Ahora bien, ¿tienen los cristianos, en tanto que cristianos católicos en nuestro contexto un proyecto de sociedad que ofrecer a la sociedad, con las especificaciones en sanidad, finanzas, infraestructuras, modelos educativos como las que puede presentar un partido político que solicita el sufragio de sus conciudadanos? No es cuestión a excluir de un plumazo. En la historia reciente del siglo pasado hemos vivido estas situaciones, incluso alentadas por la jerarquía católica, pero, en la actualidad, pensamos que resulta inviable. No solamente por la dificultad de sortear el constructo social dominante que pide a los cristianos que se refugien en sus sacristías, es que, de entrada, dado el pluralismo religioso en el seno de la propia Iglesia católica, resulta difícil, por no decir imposible, encontrar un acuerdo entre los cristianos, sobre el modelo de sociedad que ofrecer a sus conciudadanos. Basta, para comprobarlo rápida y fehacientemente, analizar la dispersión del voto católico, que si bien tiene una clara tendencia a apostar por siglas que, convencionalmente, denominamos de derechas, también abundan cristianos en las siglas que se sitúan en la izquierda e, incluso, en la izquierda extrema. Pero hay otra cuestión más de fondo.
Volviendo a la cuestión de la secularización, post-secularización más bien, en la modernidad, los cristianos, especialmente en el mundo europeo occidental, se encuentran en una situación nueva en la historia. Apenas tienen capacidad de influir en su curso. Tampoco son objeto de debate, salvo en cuestiones de bioética, del comienzo y del final de la vida y, de forma ya muy amortiguada, en las cuestiones de ámbito sexual, procreación y la cuestión homosexual. Recuérdese: en el debate sobre el tratado constitucional de la Unión Europea, frustrado ciertamente en 2005, no se logró ni que se mencionaran los orígenes cristianos de la cultura europea, como ya señalábamos arriba.
De nuevo Poulat: «Los cristianos no tienen que condenar ni adoptar la modernidad, sino, en su crisol, pasar la prueba radical que la modernidad les impone, inédita en la historia de la humanidad. La mayor parte se encuentran cómodos y, aunque críticos con ella, saben aprovecharla aún sin aceptarla con satisfacción. Menos aún producirla. Se han aculturado sin lograr esa inculturación de la que hablan frecuentemente. La sirven y se sirven de ella; no la dirigen y no influyen en su curso.»[37]
La reflexión es lúcida, pertinente, muy importante. En medio de la distinción entre aculturación (de los cristianos en el mundo actual, preciso yo) y de la pretensión de inculturación (de los cristianos respecto al mundo moderno, de nuevo preciso yo) se juega el futuro del cristianismo en general y del catolicismo en particular en el mundo de hoy. La aculturación de los cristianos al mundo actual supone, como poco, dar por buena, sin más, la actual cultura moderna en un intento de acomodar el mensaje cristiano al lenguaje y a los valores y estilos de vida actuales. La inculturación de la cultura de esa sociedad por los cristianos (en realidad la pretensión o el objetivo de inculturar la sociedad actual por el cristianismo) supone, por el contrario, que esa sociedad y esa cultura precisarían de la sabia cristiana, siendo, abandonadas a sí mismas, intrínsecamente perversas o, al menos, radicalmente imperfectas.
Las dos posturas nos parecen criticables y responden, al límite, a dos tentaciones del catolicismo actual, a dos riesgos mayores: el riesgo de la dilución en el mundo moderno o el riesgo del gueto; gueto que, en algunos supuestos, puede llevar al «cruzadismo» ante la lectura del mundo actual como radicalmente perverso.
En efecto, inspirándonos en un estudio de Jean-Pierre Denis[38] constamos que los cristianos vivimos sobre crestas escarpadas y corremos el riesgo de despeñarnos o marginarnos. Como decía arriba los riesgos están, por un lado, en caer en la complacencia, en la acomodación, para quedar bien. Es el riesgo de la fusión. Por el otro lado, está el riesgo del aislamiento, por considerarnos los únicos puros, los únicos poseedores de la verdad. Es el riesgo del gueto. Precisémoslos un poco más.
El riesgo de la fusión con el mundo moderno consiste en disolverse en la secularidad, desaparecer de éxito, al precipitar la trasfusión de los valores cristianos en un humanismo post-religioso abierto a «todos los hombres de buena voluntad», pero que, al mismo tiempo, progresivamente, se mutila de la cruz, luego un cristianismo huérfano de la resurrección.
El riesgo de la fusión lleva también a la complacencia, a la dilución en la adormidera del ron-ron mayoritario con la vana esperanza de ser aceptado en la figura de un cristiano débil, que, a lo sumo, recibiría la sonrisa displicente de quienes, por mor de tolerantes pasivos, «toleran» a los últimos cristianos, cual especie en extinción.
Por el contrario, el riesgo del gueto es la culminación del riesgo de esconderse, de separarse. Mounier en Laffrontement chrétien denunciaba «un dogmatismo altivo encerrado en no se sabe qué problemas, sin duda esenciales en sí mismos considerados, pero devenidos en su formulación tan radicalmente extranjeros al fiel que ni siquiera le irritan: se duerme.»[39]
Es la sima del gueto, la de los elegidos, los puros, los auténticos, la de los poseedores de la única verdad. Esta segunda deriva, manifiestamente fundamentalista, puede acabar en la secta: literalmente, eso significa secta, quien se separa del colectivo, del mundo en este caso. Riesgo que, como ya he apuntado más arriba, puede conducir al cruzado, situación de quién, imbuido de poseer la única verdad, luego del único camino de salvación, hace de su vida una militancia redentora.
Esta polarización en la iglesia entre la dilución y el gueto no es cosa nueva. En un libro de Raúl Berzosa encontramos esta afirmación de 1976 firmada por algunos prominentes sacerdotes de la época, algunos ya fallecidos, otros en plena actividad. Dice así: «La Iglesia puede perder su identidad por una encarnación indiferenciada como puede perder su significación por un distanciamiento del mundo. [] Deseamos una Iglesia que no se separe del mundo ni se confunda con él, formando parte de la sociedad y no dejándose asimilar por nada ni por nadie».[40]
¿Diríamos entonces aquello de nihil novo sub sole o que la historia, definitivamente, es cíclica y repetitiva? De hecho, en el seno de la Iglesia siempre ha habido sensibilidades diferenciadas y los tiempos actuales son cualquier cosa menos monolíticos. Es ya una banalidad afirmar que vivimos en una sociedad plural, conformada por unas personas muy individuales que tienen dificultad para adoptar y asociarse en proyectos colectivos. Como base o sustrato de la actual civilización occidental, veríamos, en esta segunda década del siglo XXI, dos liberalismos modernos que se posicionan con fuerza:
el de derechas, el liberalismo del mercado, del dinero, del buen vivir, de la promoción social al precio que sea. La crisis que estamos padeciendo desde el año 2008 hay que inscribirla en este momento de la civilización occidental donde se alza como valor supremo el bienestar de los individuos y de quienes le sean más cercanos, esto es, sus núcleos familiares más próximos.
el de izquierdas, el liberalismo de las costumbres, el libertario, en particular el de la vida sexual y de ocio. También en el familiar. Siguiendo a Lipovestky, la familia moderna sería como una prótesis individualista para el desarrollo de los miembros que la componen, básicamente la pareja adulta con ninguneamiento explícito de los hijos que quedan relegados a ser meramente niños.
En este marco, pensamos, que debe insertarse la labor de cristianos, de sus iglesias y de sus instituciones. Particularmente las educativas que pretendan ser algo más que transmisoras de conocimientos o habilitadoras de recursos para la inserción socio-laboral de sus alumnos (aún sin olvidar o relegar a un segundo plano estos dos objetivos básicos de todo centro educativo), esto es, entidades o redes educativas que pretendan la educación integral de la persona del alumno, luego también la religiosa.
En este planteamiento, se necesita destacar en la apuesta por los siguientes puntos:
La fragilidad frente al valor de lo performativo.
La gratuidad frente al mero beneficio, la recompensa.
El amor frente al solo placer.
La utilidad frente al utilitarismo.
La debilidad de la utopía cristiana (Dios es amor y trascendencia) frente a la (pretendida) fortaleza de la quimera del individualismo, triunfante gracias a la competitividad pura y dura que, aun sin nombrarlo, menos aún aceptarlo, hace suya la tesis hobbesiana del homo homini lupus.
el de derechas, el liberalismo del mercado, del dinero, del buen vivir, de la promoción social al precio que sea. La crisis que estamos padeciendo desde el año 2008 hay que inscribirla en este momento de la civilización occidental donde se alza como valor supremo el bienestar de los individuos y de quienes le sean más cercanos, esto es, sus núcleos familiares más próximos.
el de izquierdas, el liberalismo de las costumbres, el libertario, en particular el de la vida sexual y de ocio. También en el familiar. Siguiendo a Lipovestky, la familia moderna sería como una prótesis individualista para el desarrollo de los miembros que la componen, básicamente la pareja adulta con ninguneamiento explícito de los hijos que quedan relegados a ser meramente niños.
En este marco, pensamos, que debe insertarse la labor de cristianos, de sus iglesias y de sus instituciones. Particularmente las educativas que pretendan ser algo más que transmisoras de conocimientos o habilitadoras de recursos para la inserción socio-laboral de sus alumnos (aún sin olvidar o relegar a un segundo plano estos dos objetivos básicos de todo centro educativo), esto es, entidades o redes educativas que pretendan la educación integral de la persona del alumno, luego también la religiosa.
En este planteamiento, se necesita destacar en la apuesta por los siguientes puntos:
La fragilidad frente al valor de lo performativo.
La gratuidad frente al mero beneficio, la recompensa.
El amor frente al solo placer.
La utilidad frente al utilitarismo.
La debilidad de la utopía cristiana (Dios es amor y trascendencia) frente a la (pretendida) fortaleza de la quimera del individualismo, triunfante gracias a la competitividad pura y dura que, aun sin nombrarlo, menos aún aceptarlo, hace suya la tesis hobbesiana del homo homini lupus.