo-separatistas.
Pertenecía a Esquerra Republicana de Cataluña, figurando también entre los elementos de la C. N. T.
El 30 de julio del 36 se alistó voluntariamente en las milicias que partieron hacia el frente de Aragón, donde estuvo en calidad de miliciana, dejando de prestar por dicho motivo y durante bastante tiempo sus funciones en el Ayuntamiento.
En todas sus manifestaciones demostró su adhesión a la causa roja.
Cuando este expediente de depuración concluya, Ana María lleva ya mucho tiempo en Francia. Contamos con muy poca documentación sobre los años de exilio de nuestra autora, por lo que a partir de ahora tendremos que fiarnos de su testimonio. Tras una breve estancia en Toulouse, decide marchar a París cuando su hermana y sus sobrinos vuelven a Barcelona. Allí pasará penurias varias, hasta llegar a dormir en los bancos de los parques; allí asistirá, en junio de 1940, a la derrota ignominiosa de Francia y a la entrada triunfal del ejército alemán. Un edicto de los invasores estipulaba que los refugiados políticos residentes en París fuesen trasladados a provincias para evitar conspiraciones y conciliábulos. A nuestra autora le es adjudicado como destino Chartres, donde conseguirá trabajo como dependienta de una pescadería e ingresará en un grupo de resistentes formado por franceses, polacos y checos. Sobre su participación en la Resistencia francesa hemos hallado este testimonio en una entrevista de Karen Robinson publicada por The Champaign-Urbana News Gazette el 19 de junio de 197770:
En 1941, Ana María se unió al movimiento de la Resistencia francesa contra los nazis. Trabajó como conductora de una ambulancia y también procuró documentación falsa y pasaportes a aquellos que trataban de huir del país.
Toda mi vida he luchado contra la injusticia, la dictadura, la opresión me dice. Así que decidí incorporarme a la Resistencia. Salvé a muchos judíos y a muchos franceses que huían del avance nazi. Siempre fue algo voluntario. Siempre lo hice porque quise hacerlo.
Cuando le pregunté por las condiciones de Francia durante la guerra me respondió:
No puedes imaginarte el terror reinante. Todos teníamos miedo. Se nos asignaban raciones muy pobres de comida. Nos daban dos rebanadas de pan y un huevo, que debían durarnos toda una semana. El pan era por lo común verde, porque el pan en buenas condiciones lo enviaban a Alemania. Fue una situación terrible que padecieron en especial los ancianos y los niños.
Luego me describió la noche en la que pasó seis horas sobre una cornisa de apenas veinte centímetros de ancha, a seis alturas del nivel del suelo, escondiéndose de la Gestapo.
La Gestapo venía a arrestarme me dijo. Cuando la Gestapo venía por ti era porque tenían tu nombre y sabían lo que habías hecho en su contra. El concierge, que también pertenecía a la Resistencia, tenía un botón especial que podía pulsar y al instante se encendía una pequeña luz roja en mi habitación, alertándome de que algo sucedía. A causa del toque de queda de las ocho de la tarde, nadie tenía permiso para permanecer en las calles tras el anochecer Estaba todo tan silencioso que podías oír a los soldats y el ruido de sus botazas me dijo, alzándose para imitar una marcha nazi. Así que cuando llegó la Gestapo y se encendió la luz roja en mi apartamento supe al instante que no podía escapar, que no tenía tiempo para huir. Al pie de mi balcón había una cornisa, ni siquiera tan ancha como mi pie, que rodeaba el edificio. Aunque sufro de miedo a las alturas, el instinto de supervivencia es más fuerte. Poquito a poco, poquito a poco me deslicé sobre la cornisa, hasta llegar a la fachada norte del edificio, donde pude permanecer hasta que se marcharon. De modo que esperé y esperé. Me recité interiormente mis propios poemas, para mantener ocupada la mente. Aquellos tipos se quedaron en mi apartamento hasta las seis, tal vez las siete de la mañana. Para entonces, mis pobres piernas ya no podían aguantar más. Y finalmente escuche que se marchaban. Estaba tan exhausta y mi apartamento tan alejado que me dije: «Si encuentro la ventana de un baño abierta, me meteré dentro». Cuando me decidí a hacerlo, me topé con un pobre hombre que estaba afeitándose. Le dije: «Por favor, se lo ruego, no haga ruido o me atraparán». Estuve durante muchas horas en situación de peligro concluyó.
A mediados de 1942, Ana María obtiene un permiso para regresar a París, donde empieza a ganarse la vida como traductora para revistas cinematográficas, lectora para editoriales y profesora de español, a la vez que sigue colaborando con la Resistencia. Alquila una buhardilla en el barrio de Montparnasse, en plena avenida del Maine, la calle que cruza el cementerio. Allí, ante la tumba de Baudelaire, se encontrará con un viejo amigo de la juventud, César González-Ruano, que por entonces acababa de salir de la prisión militar de Cherche-Midi, donde había cumplido una confusa condena de tres meses. Ana María recordaba con inmenso cariño las reuniones en casa de Ruano, en compañía del escultor Mateo Hernández y el pintor Oscar Domínguez, entre otros. Y Ruano, de regreso a España, la incluye en una copiosa Antología de poetas españoles contemporáneos (1946) que realizó por encargo del editor Gustavo Gili, incorporando varios poemas inéditos de Ana María (que, sin duda, ella misma le procuró), nunca más recopilados en libro. La selección la precede una breve semblanza que nos brinda algún leve vislumbre de una mujer que ya no es aquella muchacha «apretada de soles», musculada y bella, cuyo primer libro de versos Ruano había celebrado en 1930:
Nació en Barcelona. Deportista. Campeona de disco y de natación. Es uno de los más fuertes temperamentos líricos de su generación femenina. En cierto modo, una enteriza y sensible continuadora de las poetisas americanas precursoras. Con quien puede tener más puntos de contacto es con Juana de Ibarbourou. Sus primeros versos, versos calientes y dorados de un Mediterráneo que ella interpreta y conduce por las venas de una poesía directa y sencilla, tienen una clave que responde a su misma vida, angustiada con sus misterios y secretos. Más tarde, un considerable avance hacia la precisión, no abandona nunca un marcado gusto por esa sencillez y ese amor hacia lo directo, hacia lo apasionado. Su poesía, cosa que comprendo perfectamente, se va alejando de lo expresivamente femenino, perdiendo sexo y haciéndose abstracta. Ana María Martínez Sagi durante estos últimos años vivía en París, en mi barrio de Montparnasse. Había luchado mucho con la vida y con los imperios obscuros de su mundo interior.
Y aún tendría que seguir luchando durante muchos años. Tras la liberación de París, Ana María sigue ganándose la vida con eventuales encargos de las editoriales y clases particulares de español. Hacía 1947, con dieciocho francos en el bolsillo, viaja a Cannes, donde empieza a trabajar como pintora callejera en el paseo de La Croisette, rescatando las enseñanzas que había recibido en la Llotja, allá en la adolescencia. Un día tendrá la ocurrencia de empezar a pintar con polvillo de oro fulares, que vende a la propietaria de una tienda de modas del Cap dAntibes, entre cuyas clientas se cuenta Yvonne Blanche Labrousse, más conocida como la Begún, la mujer del Aga-Khan, que además de adquirirle cientos de pañuelos la contrata como decoradora de su mansión. Con la fortuna que entonces logró reunir, Ana María Martínez Sagi adquirió una casa en Montauroux, en la Provenza, así como terrenos que dedicó al cultivo del espliego y el jazmín para la industria perfumera. Según nos aseguró, aquellos fueron los años más dichosos de su vida; y nunca dejó de añorarlos.