Tormento - Гальдос Бенито Перес 4 стр.


Esto pasaba en el cuartito de la costura, el cual era además guardarropa de Rosalía y estaba lleno de armarios y perchas, con cortinas de percal que defendían del polvo los montones de faldas y vestidos. Baúles enormes ocupaban el resto, dejando tan poco sitio para las personas, que estas, al entrar y al salir, tenían que buscarse un itinerario y muchas veces no lo encontraban.

«¿Y qué es de tu vida?—le pregunto Rosalía—. ¿Has dado ya tu paseo a caballo?… Mira, ponte bien la corbata, que al paso que lleva, el lazo llegará pronto al cogote… ¡Ay, qué desgarbado eres! Si te dejases gobernar, qué pronto serías otro. Tú mismo no te habías de conocer».

–Ya estoy viejo para reformas—replicó Caballero sonriendo—. Déjame como soy. ¿Está bien así la corbata? Vaya unos melindres. Pásmate de lo que te digo: he vivido quince años sin ver un espejo, o lo que es lo mismo, sin verme la fisonomía y sin saber cómo soy.

–¡Jesús!, qué hombre… Y un día por fin te miraste y dijiste, como el de Caspe: «Otra que Dios, yo conozco esa cara…». ¿Oyes, Amparo?

Las dos se reían.

Agustín Caballero no era ya mozo; pero sin duda el cansancio y los afanes de una penosa vida tenían más parte que los años en la decadencia física que expresaba su rostro. En su barba negra brillaban hilos de plata distribuidos desigualmente, pues debajo de las sienes dominaban las canas casi por entero, mientras el bigote y todo lo que caía bajo el labio inferior era negro. El pelo, cortado a punta de tijera, ofrecía también caprichoso reparto de aquellos infalibles signos del cansancio vital: en los temporales escarcha, en lo demás intensa negrura ligeramente salpicada de rayitas argénteas. El color de su rostro era malísimo, color de América, tinte de fiebre y fatiga en las ardientes humedades del golfo mejicano, la marca o insignia del apostolado colonizador que, con la vida y la salud de tantos nobles obreros, está labrando las potentes civilizaciones futuras del mundo hispano-americano.

Siempre vi en Caballero una vigorosa constitución física, medio vencida en ásperas luchas con la Naturaleza y los hombres, una fuerte salud gastada en mil pruebas, una hermosura tostada al sol. Aquella cabeza y aquel cuerpo bien cuidados por peluqueros y sastres, habrían sido algo más que medianamente hermosos. Pero el retraimiento social y un trabajo de Hércules quitaron para siempre a una y otro toda fineza y elegancia, y hasta la posibilidad de adquirirlas. Por esto Caballero, con muy buen sentido, había comprendido que era peor afectar lo que no tenía que presentarse tal cual era a las vulgares apreciaciones de la afeminada sociedad en que vivía. En verdad aquel hombre, que había prestado a la civilización de América servicios positivos si no brillantes, era tosco y desmañado, y parecía muy fuera de lugar en una capital burocrática donde hay personas que han hecho brillantes carreras por saberse hacer el lazo de la corbata. No es esta la primera vez que trasplantado aquí el yankee rudo, ha tenido que huir aburridísimo y sin ganas de volver más. Caballero permaneció más tiempo que otros, y desafiaba lo que podríamos llamar su impopularidad. Había hecho sonreír con trivial malicia a muchas personas; era torpe para saludar o incapaz de sostener una conversación sobre motivos ligeros y agradables. En medio de las expansiones de alegría se mantenía seriote y taciturno. Si no ignoraba las fórmulas elementales del vivir social, era lego en otras muchas de segundo orden, que son producto del refinamiento de costumbres y de las continuas innovaciones suntuarias.

Su despreocupación no era tanta que le permitiese mirar con indiferencia la ridiculez que caía sobre él en ocasiones, y para evitarla, atento a su dignidad, que en mucho estimaba, huía del trato de las personas bulliciosas. Hacía vida muy retirada, y no sostenía relaciones constantes más que con sus primos los Bringas y con dos o tres amigos del comercio y banca de Madrid, a quienes conoceremos más adelante.

En Octubre de aquel año, cansado Agustín de la tediosa vida que en Madrid hacía, marchó a Burdeos, donde tenía algunos negocios. Pero inopinadamente volvió sin explicar el motivo de su pronto regreso. Tan sólo dijo a Bringas: «Allí me aburría más. Pero pienso volver si Dios me da vida y me sale un proyecto que tengo».

Cuando Rosalía con vivas instancias le retenía en su casa después de comer, y casi por fuerza le introducía en la modesta tertulia de su sala, se pasaba toda la noche en un rincón, más callado que si estuviera en misa, o bien aguantando la verbosidad de algún señor mayor o señora entrada en años, de las que hablan a borbotones. Respecto a su fortuna, nadie sabía la verdad. Quien la suponía colosal, quien regularcita y muy saneada; pero el propio misterio en que esta circunstancia estaba envuelta, hacíale más interesante a los ojos de muchos, y familia hubo, entre las relaciones de los Bringas, que le puso con bélico ardor las paralelas de la estrategia social para conquistarle. Pero él, revelando una sutil agudeza, más propia del salvaje que del cortesano, resistía tan valerosamente que los sitiadores levantaban el asedio sin ganas de volverlo a poner. No hay que decir que se le dispensaba mucho por la idea que todos tenían de su desmedida riqueza y de su noble y elevado carácter. Verdaderamente si él hubiera querido ceder a tantas asechanzas amables, sus rudezas habrían pasado como donaires y su sequedad por la más cumplida elegancia.

«Puedes fumar si quieres—le dijo Rosalía—. Ni a Amparo ni a mí nos molesta el humo del cigarro. Repítenos eso del espejo para que nos riamos otro poco. ¡Quince años sin verte la cara!».

–Es cierto… Y durante dos años y medio, estuvimos un amigo y yo en un monte de la Sierra Madre sin tener el disgusto de ver lo que llamamos una persona.

–Eso no necesitas jurarlo para que lo crea. Bien se te conoce. Y cuando llegaste a ver un ser humano echaste a correr, ¿verdad? Esas mañas te han quedado, primo. La otra tarde, cuando estabas en la sala y entraron las de Pez, pegaste un brinco, y te faltaba tierra por donde huir. Yo creí que te tirabas por el balcón. ¿Por qué eres así, por qué tienes miedo a la gente? Haces mal, muy mal. Sin duda crees que no gustas, que se ríen de ti. ¡Ay, bobo, no, no! Todos te respetan y te alaban. Yo sé que no eres desagradable ni mucho menos. Gustas, chico, gustas, yo te lo digo. Eres simpático a muchas que yo me sé, y si tú no fueras tan encogido…

–No me fío, no me fío—murmuró Caballero, como quien sigue una broma.

–¡Qué timidez la tuya! Cuidado que con cuarenta y cinco años… ¿Me equivoco en la cuenta?

–Por ahí…

–Con cuarenta y cinco años no saber… no gustar de los placeres de la sociedad…

–Cada hombre—manifestó Agustín—es hechura de su propia vida. El hombre nace, y la Naturaleza y la vida le hacen. El mismo derecho que tiene esta sociedad para decirme «¿por qué no eres igual a mí?» tengo yo para decirle a ella «¿por qué no eres como yo?». A mí me han hecho como soy el trabajo, la soledad, la fiebre, la constancia, los descalabros, el miedo y el arrojo, el caballo y el libro mayor, la sierra de Monterrey, el río del Norte y la pútrida costa de Matamoros… ¡Ay! Cuando se ha endurecido el carácter, como los huesos, cuando a uno se le ha pintado su historia en la cara, es imposible volver atrás. Yo soy así; la verdad, no tengo maldita gana de ser de otra manera.

–Ya comprendo, sí… Pero no se te pide que hagas el pollo; lo que se te pide es…

Rosalía, que con grandísimo contento se metía en las honduras de este tema sabroso, por la autoridad y tino que en él sabía revelar, interrumpía con no menor disgusto a cada momento sus observaciones para atender a asuntos domésticos. No pasaban cinco minutos sin que entrase Prudencia con un recado tan enojoso como importante: «Señora, el mielero».

–Que hoy no tomo.

–Señora, el del arrope… Señora, el carbonero… Señora, el panadero. ¿Cuánto tomo?… Señora, haga el favor de sacar la sopa… Señora, el vinatero… Señora, un recado de las señoras de Pez preguntando si va usted al teatro esta noche… Señora, jabón… Señora, ¿voy por mineral?

Y la atormentada dama contestaba sin confundirse, y tenía que salir y entrar, y sacar cuartos, y dar órdenes, y pasar a la despensa, y dale y vuelve, y otra vez, y torna y vira… Pero no soltaba en medio del laberinto casero el hilo de su tema, y en un respiro siguió de este modo:

«Lo que se te pide es que seas amable, atento… y no eches a correr cuando entran visitas…».

–Basta, prima…—dijo Caballero, fatigado ya del sermón—. Hablemos de otra cosa. Aquí tienes las butacas para la función de esta noche en el Príncipe.

–¡Oh!, gracias… Eso sí, a obsequioso no te gana nadie. ¿Pero qué?… ¿has traído tres?… ¿vas tú?

–Yo no pienso… La tercera es para que vaya también…

–Hizo un gesto mostrando a Amparo, pues su timidez era tal que a veces no se atrevía a nombrar a las personas que tenía delante.

«¿Esta?… Por los clavos de Cristo, Agustín. Si ella no va, ni quiere, ni le gusta, ni puede»—manifestó Rosalía, dando a las ventanillas de su nariz toda la dilatación posible.

La idea sola de presentarse en el teatro con la chica de Sánchez, cuyo humilde guardarropa era incompatible con toda exhibición mundana, ponía a la señora de Bringas en un estado de vivísima irritación. Ni comprendía que a su primo se le ocurriera tal dislate. Bastaba esta salida de tono, si no hubiera otras, para que Caballero mereciera la borla de doctor en ignorancia social.

Amparo se reía sin decir nada, mirando a Caballero con indulgente desaprobación, como se mira a un niño, merecedor por su buena índole de que se le perdonen las tonterías propias de la edad.

«Pues a oportuno no te gana nadie—dijo la Pipaón ensañándose un poco con su primo—. Buena cosa le propones a esta. La ofendes… sin malicia se entiende… le das una puñalada proponiéndole ir al teatro. ¿De qué crees que hablábamos las dos ahora, y no sólo ahora sino otras veces? ¿Cuál es la afición, el deseo de esta infeliz? ¿No sabes? Tú qué has de saber si siempre estás en Babia. No tienes penetración. Otro cualquiera habría comprendido que Amparo está demente por hacerse monja… Eso se cae de su peso, porque verdaderamente, no puede, no debe, no está en circunstancias de aspirar… Si no hablamos en casa de otra cosa…».

–Poco a poco, señora mía—observó Caballero sonriendo—. A mí no me han dicho nada.

–Pero eso se comprende, eso se adivina—replicó ella con la vehemencia que ponía siempre en sus apreciaciones sobre la cosa más absurda—. El hombre de sociedad caza las ideas al vuelo. Tú, si no te ponen las cosas delante, así, en la punta de la nariz, no las ves.

–Acabáramos.

–Otro hombre listo habría conocido la dificultad que hay para realizar este pensamiento, la dificultad de la dote… Esto se cae de su peso. Amparo es pobre. Nosotros somos ricos de buena voluntad nada más. Es verdad que tenemos buenas relaciones, y las buenas relaciones allanan los peores caminos. Nosotros tenemos muchos amigos, entre ellos algunos que son poderosos. ¿Seremos tan desgraciados que no encontremos algún solterón rico que tenga un arranque de generosidad y diga: «yo doy la dote para esa señorita monja»?

Rosalía miró al primo revelando la seguridad de obtener respuesta categórica y feliz a la indirecta que acababa de dirigirle. Agustín, herido en su sensible corazón, respondería infaliblemente: «Aquí está el hombre». Pero la de Bringas vio fracasado por aquella vez su astuto plan, porque el primo, sin revelar haberlo comprendido, se levantó de súbito y dijo:

«Pues yo, prima, tengo que marcharme».

Con mal disimulado despecho, Rosalía no pudo menos de exclamar:

«Eso es… siempre tan brutote… Abur, hijo, que te vaya bien: expresiones en llegando».

VI

Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraron los dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieron ambos a abrazar a su mamá y después a Amparo.

«Un besito al primo».

–Ven acá, mona—dijo Caballero, que tenía pasión por los niños.

–La merienda, mamá—clamaron los dos a un tiempo.

–La merienda, mamá—repitió Caballero, tomando a cada uno de una mano y saliendo con ellos hacia el comedor.

Isabelita, cubierta la cabeza con una toquilla roja, calzados los pies de zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo de Agustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik que le arrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como un viejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unos brincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este no podía menos de quejarse.

«Juicio, muchachos, juicio».

Un momento después cada uno de los Bringas del porvenir atacaba con furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto a la mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiando aquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como del tazón de una fuente el agua henchida y rumorosa. Alfonsito, que había ido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas las horas libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sin quitarse el carrik que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en los respaldos de las sillas.

«Niño, que te caes… Este pillo se va a matar el mejor día… Como le vuelvas a llevar al Circo, verás»—decía su madre, corriendo tras él.

Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con la mano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde tenía varias calcomanías.

La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y los calzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiablado furor acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo.

«¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita de manzanilla?… Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lo tuyo bebes».

–Gracias, no tomo nada.

–Supongo que no lo harás de corto…

Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencio el bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de un pensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se había hecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo que se había constituido en atormentador y en perseguidor de la buena señora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día. Helo aquí:

«Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a mi niña… ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaría yo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, esconde el mejor corazón que hay en el mundo. ¡Ay!, Isabelita, niña mía lo que te pierdes por no haber nacido antes… ¡Y tú tan inocente sobre esas salvajes rodillas sin comprender tu desgracia!… ¡tan inocente sobre ese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!… ¡Oh!, si hubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, ya tendrías diez y seis años. ¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seas casadera, el pobre Agustín estará hecho un arco… ¡Qué cosas hace Dios! Ay, Bringas, Bringas… ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del 51!… ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!… me mareo… lo bastante para ser una de las primeras casas de Madrid… Y ahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo de bárbaro?…».

Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama le veía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. La tarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por lo alto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como un murciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, a causa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo los besos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de esta cuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas.

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