Tormento - Гальдос Бенито Перес 3 стр.


Volviendo a la sala, después de esta excursión apologética y triunfal, la Pipaón de la Barca, nunca saciada de alabar su vivienda y de felicitarse por ella, no daba paz a la lengua.

«Porque a mí, querida Cándida, que no me saquen de estos barrios. Todo lo que no sea este trocito no me parece Madrid. Nací en la plazuela de Navalón, y hemos vivido muchos años en la calle de Silva. Cuando paso dos días sin ver la plaza de Oriente, Santo Domingo el Real, la Encarnación y el Senado, me parece que no he vivido. Creo que no me aprovecha la misa cuando no la oigo en Santa Catalina de los Donados, en la capilla Real o en la Buena Dicha. Es verdad que esta parte de la Costanilla de los Ángeles es algo estrecha, pero a mí me gusta así. Parece que estamos más acompañados viendo al vecino de enfrente tan cerca, que se le puede dar la mano. Yo quiero vecindad por todos lados. Me gusta sentir de noche al inquilino que sube; me agrada sentir aliento de personas arriba y abajo. La soledad me causa espanto, y cuando oigo hablar de las familias que se han ido a vivir a ese barrio, a esa Sacramental que está haciendo Salamanca más allá de la Plaza de Toros, me dan escalofríos. ¡Jesús qué miedo!… Luego este sitio es un coche parado. ¡Qué animación! A todas horas pasa gente. Toda, toda, todita la noche está usted oyendo hablar a los que pasan, y hasta se entiende lo que dicen. Créalo usted, esto acompaña. Como nuestro cuarto es principal, parece que estamos en la calle. Luego todo tan a la mano… Debajo la carnicería; al lado ultramarinos; a dos pasos puesto de pescado; en la plazuela botica, confitería, molino de chocolate, casa de vacas, tienda de sedas, droguería, en fin, con decir que todo… No podemos quejarnos. Estamos en sitio tan céntrico, que apenas tenemos que andar para ir a tal o cual parte. Vivimos cerca de Palacio, cerca del Ministerio de Estado, cerca de la oficina de Bringas, cerca de la capilla Real, cerca de Caballerizas, cerca de la Armería, cerca de la plaza de Oriente… cerca de usted, de las de Pez, de mi primo Agustín…».

En el momento de nombrar a esta persona sonó la campanilla de la puerta; alguien entró en la casa.

«Es él—dijo Bringas—; pero se ha ido adentro pasito a paso para que no se le sienta».

–Ha comprendido que hay visita—indicó Rosalía riendo—, y ni a tres tiros le harán entrar en la sala. Es tan raro…

IV

Difícil es fijar el escalón social que en la casa de Bringas ocupaba Amparo, la Amparo, Amparito, la señorita Amparo, pues de estas cuatro maneras era nombrada. Hallábase en el punto en que se confunden las relaciones de amistad con las de servidumbre, y no podía decir si la subyugaba una dulce amiga o si un ama despótica la favorecía. Las obligaciones de esta joven en la casa eran tantas y la retribución de afecto tan tasada y regateada, que desde luego se puede asegurar que entraba allí en calidad de pariente pobre y molesto. Este es el parentesco más lejano que se conoce, y conviene declarar que el de sangre, entre las familias de Sánchez Emperador y Pipaón, era de aquellos que no coge el galgo más corredor. La madre de Amparo era Calderón como la madre de Rosalía, pero de ramas muy apartadas, cuyo entronque se hubiera encontrado (si algún desocupado lo buscara) en un montero de Palacio que pasó al servicio de la Vallabriga y del infante D. Luis.

Poco trato tenía Bringas con Sánchez Emperador; pero aquél había recibido antaño del padre de Rosalía inestimable servicio, y fue constante en el agradecimiento. Poco antes de morir llamó a D. Francisco el desgraciado conserje de la Escuela de Farmacia y le dijo: «Todos mis ahorros los he gastado en mi enfermedad. No dejo a mis pobres hijas más que los treinta días del mes. Si usted me promete hacer por ellas todo lo que pueda, me moriré tranquilo». Bringas, que era hombre de buen corazón, prometió ampararlas según la medida de su modesto pasar, y supo cumplir su promesa.

Luego que dieron tierra a su padre, instaláronse las dos huérfanas en la casa más reducida y más barata que encontraron, e hicieron ese voto de heroísmo que se llama vivir de su trabajo. El de la mujer sola, soltera y honrada era y es una como patente de ayuno perpetuo; pero aquellas bien criadas chicas tenían fe, y los primeros desengaños no las desalentaron. Muy mal lo hubieran pasado sin la protección manifiesta de Bringas, y la más o menos encubierta de otros amigos y deudos de Sánchez Emperador.

La posición social de Rosalía Pipaón de la Barca de Bringas no era, a pesar de su contacto con Palacio y con familias de viso, la más a propósito para fomentar en ella pretensiones aristocráticas de alto vuelo; pero tenía un orgullete cursi que le inspiraba a menudo, con ahuecamiento de nariz, evocaciones declamatorias de los méritos y calidad de sus antepasados. Gustaba asimismo de nombrar títulos, de describir uniformes palaciegos y de encarecer sus buenas relaciones. En una sociedad como aquella, o como esta, pues la variación en diez y seis años no ha sido muy grande; en esta sociedad, digo, no vigorizada por el trabajo, y en la cual tienen más valor que en otra parte los parentescos, las recomendaciones, los compadrazgos y amistades, la iniciativa individual es sustituida por la fe en las relaciones. Los bien relacionados lo esperan todo del pariente a quien adulan o del cacique a quien sirven, y rara vez esperan de sí mismos el bien que desean. En esto de vivir bien relacionada, la señora de Bringas no cedía a ningún nacido ni por nacer, y desde tan sólida base se remontaba a la excelsitud de su orgullete español, el cual vicio tiene por fundamento la inveterada pereza del espíritu, la ociosidad de muchas generaciones y la falta de educación intelectual y moral. Y si aquella sociedad anterior al 68 difería algo de la nuestra y consistía la diferencia en que era más puntillosa y más linfática, en que era aún más vana y perezosa, y en que estaba más desmedrada por los cambios políticos y por la empleomanía; era una sociedad que se conmovía toda por media docena de destinos mal retribuidos y que dejaba entrever cierto desprecio estúpido hacia el que no figuraba en las altas nóminas del Estado o en las de Palacio, siquiera fuesen de las más bajas.

Por eso Rosalía no podía perdonar a las hijas de Emperador que fuesen ramas de arbusto tan humilde como el conserje de un establecimiento de enseñanza ¡un portero! Además Sánchez Emperador había sido colocado en la Farmacia por D. Martín de los Heros, y su filiación progresista bastaba para que Rosalía abriera mentalmente un abismo entre las libreas del Estado y las de Palacio.

Cuando Amparo y Refugio se sentaban a la mesa de Rosalía lo que acontecía tres o cuatro veces al mes no perdía ocasión esta de mostrarles de un modo significativo la superioridad suya. Mas no sabía hacerlo con la delicadeza y el fino tacto de las personas marcadas de ese sello de nobleza que está juntamente en la sangre y en la educación; no sabía hacerlo de modo que al inferior no le doliese la herida de su inferioridad; hacíalo con formas afectadas que ocultaban mal la grosería de su intención. Al mismo tiempo solía tener Rosalía con ellas rasgos de impensada crueldad que brotaban de su corazón como la mala yerba de un campo sin cultivo. Este detalle pinta a la señora de Bringas y da completa idea de su limitada inteligencia así como de su perversa educación moral, vicio histórico y castizo, pues no lo anula ni aun lo disimula el barniz de urbanidad con que resplandecen, a la luz de las relaciones superficiales, la gran mayoría de las personas de levita y mantilla. Además la lucha por la existencia es aquí más ruda que en otras partes; reviste caracteres de ferocidad en el reparto de las mercedes políticas; y en la esfera común de la vida, tiene por expresión la envidia en variadas formas y en peregrinas manifestaciones. Se da el caso extraño de que el superior tenga envidia del inferior, y ocurre que los que comen a dos carrillos defiendan con ira y anhelo una triste migaja. Todo esto, que es general, puede servir de base para un conocimiento exacto de las humillaciones que aquella señora imponía a sus protegidas, y de la sequedad con que les hacía sentir el peso de su mano al darles la limosna.

Bringas no era así. Cuando Amparo llegaba muerta de cansancio a la casa y la de Pipaón con desabrido tono le decía: «Amparo, ve ahora mismo a la calle de la Concepción Jerónima y tráeme los delantalitos de niño que dejé apartados»; cuando la hacía recorrer distancias enormes, y luego la mandaba a la cocina, y por cualquier motivo trivial la reprendía con aspereza, el bueno de D. Francisco sacaba la cara en defensa de la huérfana, pidiendo a su mujer tolerancia y benignidad.

«Déjala que trabaje—observaba Rosalía—. ¿Pues qué?, si al fin ha de vivir de sus obras. ¿Crees tú que va a tener alguna herencia? Acostúmbrala a los mimos, y entonces verás de qué se mantiene cuando nosotros por cualquier motivo le faltemos. Están muy mal acostumbradas esas niñas… Es preciso, Bringas, que cada cual viva según sus circunstancias».

Refugio, la más pequeña de las dos, se cansó pronto de la protección de su vanidosa pariente. Era su carácter algo bravío y amaba la independencia. El tono, el aire de su protectora, así como los trabajos que les imponía, la irritaban tanto, que renunció al arrimo de la casa y despidiose un día para no volver más. Amparo, que era humildísima y de carácter débil, continuó amarrada al yugo de aquella gravosa protección. Tenía además bastante buen sentido para comprender que la libertad era más triste y más peligrosa que la esclavitud en aquel singular caso.

Cuando se retiraba por las noches a su domicilio, después de hacer recados penosos, algunos muy impropios de una señorita; después de coser hasta marearse, y de dar mil vueltas ocupada en todo lo que la señora ordenaba, esta le solía dar unas nueces picadas, o bien pasas que estaban a punto de fermentar, carne fiambre, pedazos de salchichón y mazapán, dos o tres peras y algún postre de cocina que se había echado a perder. En ropa de uso, rarísimas eran las liberalidades de Rosalía, porque ella la apuraba tanto que al dejarla no servía para maldita cosa. Pero no faltaba algún jirón sobrante, algún pedazo de faya deshilachada o de paño sucio, los recortes de un vestido, retazos de cinta, botones viejos. Bringas, por su parte, no regateaba a su protegida las mercedes de su habilidad generosa, y estaba siempre dispuesto a componerle el paraguas, a ponerle clavo nuevo al abanico o nuevas bisagras al cajoncito de la costura. Fuera de esto (conviene decirlo en letras de molde para que lo sepa el público), Amparo recibía semanalmente de su protector una cantidad en metálico, que variaba según las fluctuaciones del tesoro de aquel hombre ahorrativo y económico en altísimo grado. Bringas tenía en el cajón de la derecha de su mesa (que era de las que llaman de ministro), varios apartadijos de monedas. De allí salía todo lo necesario para los diferentes gastos de la casa con una puntualidad y un método que quisiéramos fuese imitado por el Tesoro público. Allí lo superfluo no existía mientras no estuvieran cubiertas todas las atenciones. En esto era Bringas inexorable, y gracias a tan saludable rigor, en aquella casa no se debía un maravedí ni al Sursum Corda (expresión del propio Thiers). Los restos de lo necesario pasaban semanalmente a la partida y al cestillo de lo superfluo, y aun había otro hueco a donde afluía lo sobrante de lo superfluo, que era ya, como se ve, una quinta esencia de numerario, y la última palabra del orden doméstico. De esta tercera categoría rentística procedían los alambicados emolumentos de Amparo, que generalmente tenían adecuada forma en pesetas ya muy gastadas y en los cuartos más borrosos. Todo lo apuntaba D. Francisco en su libro, que era hecho por él mismo con papel de la oficina, y muy bien cosido con hilo rojo. El bendito hombre tenía la meritoria debilidad de engañar a su mujer cuando le pedía cuenta de aquellos despilfarros semanales, y si había dado catorce, decía en tono tranquilizador guardando el libro:

«Sosiégate, mujer. No le he dado más que nueve reales… Ni sé yo cómo se arreglará la pobre para pagar la casa este mes, porque la gandulona de su hermana no le ayudará nada… Pero no podemos hacer más por ella. Y milagro parece que vayamos saliendo adelante con tantas atenciones. Este mes el calzado de los niños nos desequilibra un poco. Espero que Agustín se acuerde de lo que prometió respecto al pago del colegio y del piano de Isabelita. Si lo hace, vamos bien. Si no, renunciaré a gabán nuevo para este invierno. Y lo mismo digo de tu sombrero, hijita… Ya ves; el tonto de mi primo podría regalarte uno de alto precio; pero él no se hace cargo de las verdaderas necesidades, y no conviene darle a entender que confiamos en su generosidad. Mucho tacto con él, que estos caracteres huraños suelen tener una perspicacia y una desconfianza extraordinarias».

V

Como no tuviera quehaceres de consideración, o algún trabajo extraordinario bien retribuido, lo que sucedía muy contadas veces, Amparo no dejaba de acudir ningún día al principal de la Costanilla de los Ángeles. Allí la vemos puntual, siempre la misma, de humor y genio inalterables, grave sin tocar en el desabrimiento, callada, sufrida, imagen viva de la paciencia, si esta, como parece, es una imagen hermosa; trabajadora, dispuesta a todo, ahorrativa de palabras hasta la avaricia, ligeramente risueña si Rosalía estaba alegre, sumergida en profundísima tristeza si la señora manifestaba pesadumbre o enojo.

Oigamos la cantinela de todos los días:

«Amparo, ¿has traído la seda verde? ¿No? Pues deja la costura y ponte el manto: ahora mismo vas por ella. Pásate por la droguería y trae unas hojas de sanguinaria. ¡Ah!, se me olvidaba; tráeme dos tapaderas de a cuarto… ¿Ya estás de regreso? Bien: dame la vuelta de la peseta. Ahora date un paseo por la cocina, a ver qué hace Prudencia. Si está muy afanada, ayúdale a lavar la ropa. Después vienes a concluirme este cuello».

Y llena de espíritu de protección, se remontaba otras veces a las alturas del patriarcalismo, como un globo henchido de gas se eleva al empíreo, y decía en tono muy cordial:

«Amparo, a la sombra nuestra puedes encontrar, si te portas bien, una regular posición, porque tenemos buenas relaciones y… ¡Ah!… ¿no sabes lo que se me ocurre en este momento? Una idea felicísima. Pues sencillamente que debías meterte monja. Con tu carácter y tus pocas ganas de tener novios, tú no te has de casar, y sobre todo, no te has de casar bien. Con que piénsalo; mira que te conviene. Yo haré por conseguirte el dote. Creo que si se le habla a Su Majestad, ella te lo dará. Es tan caritativa, que si estuviera en su mano, todo el dinero de la nación (que no es mucho, no creas), lo emplearía en limosnas».

Y otro día es fama que dijo:

«Oye, tú… se me ha ocurrido otra idea feliz… Hoy estoy de vena. Si te decides por el monjío, me parece que no necesitamos molestar a La Señora, que hartas pretensiones y memoriales de necesitados recibe cada día, y la pobrecita se aflige por no poder atender a todos. ¿Sabes quién te puede dar el dote? ¿No se te ocurre? ¿No caes?… El primo Agustín, que está siempre discurriendo en qué emplear los dinerales que ha traído de América. Yo se lo he de decir con maña a ver qué tal lo toma. Es la flor y nata de los hombres buenos; pero como tiene esas rarezas, hay que saberle tratar. Siendo, como es, tan dadivoso, no se le puede pedir nada a derechas. Es desconfiado como todos los huraños, y a lo mejor te sale con unas candideces que parece una criatura. Hay que saberla tratar, hay que ser, como yo, buena templadora de gaitas para sacar partido de él… Ya ves, ayer me regaló un magnífico sombrero… Todo porque me vio afanadísima arreglando el viejo y me oyó renegar de mis pocos recursos… Como tú ayudes, tendrás la dote… Me parece que es él quien llama… Hoy quedó en traerme billetes para el Príncipe… Y esa calamidad de Prudencia no oye… ¡Prudencia!… Tendrás que salir tú… No, ya va a abrir esa acémila… Es él… ¿No lo dije? Buenos días, Agustín; pasa, da la vuelta por allí. Da un puntapié a la cesta de la ropa. Ahora una bofetada a la puerta. Aproxima el baúl vacío. Aparta ese mantón que está sobre la silla. No te quites el sombrero, que aquí no hace calor».

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