Tormento - Гальдос Бенито Перес 2 стр.


Era nuestro buen señor excelente y aun excelentísimo padre de familia. Su mujer, Doña Rosalía Pipaón, le había dado tres hijos. El primogénito, de quince años, era ya un bachillerazo muy engreído de su ciencia, y se le destinaba a estudiar Leyes, para seguir, de un modo más glorioso, las huellas burocráticas de su señor padre. Completaban la familia una niña de diez años y un niño de nueve, herederos de las gracias maternas. Porque la señora de Bringas era una dama hermosa, mucho más joven que su marido, que en edad la aventajaba como unos tres lustros. Su flaco era cierta manía nobiliaria, pues aunque los Pipaones no descendían de Íñigo Arista, el apellido materno de Rosalía, que era Calderón, la autorizaba en cierto modo para construir, aunque sólo fuese con la fantasía, un frondosísimo árbol genealógico. Observaciones precisas nos dan a conocer que Rosalía no carecía de títulos para afiliarse, por la línea materna, en esa nobleza pobre y servil que ha brillado en los cargos palatinos de poca importancia. Ella no recordaba, al sacar a relucir su abolengo, timbres gloriosos de la política o las armas, sino aquellos más bajos, ganados en el servicio inmediato y oscuro de la Real Persona. Su madre había sido azafata, su tío alabardero, su abuelo guardamangier, otros tíos segundos y terceros, caballerizos, pajes, correos, monteros, administradores de la cabaña de Aranjuez, etcétera, etc.

Se explica que Rosalía añadiese a su segundo apellido la apostilla de la Barca; pero toda la ciencia heráldica del mundo no dará fundamento al trasiego y combinación que hacía llamándose, para que el nombre fuera redondo y sonante, Rosalía Pipaón de la Barca. Esto lo pronunciaba dando a su bonita y pequeña nariz una hinchazón enfática, rasgo físico que marcaba con infalible precisión lo mismo sus accesos de soberbia que las resoluciones de su bien templada voluntad.

Para esta señora había dos cosas divinas: el Cielo, o mansión de los elegidos, y lo que en el mundo conocemos por el lacónico sustantivo de Palacio. En Palacio estaba su historia y también su ideal, pues aspiraba a que Bringas ocupase un alto puesto en la administración del Patrimonio y a tener casa en el piso segundo del regio alcázar. Cualquier frase, palabrilla o pensamiento contrarios a la superioridad omnímoda y permanente de la Casa Real entre todo lo creado por Dios y los hombres, ponía a la buena señora tan fuera de sí, que hasta su hermosura como que se eclipsaba y oscurecía; tanto era el ahuecamiento de la nariz bonita, tal la descomposición que la ira daba a sus rojos labios. Era Rosalía, para decirlo de una vez, una de esas hermosuras gordas, con semblante aniñado y facciones menudas, labradas y graciosas que prevalecen contra el tiempo y las penas de la vida. Su vigorosa salud, defendiéndola de los años, dábale una frescura que lo envidiarían otras que, a los veinticinco y con un solo parto, parece que han sido madres de un regimiento. Se había oído comparar tantas veces con los tipos de Rubens, que, por un fenómeno de costumbre y de asimilación, siempre que se nombraba al insigne flamenco, le parecía oír mentar a alguno de la familia… entiéndase bien, de la familia de Pipaón de la Barca.

A principios de Noviembre, obligado Bringas, por las crecientes necesidades de la familia, a un aumento de local, se mudó de la casa de la calle de Silva, en que había vivido durante diez y seis años, a otra en lo más angosto de la Costanilla de los Ángeles. La mudanza de una casa en que había tan diversos objetos algunos de mérito, dos o tres cuadros buenos, bronces, espejos, guarda-brisas, y cortinajes riquísimos que eran despojos de la ornamentación de Palacio, no se hizo sin dificultades ni quebranto. Con mucha razón repetía Bringas la exacta frase de Franklin: «tres mudanzas equivalen a un incendio». Y se ponía nervioso y airado viendo tanta cosa rota, tanta rozadura, deterioros tan graves y en tanto número. La suerte era que allí estaba él para componerlo todo. Los carros estuvieron trasportando objetos desde las seis de la mañana hasta muy avanzada la noche. Los zafios y torpísimos ganapanes que hacen este servicio trataban los muebles sin piedad, y todo era gritos, esfuerzos, brutalidades de palabra y de obra. Mientras se verificaba la mudanza, Bringas desempeñaba por sí mismo funciones augustas, propias de un amo hacendoso y listo. Ayudado de dos personas de toda su confianza, esteraba y alfombraba toda la casa, porque no se fiaba de los estereros asalariados, que todo lo echan a perder y no van más que a salir del paso, haciendo mangas y capirotes. Después de bien sentadas las alfombras (ocupación que tiene la poca gracia de presentarnos a este dignísimo personaje andando en cuatro pies), se proponía colocar por sí mismo todos los muebles en su sitio, armar las camas de hierro, colgar todo lo que debía estar en las paredes, fijar lo útil, distribuir con arte y gracia lo decorativo. Esta tarea cansada y desesperante no se realiza nunca por completo en dos días ni en tres, pues aun después de que parece terminada, quedan restos insignificantes, que son tormento del aposentador en las jornadas sucesivas, y al fin de la fiesta siempre queda algo que no se coloca en la vida.

Es quizás gran contrariedad que la primera vez que nos encaramos con este interesante matrimonio sea en día tan tumultuoso como el de una mudanza, en medio del desorden de una casa sin instalar y en el seno sofocante de polvorosa nube. No es culpa nuestra que la persona respetabilísima de D. Francisco Bringas resulte un tanto cómica al presentársenos dentro de un chaquetón viejo, con un gorro más viejo aún encasquetado hasta cubrir las orejas, la fisonomía desfigurada por el polvo, los pies en holgados pantuflos; a veces andando a gatas por encima de las alfombras para medir, cortar, ajustar; a veces subiéndose con agilidad en una silla, martillo en mano; ya corriendo por aquellos pasillos en busca de un clavo, ya dando gritos para que le tuvieran la escalera.

Bringas usaba gafas de oro y se afeitaba totalmente. Una coincidencia feliz nos exime de hacer su retrato, pues bastan dos palabras para que todos los que lean esto se lo figuren y le puedan ver vivo, palpable y luminoso cual si le tuvieran delante. Era la imagen exacta de Thiers, el grande historiador y político de Francia. ¡Qué semejanza tan peregrina! Era la misma cara redonda, la misma nariz corva y el polo gris, espeso y con su copete piriforme, la misma frente ancha y simpática, la misma expresión irónica, que no se sabe si proviene de la boca o de los ojos o del copete, el mismísimo perfil de romano abolengo. Era también el propio talle, la estatura rechoncha y firme. No faltaba en Bringas más que el mirar profundo y todo lo que es de la peculiar fisonomía del espíritu; faltaba lo que distingue al hombre superior que sabe hacer la historia y escribirla, del hombre común que ha nacido para componer una cerradura y clavar una alfombra.

III

Rosalía, por su parte, rivalizaba aquel día en fecunda actividad con su sin par marido. Con un pañuelo liado a la cabeza, cubierto el cuerpo de ajadísima bata, trabajaba sin descanso ayudada de una amiga y de la criada de la casa. Perseguían las tres el polvo con implacable saña, y mientras una la emprendía a escobazos con el suelo, la otra azotaba los trastos con el zorro. La nube las envolvía y cegaba como el humo de la pólvora envuelve a los héroes de una batalla; mas ellas, con indomable bravura, despreciando al enemigo que se les introducía en los pulmones, se proponían no desmayar hasta expulsarle de la casa. Funcionaba después lo que un aficionado a las frases podría llamar la artillería del aseo, el agua, y contra esto no tenía defensa el sofocador enemigo. La moza convirtió en lago la cocina, y era de ver cómo lo vadeaba Rosalía, recogidas las faldas, y calzada con unas botas viejas de su marido. Maritornes, de rodillas, lavaba los baldosines, recogiendo con trapos el agua terrosa y espesa para exprimirla dentro de un cubo, mientras las otras dos fregoteaban los cacharros, haciendo un ruido de cencerrada que era la música de aquel áspero combate. La señora metía todo el brazo dentro de la tinaja para acicalar bien su cavidad oscura, y la amiga sacaba lustre al latón y al cobre con segoviana tierra y estropajo. Ver como del fondo general de suciedad iban saliendo en una y otra pieza el brillo y fineza del aseo, era el mayor gusto de las tres hembras, y el éxito les encalabrinaba los nervios y las hacía trabajar con más ahínco y fe más exaltada. El agua negra del cubo arrastraba todo a lo profundo. Así el polvo vuelve a la tierra después de haber usurpado en los aires el imperio de la luz; pero, ¡ay!, la tierra le envía de nuevo desafiando las energías poderosas que le persiguen, y esta alternativa de infección y purificación es emblema del combate humano contra el mal y de los avances invasores de la materia sobre el hombre, eterna y elemental batalla en que el espíritu sucumbe sin morir o triunfa sin rematar su enemigo.

Por inveterada costumbre de dar órdenes, Rosalía no cerraba el pico durante el trabajo, aunque el de las otras dos mujeres fuera tal que no necesitase ninguna suerte de estímulo. La diligente amiga que la ayudaba oía su nombre cada medio minuto.

«Amparo, ¿pero qué haces? Te tengo dicho que no empieces una cosa antes de acabar otra. Más fuerza, hija, más fuerza. Parece que no tienes alma… Vamos, vivo… Yo quisiera que todas tuvieran este genio mío… ¿Pero qué haces, criatura? ¿No tienes ojos?».

A la criada, mujer seca y musculosa, no la dejaba tampoco en paz ni un solo momento.

«Por Dios, Prudencia, mueve esos remos… ¡qué posma!… Es una desesperación… ¡Que siempre he de estar yo rodeada de gente así!».

En tanto, el gran Thiers… digo, Bringas, allá en otra región de la descompuesta casa, no paraba ni callaba un solo instante.

«Felipe, el martillo… Pero hombre, te quedas como un bobo mirando los retratos y no atiendes a lo que te digo… Dame la tuerca… Mira, allí está. Todo lo pierdes, todo se te olvida… ¡Qué cabeza, hijo, te ha dado Dios! Se lo contaré todo a tu amo para que te tire de las orejas y te despabile… ¿Qué se te ha perdido en la cómoda para que mires tanto a ella? ¡Ah!, las figuritas de porcelana… Vamos, hijo, formalidad. Aguanta ahora la escalera… ¡Eh!, chiquillo, trae las tenazas, el destornillador… pronto, menéate».

Un viejo, protegido de la casa, ayudaba también; pero a este no se le permitía poner sus manos en nada, como no fuera para levantar grandes pesos, porque era muy torpe y en todas partes dejaba huella tristísima de su inhabilidad destructora.

Muy a menudo uno de los consortes necesitaba del autorizado dictamen del otro para colocar cualquier objeto, y se oían a lo largo de aquel pasillo gritos y llamamientos como de quien pide socorro. «Bringas, ven, ven acá. No podemos colocar esta percha». O bien entraba Amparo sofocadísima en la sala, diciendo:

«Don Francisco, que a estos clavos se le han torcido las puntas».

–Hija, yo no puedo estar en todo. Esperar un poco.

A pesar de ser tan supino el criterio decorativo de Bringas, este no se fiaba de sí mismo, y quería consultar con su mujer peliagudos problemas.

«Rosalía… ven acá, hija… A ver dónde te parece que coloque estos cuadros. Creo que el Cristo de la Caña debe ir al centro».

–Poco a poco; al centro va el retrato de Su Majestad…

–Es verdad. Vamos a ello.

–Se me figura que Su Majestad está muy caída. Levántala un poquito, un par de dedos. ¿Así?

–Bien.

–¿En dónde pongo a O'Donnell?

–A ese le pondría yo en otra parte… por indecente.

–¡Mujer…!

–Ponle donde quieras.

–Ahora colgaremos a Narváez… Por este lado irá el retrato de D. Juan de Pipaón. ¡Felipe!… ¿En dónde está ese condenado chico?

Un momento después:

«Bringas, Bringas, acude acá».

–¿Qué hay?

–¡Que se nos viene encima la percha!

–Allá voy.

–Bringas, entre las tres no podemos con la piedra del lavabo.

–Que vaya el señor Canencia. Cuidado, cuidado… Canencia, eche usted allá una mano con mil demonios… ¡Cómo me rompan la piedra…!

En presencia de estas dificultades, Bringas decía como Napoleón cuando supo que se había perdido la batalla de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes».

Felipe Centeno, que servía a un pariente de D. Francisco, estaba allí aquel día como prestado para ayudar a los señores en su grande faena. Ni un momento de respiro le daban aquel señor tan activo y aquella dama, que era la misma pólvora. Si hubiera tenido tres cuerpos, no le bastaran para atender a todo: «Felipe, coge con mucho cuidado el florero y ponlo sobre el entredós. Ahora vamos a colocar los guardabrisas… Felipe, vete a la cocina y trae agua… Eh, Juanenreda, ven aquí; lleva la escalera a la alcoba, que vamos a emprenderla con la corona de la colgadura de la cama».

¡Qué fatigas!, pero al mismo tiempo, ¡qué triunfos!… Llegada la noche, satisfechos y envanecidos los dos esposos de su obra, se sentaban estropeadísimos, y la contemplaban lisonjeándose mutuamente con encomiásticas apreciaciones. «La sala ha quedado muy bien. ¡Lástima que no cupiera el árbol genealógico de los Pipaones y el Santo Tomás Apóstol, copia de Mengs!.. ¿No estará un poco alta la lámpara?… Para mañana quedarán algunos perfiles. La verdad es, hija, que tenemos una casa magnífica. ¡Vaya un golpe de gabinete! Mirado desde aquí, con toda la puerta abierta, tiene algo de regio. ¿No te parece que estás viendo la sala de Gasparini? Será ilusión, pero se podría jurar que está más guapo tu abuelo, y que luce más aquí con su uniforme de alabardero, haciendo juego con el manto rojo del Cristo de la Caña. La alfombra no tiene nada que pedir. Yo empalmé tan bien el pedazo que te dieron hace dos años en Palacio con el que lograste hace un mes, y casé con tanto cuidado las piezas, que no se conoce la diferencia de dibujo… Ya te podían haber dado la pareja completa de los candelabros de bronce… pero en aquella casa todo se hace con el mayor desorden… Las velas de colores dentro de los guarda-brisas hacen un efecto mágico. Si se encendieran parecería cosa de las Mil y una noches».

La comida se trajo aquel día, por ser de mucho tráfago, de la fonda más cercana, y los niños, que habían pasado todo el día en la casa de Caballero, vinieron por la noche a acostarse. Enredaban tanto con la novedad de la casa y de su cuarto, que Rosalía tuvo que administrarles algunos azotes para que entraran en razón, y de esta suerte no concluyó sin lágrimas un día de tantas satisfacciones.

En los sucesivos, el gozo, el orgullo, la hinchazón de los Bringas por las ventajas de su nuevo domicilio se manifestaban en el acto de enseñarlo y ofrecerlo a los amigos que les visitaban. D. Francisco y su señora acompañaban las visitas por toda la casa, mostrando pieza por pieza sin omitir ninguna, y encareciendo la holgura, la capacidad y adecuada aplicación de cada una.

«Es la mejor casa de Madrid—decía con la nariz ahuecada Rosalía, guiando por aquellos laberintos a la señora de García Grande, su amiga cariñosa—. Yo digo que si la hubiéramos fabricado nosotros no habríamos repartido mejor todas las piezas».

Uno y otro consorte se quitaban alternativamente la palabra de la boca para encomiar su casa, que era única y sin segundo, al decir de ambos; pues en este matrimonio, y particularmente en ella, se había arraigado la creencia de que los bienes propios eran siempre muy superiores a los que disfrutaban los demás tristes mortales.

«Vea usted la alcoba, Cándida… ¡qué hermosa pieza y qué abrigadita! No entra aquí el aire por ninguna parte».

–Note usted… rara vez se ve un estucado más bien puesto.

–En este otro cuartito es donde yo me lavo. ¿Ve usted qué mono? Es pequeñín, pero sobra espacio.

–Ya lo creo que sobra. Note usted estos pasillos. Si esto parece la Plaza de Toros… Lo menos tienen vara y media de ancho.

–Aquí podrán correr caballos. En este cuarto es donde tengo mi costura, y aquí estaremos todo el día Amparo y yo. Sigue la habitación de Paquito, con luces al patio. Ahí tiene él sus libros tan bien puestitos, su mesa para escribir los apuntes de clase, su cama y su percha.

–Note usted, Cándida, qué hermosas luces. Aquí, en verano, se ve a leer hasta las cuatro a la tarde.

–Ahora vea usted qué comedor, qué desahogo. Cabe perfectamente la mesa de ocho personas. En la otra casa estábamos tan estrechos que el aparador parecía venírsenos encima, y cuando la criada pasaba con los platos Bringas tenía que levantarse.

–Note usted, Cándida, este papel imitando roble… Cada día inventan esos extranjeros cosas más bonitas…

–En este otro cuartito, que da también al patio, es donde Bringas tiene todo su instrumental… Esto es un taller en regla. Ha de ver usted también la cocina. Es quizás…

–Y sin quizás la más hermosa que hay en Madrid… Ahora el cuarto de la muchacha… oscurito sí, pero ella ¿para qué quiere luces?

Назад Дальше