Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч 2 стр.


El gaucho bajó la vista, y su compañero, un indio petisito, casi adolescente todavía, después de mirar de reojo al patrón acercóse nuevamente al animal:

 ¡Ingo!

El tubiano, aislado en un ángulo, temblaba como una gama cautiva, y de cuando en cuando bajaba la cabeza resoplando con fuerza.

El indio, con la mano izquierda tendida hacia el hocico anheloso del redomón, y la derecha en que llevaba el bozal oculta detrás del cuerpo, avanzó lentamente.

 ¡Chit chit chit!

Pero, en cuanto quiso pasar la mano cautelosa por debajo de la garganta del tubiano, éste se tendió de lado bruscamente, y fué a mezclarse entre el remolino de la tropilla asustada.

 ¡Eh! ¡mancarrón de tal, hijuna tal! gritó con rabia el muchacho con toda su boca.

Al patrón se le pusieron las pupilas pequeñitas y brillantes, y produjo con la nariz ese sonido breve de aire que se expulsa con violencia, que le era característico.

 ¡Límpiate la boca, sarnoso! dijo al cabo, pálido de rabia ; ¡límpiate la boca, que estás delante de la gente!

El chico se puso verde, bajó la vista y quedó como clavado en el sitio.

El otro gaucho miró primero el campo, luego se inclinó para atarse una alpargata que estaba perfectamente atada, y hasta los animales permanecieron inmóviles dentro de aquel ambiente incómodo y violento.

Don Pancho mantuvo sus ojillos pardos clavados en el rostro del indio, que miraba el suelo; hasta que, por fin, no viendo ni la sombra de una probable contestación, dijo tranquilamente al gaucho de la alpargata:

 A ver, agárralo vos; este otro es un animal.

El hombre tornó a arrinconar al tubiano a fuerza de ¡ingos! y de silbidos, mientras don Pancho armaba un cigarrillo y miraba la escena de vez en cuando.

El animal paró en uno de los ángulos del corral, del lado de la puerta.

¡Chit chit chit! susurró el gaucho, y comenzó a atracarse; pero se veía claramente, por la actitud del animal nervioso, que no lograría su objeto.

 ¡Chit chit chit!

La mano extendida del hombre, ya olfateada por el bruto, iba corriéndose por debajo de la mandíbula, cuando el tubiano, encogiéndose bruscamente, giró sobre sí mismo, presentando el anca, y el gaucho tuvo que retroceder un paso por temor a las patas.

Entonces fué cuando el patrón silbó con su silbido famoso, ese silbido autoritario y sonoro que baja los cogotes más alto, como la gravitación enorme de un gran yugo, y que tiene un no sé qué de inapelable.

Todos los caballos volvieron la cabeza, y el redomón tubiano se dejó agarrar impunemente, erguidas las orejas y fijos los ojos temerosos en el sombrero blanco del patrón.

Por eso es que, cuando don Pancho emite este nuevo silbido que hace mirar hacia el espacio al gallo desconfiado, cesan como por encanto los rumores que se oían del lado de la cocina y no tarda cinco segundos en aparecer a la carrera un chinito de unos quince años, sucio y andrajoso, calzado con gruesos botines a la prusiana, pero sin medias, y cubierta la cabeza por un gran sombrero de hombre, descolorido y tan roto que los recios cabellos de su dueño, de un negro casi azul de tan negro, asoman por los agujeros de la copa, como asoma la paja de la avena por entre los barrotes de hierro de un pesebre.

 ¿Dónde estabas vos? pregunta don Pancho con mal humor, una vez que el chinito se ha cuadrado en su presencia, con el sombrero en la mano y los talones juntos.

 Estaba estaba con mama, seor[2]

 ¿Qué estabas haciendo?

 Estaba estaba con mama, seor

 Bueno, átame los botines.

 Sí, seor.

Y Bibiano, que así se llamaba el chico, se arrodilla en el suelo y poniendo de lado su enorme sombrero, se entrega a la tarea de atar los botines a su patrón, servicio que viene desempeñando a conciencia desde hace largos años. Ninguno tan hábil como él para semejante trabajo: ajusta los cordones a maravilla, sacando mucho la lengua, frunce el entrecejo al enganchar cada broche, y hace unas rosas que son todo un poema.

Bibiano tiene múltiples ocupaciones en la estancia, porque, como es un chico, todo el mundo se cree con derecho a mandarlo.

 Bibiano dice la madre , tráeme corriendo un balde de agua.

Y allá va Bibiano a la carrera.

 Bibiano manda el patrón , límpiame la boquilla que se me ha tapado.

Bibiano limpia el chisme con una pluma de perdiz.

 Bibiano ordena el capataz , dale agua al caballo del patrón.

Allá va Bibiano por la quinta, a tropezones con el balde.

Así todos los días y a todas horas, bajo pretexto de que ésas son ocupaciones propias de una criatura, Bibiano anda de un lado para otro y trabaja más que todos juntos.

El patrón le prometió cierto día, en un momento de buen humor, regalarle unos botines amarillos como los suyos, y Bibiano los aguarda desde entonces lleno de ilusiones.

 ¿Dónde está Cosme? pregunta el patrón.

El chico levanta su cabeza cuadrada de indio puro, y buscando los ojos de don Pancho, que observan con fijeza un punto lejano, dice solícito:

 Salió al campo, seor, salió recientito

 ¿Le han dado agua al caballo?

Bibiano sabe que no; pero, como está seguro que si lo confiesa se armará un escándalo de mil demonios, en el que se verán comprometidos desde el capataz hasta el último perro de la estancia, responde muy orondo:

 Sí, seor, sí; recientito.

Y mientras tanto, el caballo enredado en la soga, muerto de sed y aguijoneado por los tábanos, sigue soñando, allá en la quinta, con campos de libertad y abrevaderos rebosantes.

A don Pancho le ocurre lo que a muchos que hacen gala de energía: manda, dictamina, resuelve, amenaza, y luego, como no se preocupa de comprobar si sus órdenes han sido o no cumplidas, resulta que las cosas andan de la peor manera, mientras él descansa, confiado en el temor que los subalternos manifestaron en su presencia.

Una vez terminada su tarea, Bibiano se pone de pie y dice muy grave:

 Ya está, seor.

 Bueno, cébame mate ahora.

 ¿Dulce o amargo, seor?

Don Pancho no contesta, porque toda su atención se halla reconcentrada ahora en el examen del horizonte.

Bibiano, entonces, mira también por espacio de dos segundos, y poniendo sobre sus cejas una mano a guisa de pantalla:

 Parece una volanta murmura.

 Sí aprueba el patrón ligeramente pálido . Anda tráeme el anteojo.

El pequeño punto lejano danza al principio en el campo de la lente; pero, una vez bien enfocado, los ojos de don Pancho pueden ver que es un break , un break tirado por cuatro caballos tordillos, que va llegando ya, por el camino, a la tranquera de la estancia.

 Sí murmura entonces, y como hablando consigo mismo . Es él, no hay vuelta que darle; tiene que ser él.

Y en seguida, como si esa sospecha lo atemorizase, entra en el comedor apresuradamente, diciendo a Bibiano:

 Vení vos pacá.

Ambos desaparecen juntos tras de la puerta de alambre para reaparecer al cabo de dos minutos.

Bibiano lleva una carta en las manos, y el patrón se explica en voz baja pero en tono autoritario y conciso:

 Se la llevas en seguida a Sandalio. Montá en el oscuro mío, en pelo no más

 Sí, seor, sí.

Y Bibiano sale corriendo con gran ruido de zapatos; y el patrón, tranquilizado ya y con leve expresión de malicia en el rostro pálido, sonríe mirando hacia el camino, hacia el camino negruzco que parece venir caracoleando desde el confín del horizonte

II

En el comedor y ante aquella larga mesa cubierta con un hule blanco a guisa de mantel, en aquel modesto comedor, decimos, al cual la luz amarillenta de una lámpara que pende del cielo raso ilumina escasamente, el padre y el hijo se contemplan en silencio.

Hay ternura en los ojos del viejo, y un ligero temblor de emoción en sus labios finos. Parécele cosa de sueño que aquel gallardo muchacho que ahora se sienta frente a él, con el cigarro entre los labios y las manos en los bolsillos de sus breeches a grandes cuadros, sea su hijo, aquel hijo que envió a Europa chico de escuela todavía, y desgarbado y feo como los potrillos mestizos de La Quinua. Tiene el pecho ancho, combado, y la cintura fina ceñida por el tirador, cuya hebilla niquelada se insinúa apenas debajo del chaleco un poco desprendido: se diría el vértice de la pirámide invertida de su tórax.

Los ojos azules, la herencia de la madre muerta, han tomado las tonalidades grises del acero, y bajo la contracción perenne de las cejas casi unidas, y algo más obscuras que el cabello, pierden la impavidez de su expresión para tornarse vivos y curiosos.

El conjunto es bello y varonil. Aquella nariz enérgica, la nariz legendaria de los Suárez, llena de orgullo al padre, que sonríe.

 ¿Por qué te has afeitado el bigote? dice.

 ¿El bigote? ¡Caramba! ni sabría explicártelo. Me lo he afeitado porque todo el mundo se lo afeita. En Europa está de moda. Es mucho más cómodo.

 Pareces un fraile.

Don Panchito aumenta en un milímetro la eterna contracción de su ceño, pero luego, encogiéndose de hombros, dice a su padre muy sonriente:

 Es cuestión de costumbre.

Transcurre un minuto de silencio, durante el cual el padre y el hijo tornan a observarse con una mezcla de afección y desconfianza en el semblante.

La vieja Laura, la eterna cocinera de La Florida, entra en el comedor arrastrando sus desvencijadas alpargatas, y mientras recoge las tazas y cucharillas del café sonríe, con su ojo único, a aquel patroncito tan blanco y tan güen mozo, a aquel don Panchito a quien tuvo la gloria de tener en sus brazos cuando chico.

Don Panchito la mira también y se sonríe, con una sonrisa que quiere ser amable pero que resulta perversa en esos labios siempre contraídos por un amargo gesto.

La vieja sale del comedor, cerrando la contrapuerta de alambre con suavidad cuidadosa, y don Panchito la sigue con la vista.

 ¡Qué Laura esta! Pero dime una cosa, papá. ¿Y Sandalio? ¿y Rosa? ¿qué ha sido de ellos? Nada me has dicho

La altiva cabeza de don Pancho experimenta, al oir la pregunta, algo así como una imponderable sacudida. Mira sus manos, mira la lámpara pendiente del cielo raso, donde antiguas goteras han pintado enormes manchas amarillas, y luego, con las pupilas clavadas en los ojos de su hijo, y a tiempo de disparar una miguita de galleta contra la puerta, responde indiferente:

 ¿Sandalio? Ahí está Sandalio; está siempre con Rosa Están en la laguna de Los Toros. ¿Por qué?

 Por nada por saber, no más. Tendría ganas de verlos Pero tienen hijos ¿verdad?

 Sí; tienen varios chicos.

Don Pancho no debe sentirse cómodo, porque la uña de su pulgar derecho agranda ahora, inconscientemente, una descascaradura del hule del mantel, y porque sus pies, apoyados en el suelo, han iniciado un bailecillo nervioso que dice muchas cosas.

 Deben tener hijos mozos, ya.

 Sí no; tienen varios chiquilines

Don Pancho ha fruncido el entrecejo poblado y se mira las uñas; su hijo, a su vez, lo observa con ojos escrutadores y curiosos. Un reloj de metal, uno de esos comunes despertadores ordinarios, puesto sobre el mármol de la mesa de trinchar, cuenta centímetros de vida, y afuera, en el patio, el viento que acaba de levantarse agita las ramas de los árboles produciendo un rumor de correntada.

 Sandalio murmura al cabo don Pancho , es un gaucho trompeta, es un gaucho sinvergüenza.

 ¡Ah! ¿sí? ¿No te sirve?

Y el rostro de don Panchito manifiesta solicitud e interés. Don Pancho continúa con cierta vehemencia:

 ¿Servirme? ¡Qué me va a servir! Nunca ha servido para nada ese estúpido. Ya le he dicho que no me pise más aquí.

 ¿Sí?

 Sí; y tengo hecho el propósito de despedirlo hace una punta de tiempo

Don Panchito cambia de postura, y mirándose la hebilla del tirador filosofa gravemente:

 ¡Qué gauchos éstos! Siempre los mismos; no comprenden ni sus propios intereses.

 Así es.

 Un hombre casado, un hombre con familia, tener que marcharse a la vejez. Pero ¿qué es lo que ha hecho?

 ¿Qué me ha hecho? Nada. Es un gaucho haragán, un gaucho sinvergüenza, un gaucho

Se ve claramente que don Pancho habla con esfuerzo, que no tiene argumentos sólidos para apoyar su aseveración. Se calla y mira hoscamente la bandeja de galleta que está sobre la mesa.

Don Panchito piensa que su padre, algo maniático, habrá tomado entre ojos al pobre gaucho; pero, como la cosa no le preocupa mayormente, se abstiene de formular nuevas preguntas.

Al cabo de algunos instantes, sin embargo, don Pancho insiste sobre el tema:

 Pienso despedirlo, como te digo, dentro de poco; pero, mientras tanto, no quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes? nadie, vaya para nada a la laguna de Los Toros.

Don Panchito palidece ligeramente, y encogiéndose de hombros exclama en tono despectivo:

 Por mí

Don Pancho se da cuenta de su error y entonces trata de corregirlo, agregando risueño e insinuante:

 ¿Sabes? Lo hago para que el gaucho se embrome y se vea aislado. ¿Me comprendes?

 Sí, sí dice don Panchito poniéndose en pie . ¡Cómo no!

Pero se nota, en su tono, que la suspicacia ha sido herida, y que el resentimiento perdura; mas su padre, que no sabe comprenderlo, no obstante la gran similitud que hay entre ambos carácteres, exclama alegremente:

 Bueno, hijo, vamos a acostarnos; ya son las diez.

Y sin más despide a don Panchito besándole en la frente, a don Panchito que se va a su cuarto cabizbajo y haciendo crujir, con ese crujido característico de la suela nueva, sus correctas polainas amarillas.

La alcoba es modesta, tan modesta y descuidada como corresponde al resto del edificio y a la casa de un hombre solo, donde no hay más representante del bello sexo que aquella vieja cocinera gaucha, cuya mocedad transcurrió en un rancho de chorizo, en un rancho que tenía por toda puerta el cuero de una yegua colorada.

Si hubiera vivido la madre de don Panchito, si hubiera tenido hermanas, es indudable que aquel cuarto lo hubiera acogido coqueto y cariñoso como una mujer enamorada; pero su padre no entiende de esas cosas ni puede prever tales detalles.

 Vea, Laura ha dicho aquella misma noche a su cocinera tuerta ; vea, Laura, arregle una cama para mi hijo donde le parezca mejor.

Y a Laura le ha parecido lo mejor, aquella piececita con piso de ladrillo, a la que llama pomposamente cuarto de los güespes. Una cama de hierro, un lavatorio de latón, una antigua percha de madera, una mesilla circular, sosteniendo el candelero con la vela de sebo que chorrea, y nada más. En un rincón se ve la máquina de matar hormigas, y pendiente de un clavo, junto a la puerta, un viejo lazo chileno, sin argolla y sin presilla.

Don Panchito deja con desgano su gorra sobre la mesa, cuelga el saco en la vieja percha, se quita el tirador de cuya pistolera asoma la culata negra y el cañón reluciente del revólver, y lo coloca cuidadosamente debajo de la almohada.

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