En la evolución por el impulso vital, el hombre representa un estado supremo, reconoce Bergson, pero bajo una total indeterminación. Somos una maravillosa manifestación del impulso creador, pero del mismo modo que estamos aquí podríamos no estar. Al igual que ocurre con la discusión científica en torno al origen de la vida, cabe la posibilidad de preguntarse en torno al origen del impulso vital. Una vez que la vida aparece, el impulso también lo hace. De hecho, serían equivalentes. Responder con una teoría al origen de la vida es responder al origen del impulso. Pero esa teoría no estaba disponible en su época, y en la actualidad seguimos investigando sobre ella con más o menos ahínco. La evolución, de forma indeterminada, ha conducido al hombre, quien, a juicio de Bergson, constituye una entidad que pone de manifiesto la total libertad del impulso creador. Toda esta metafísica no es incompatible con la ciencia y la explicación del origen y la evolución de la vida.
El hombre es un ser más producto de la evolución, ciertamente. Para Bergson, no obstante, nuestra inteligencia racional es algo que nos ha permitido dominar la naturaleza. Pero tal cualidad no es la apropiada para captar aquello que la vida es. Según este filósofo, tal aprehensión se puede producir recurriendo a otra cualidad general que el impuso vital hace presente en todos y cada uno de los seres vivos: el instinto. Es el instinto el que puede promover en el hombre la intuición que necesitamos para captar la vida en toda su dimensión. No necesariamente es esta una tesis que se pueda compartir en función de la visión retrospectiva desde la ciencia actual. Porque la inteligencia humana tal y como hoy la conocemos es más que inteligencia adaptada para el dominio de las cosas o el control del mundo. La inteligencia es más que racionalidad. La intuición es una manifestación más, entre varias, de la inteligencia. Y, en todo caso, el hombre, con toda la singularidad que conlleva el despliegue de su inteligencia, es un ser que puede mirar retrospectivamente el camino que lo ha generado. Sabemos del árbol más o menos sinuoso en el que nos situamos y en qué momento apareció la rama que nos trajo al mundo. Nos acercamos con celeridad a disponer de una inteligibilidad de la vida. Bergson no creía que la racionalidad fuera suficiente para proporcionarla. Mi cuestión, de nuevo, es si mantendría tal afirmación de conocer los avances que se han producido durante el siglo XX en torno a la célula y la evolución de los organismos.
¿Y qué decir de la entelequia o fuerza vital de Hans A. E. Driesch? Para este científico, al que también se le ha calificado de vitalista, la célula no se capta en sus componentes. Cuando entramos en sus detalles somos capaces de advertir componentes o procesos que se asimilan perfectamente a fenómenos físicos y químicos. Pero tales componentes materiales de la célula no permiten entender lo que la célula es, o en todo caso describirla. Para Driesch debe existir algo en ella, una entidad que califica de no espacial, intensiva y cualitativa a la que necesita recurrir para poder afirmar que una célula, la unidad mínima de lo vivo, es algo distinto de un ente físico no vivo. Es cierto que la célula se compone de entes espaciales, extensos y cuantitativos, pero lo que la célula sea no se capta por la mera combinación de estos. Hay algo más, una propiedad que le da su ser, la de ser vivo. Driesch, como Bergson, estaba lejos de poder vislumbrar qué fuera tal entidad, que, por otra parte, gozaba de la enorme capacidad, singular en el mundo, de que los seres imbuidos con ella eran capaces de evolucionar y modificarse.
Ernst Mayr, en un ejercicio clarividente con el fin de justificar la problemática planteada por los autores vitalistas, afirma en el 2002, en la conferencia Walter Arndt sobre la autonomía de la biología, que:
Sería ahistórico ridiculizar a los vitalistas. Cuando uno lee los escritos de uno de los líderes del vitalismo, Driesch, acaba por estar de acuerdo con él en que muchos de los problemas básicos de la biología simplemente no pueden ser resueltos con una filosofía como la de Descartes, para el que un organismo es una máquina (...). La lógica de la crítica de los vitalistas fue impecable. Pero todos sus esfuerzos por encontrar una respuesta científica a los denominados fenómenos vitalistas fueron fallidos (...). El rechazo de la filosofía reduccionista no es un ataque al análisis. Los sistemas complejos no pueden ser entendidos sin un análisis minucioso. Pero las interacciones de los componentes deben ser consideradas tanto como las propiedades de los componentes aislados.
El crédito que Mayr da a los vitalistas no puede ser mayor. Por un lado, afirma que estos no estaban dispuestos a asumir que un ser vivo, una célula en su expresión más elemental, fuera una máquina. Desechan la concepción cartesiana de la equivalencia entre máquina y ser vivo. Esa equivalencia está en la base, según Mayr, de una filosofía reduccionista que vitalistas científicos como Driesch no estuvieron dispuestos a aceptar. Aunque sea de forma retrospectiva, hoy claramente podemos afirmar que un ser vivo, de ser como una máquina, es una muy especial. Tiene una particular capacidad de sortear los problemas y los defectos y seguir funcionando a pesar de ellos, siempre y cuando no sean muy destructivos. Pero, desgraciadamente, los vitalistas científicos tuvieron un problema monumental: no encontraron forma, con las herramientas conceptuales y técnicas de su tiempo, así como datos empíricos, de dar con una explicación científica de lo que pudiera ser un ente vivo. No negaban el valor que el estudio analítico de los seres vivos pudiera tener para poder comprender mejor la complejidad intrínseca que estaba asociada a ellos. De hecho, Mayr sopesa el valor del análisis en su justa medida pero, al igual que los vitalistas de otrora, quiere entender que la vida necesita ser estudiada al mismo tiempo con otras aproximaciones. Mayr reivindica a los vitalistas porque son antecesores de una tesis que le resulta preciosa: la de que la biología es una ciencia autónoma. Por otro lado, este científico trata de poner en contexto actual la citada autonomía. Y es entonces cuando introduce la noción, muy moderna, de la interacción entre los componentes. Para Mayr las interacciones son tan importantes como los componentes. Por lo tanto, cabe formularse la siguiente pregunta: ¿eran las interacciones de los componentes el elemento clave que añadir al conjunto para poder dar con una explicación cabal de esa entidad a la que llamamos vida? ¿Es la interacción, en sentido genérico y cualitativo, la ansiada fuerza vital de Bergson o la entelequia de Driesch? Muy probablemente. Esta obra es una excursión intelectual que toma la noción de interacción como algo muy propio de los fenómenos complejos presentes en la naturaleza, los asociados a la vida y, particularmente, a su unidad básica, la célula. De la interacción surgen las emergencias, y estas pueden constituir nuevos niveles de organización con su propia lógica y sus propias leyes. La vida es un fenómeno emergente y representa un nivel de organización que dispone de leyes propias para su propia comprensión con respecto a los elementos que la componen. Tanta ha sido la insistencia histórica de esta cuestión por parte de ciertos filósofos y biólogos holistas que casi podemos afirmar que ha sido una tradición secular que ha corrido paralela a otras de carácter más analítico, una tradición siempre presente, crítica, minoritaria, pero persistente. Una tradición que ha estado esperando la llegada de su momento de gloria. Son varios los factores que ha sido necesario que se materializasen para poder afirmar que el momento del holismo biológico ha llegado. La biología, o una cierta tradición de esta poco proclive al análisis, ha sido una ciencia abanderada del emergentismo y sostenedora de la tesis de que cada nivel de organización tiene sus propias leyes. La biología ha inculcado en otras ciencias, la física incluida, tal filosofía.
3.
EL BRICOLAJE EVOLUTIVO
Leí con pasión la obra de François Jacob, La lógica de lo viviente, al poco de aparecer su edición en español. Es un pequeño tesoro intelectual en mi biblioteca, entre otras cosas porque lleva una dedicatoria del autor, aprovechando el nombramiento como Doctor Honoris Causa por la Universitat de València en 1993. Debo comentar la emoción que aprecié en sus ojos cuando los profesores o investigadores, algunos ya entrados en años, nos acercamos a él el día de la ceremonia y con ejemplares bien manidos nos dedicó la edición del año 1973. Su obra entró en nuestro país por la mejor puerta, la de los jóvenes de mi generación ávidos por tener un referente de la nueva biología. A diferencia de la obra de Monod, más filosófica, la de Jacob es un repaso de la moderna historia de la biología, pero un repaso interpretado desde un posicionamiento científico que él suscribe y al que denomina biología tomista o reduccionista. Comenta Jacob:
Contrariamente a lo que se suele imaginar frecuentemente, la biología no es una ciencia unificada. La heterogeneidad de los objetos, la divergencia de los intereses, la variedad de las técnicas, todo contribuye a multiplicar las disciplinas. En los extremos del abanico se distinguen dos grandes tendencias, dos actitudes que acaban por oponerse radicalmente. La primera de estas actitudes puede ser calificada de integrista o evolucionista (...). El biólogo integrista se niega a considerar que todas las propiedades de un ser vivo, su comportamiento, sus logros, pueden explicarse solo por sus estructuras moleculares. Para él la biología no puede reducirse a la física y a la química. No es que quiera invocar lo incognoscible de una fuerza vital. Sino que piensa que la integración, en cualquier nivel, da a los sistemas propiedades que no tienen sus elementos. El todo no es tan solo la suma de sus partes.
En el otro polo de la biología se manifiesta la actitud opuesta que podemos llamar tomista o reduccionista. Para el tomista el organismo es sin duda un todo, pero hay que explicarlo solamente por las propiedades de sus partes. La biología tomista busca dar cuenta de las funciones por medio únicamente de las estructuras. Sensible a la unidad de composición y funcionamiento que se observa detrás de la diversidad de los seres vivos, ve en las conquistas del organismo la expresión de sus reacciones químicas (...). Según esta perspectiva no existe ningún carácter del organismo que no pueda, a fin de cuentas, ser descrito en términos de moléculas y sus interacciones. Ciertamente, no se trata de negar los fenómenos de integración y de emergencia. Es evidente que el todo puede tener propiedades de las que están desprovistos los constituyentes. Pero estas propiedades resultan de la estructura misma de estos constituyentes y su disposición.
La biología, sostiene Jacob, no es una ciencia unificada. Y no lo es porque a través de su enorme heterogeneidad de observables y métodos existe una polarización, dos tendencias extremas, continúa Jacob, que acaban por oponerse frontalmente. Conviene preguntarse si la biología, como ciencia, no debiera acabar de unificarse por medio de una teoría general que unifique esos extremos. Probablemente ese sea el objetivo de una teoría de la biología, es decir, una biología con teoría. Jacob reconoce que la biología contiene mucha generalización y poca teoría, siendo la de la evolución una de las pocas que gozan de una posición privilegiada y cierto predicamento tanto dentro como fuera de la propia biología. Reconoce Jacob que se trata de una ciencia que adolece del problema de la historicidad, y que se basa en la reconstrucción de los hechos pero se presta poco a la comprobación directa. Tanto de la frase anterior como de las consideraciones que acabo de hacer uno puede colegir fácilmente el posicionamiento de Jacob en el dominio de lo que vino en llamarse, una vez se descubrió la estructura del dna, la moderna biología. En efecto, desde entonces la biología se ha constituido en una poderosa disciplina por su capacidad para llegar a las entrañas de la célula, a la estructura y a la función de sus moléculas y a las interacciones que ellas mantienen. Si Mayr, decididamente, quiere mantener la autonomía de la biología al manifestar que los seres vivos exhiben propiedades en algún momento o en algún nivel de su organización o jerarquía que no son reducibles a sus componentes Mayr sería un buen exponente de la biología integrista, Jacob se inclina por la tesis de que los componentes, en esencia el dna, el programa, despliega todas las propiedades, incluidas las emergentes. Jacob se inclina por la biología tomista o reduccionista.
Conviene apreciar algo en Jacob que no debiera escapársenos: se inclina por la biología reduccionista, pero admite las propiedades emergentes y las interacciones. Probablemente la biología molecular en su génesis está muy orientada a la práctica de una metodología experimental que trata de aislar los problemas y desentrañar la estructura y la función de los componentes aislados. Si esos componentes son los moleculares y si en su propia estructura se encuentra la capacidad de generar emergencias cuando interaccionan entre ellos, casi de forma mecánica, esa es otra cuestión. Pero resulta importante para la tesis que deseo mantener aquí el hecho de que para un biólogo tan fundamental en la moderna biología como es Jacob, de tendencia reduccionista, la emergencia se contemple como algo admisible. Jacob, de hecho, se encuentra sumergido en esa corriente de la historia de la biología que muestra la particularidad del fenómeno vital. Él mismo recoge en su libro la afirmación que Claude Bernard hace al respecto de lo vivo:
Admitiendo que los fenómenos vitales se relacionan con manifestaciones físico-químicas, lo cual es cierto, la cuestión en conjunto no queda por ello esclarecida; porque no es un encuentro fortuito de fenómenos físico-químicos el que construye a un ser dentro de un plan y según un diseño fijados y previstos de antemano (...). Los fenómenos vitales tienen sus condiciones físico-químicas rigurosamente determinadas; pero al mismo tiempo se subordinan y se suceden en un encadenamiento y según una ley previamente fijados: se repiten eternamente, con orden, regularidad, constancia y se armonizan a fin de obtener un resultado que es la organización y el crecimiento del individuo, animal o vegetal.
También Claude Bernard, desde su experiencia como padre de la fisiología moderna, y sin necesidad de recurrir, como Bergson o Driesch, a entelequia o fuerza vital alguna, reconoce que el orden que opera en los seres vivos es de un cuño particular. Es un orden emergido, dirigido, controlado, pero en ningún caso por algo externo. Es un orden interno, le viene al ser vivo desde dentro. Los procesos físico-químicos que acontecen en él no son fortuitos, están plenamente dirigidos.
¿Hasta dónde podemos retrotraer esta polarización de la biología? Aunque el estudio de lo vivo es complicado porque es extraordinariamente compleja la diversa fenomenología que se agrupa bajo el epígrafe de vivo, lo cierto es que ha existido, exactamente como lo manifiesta Jacob, una tradición no resuelta de pensamiento integrista-evolucionista y pensamiento tomista-reduccionista. La resolución de esa polarización constituye, como ya he comentado, la génesis de una teoría sobre lo vivo y de una biología teórica que admite en su seno reflexiones en torno a la filosofía natural de los seres vivos. Las acepciones que en la tercera parte de esta obra desarrollaré para poder perfilar estas dos concepciones de la biología las denominaré sintética y analítica, respectivamente. No hay una equivalencia completa entre mi noción de biología sintética y biología integrista-evolucionista, por un lado, y biología analítica y biología reduccionista, por otro. El motivo radica, fundamentalmente, en que el reduccionismo admite varias acepciones, bien desarrolladas en la filosofía de la ciencia, particularmente en la de la biología, y a la que Jacob se adscribe y que bien pudiera representar una mezcla de dos de ellas: una extrema representada por el reduccionismo ontológico, y otra de menor trascendencia o reduccionismo metodológico. El reduccionismo ontológico es equivalente a la acepción que sustenta Jacob de que las moléculas biológicas, particularmente el dna como programa informacional, conllevan todos los requisitos para poder entender todas las manifestaciones de lo vivo, incluidas las manifestaciones emergentes. El reduccionismo metodológico es el propio de las ciencias experimentales de la ciencia en general podría decirse. En efecto, para poder estudiar cualquier fenómeno complejo hay que concentrarse en el estudio de sus partes componentes.