–Vaya usted á ofrecer dinero á Alcalá Galiano y á Moreno Guerra….
–Esos alborotan allá, en las Cortes; de esos no se trata. Tratamos de los que alborotan aquí.
–Pues le aseguro á usted, señor don Elías de mi alma, que con lo que me ha dado, no tengo ni para la correa del zapato del orador más malo de este club.
–Le digo á usted que basta con eso. El señor no está para gastos.
–¡Y que tacaño se vuelve el Absoluto! Mala landre le mate, si con estas miserias logra derribar la Constitución.
–Deje usted andar, que ya se arreglará esto—contestó el viejo dando un suspiro. Y al darlo cerró la boca de tal modo, que parecía que la mandíbula inferior se le quedaba incrustada dentro de la superior.
–Pero, don Elías de mis pecados, ¿qué quiere usted que haga yo con cinco onzas…? ¿Qué le pareció aquel sargentón que habló anoche? Dicen que es un bruto; pero lo cierto es que hace ruido y nos sirve bien, pues me cuesta un ojo de la cara cada párrafo de aquéllos que sublevan la multitud y ponen al pueblo encendido… ¡Y hay otros tan reacios, don Elías…! Anteanoche subió á la tribuna uno que suele venir ahí con el barbero Calleja: ¡qué voz de becerro tenía! Empezó á hablar de la Convención, y dijo que era preciso cortar las cabezas de adormidera. Le aplaudieron mucho, y yo confieso que fué una gran cosa, aunque, á decir verdad, no le entendí más que si hubiera hablado en judío. Cuando acabó la sesión, quise picarle para que hablara segunda vez; pero no sé si caló mis intenciones; lo cierto es que dijo que me iba á cortar el pescuezo, añadiendo que no me descuidara. ¡Qué susto me llevé! ¡Y esto se me paga tan mal! Aquel discurso que pronunció anoche á última hora el estudiantillo valenciano, me costó dos raciones de carne estofada y dos botellas de vino ¡Ay! Si llegaran á saber estos manejos Alcalá Galiano y Flórez Estrada … le digo á usted que me voy á reír de gusto.
–Esas son las cabezas de adormidera que es preciso cortar—exclamó el viejo, guiñando el ojo y haciendo con la mano derecha, movida horizontalmente, la señal de quien corta alguna cosa.
–Pues fuera una lástima, porque son buenos chicos. Yo, francamente se lo digo á usted, aunque soy en lo íntimo de mi corazón partidario amantísimo de mi Rey absoluto, cuando oigo á esos muchachos, y especialmente cuando veo á Alcalá Galiano subir á la tribuna, y empieza á echar flores por aquella boca, y después culebras, me da un escarabajeo tan grande, que me baila el corazón y me dan ganas de abrazarle.
–Déjalos que griten: eso precisamente es lo que se busca. Mira el motín de esta noche: á ellos se les debe. Con muchos así, pronto estallará la cuerda. Eso es lo que quiere el Rey. ¡Oh! Ya verás qué pronto se despedazarán unos á otros.
–¿Pero qué hago yo con cinco onzas?—volvió á decir el dueño del café.
–Ya lo he dicho El Rey no está para despilfarros, y para levantar de cascos á está gente no es preciso mucho dinero.
–¿Que no? Pregúnteselo usted á aquel lego exclaustrado que escribe El Azote; ya me tiene comidas tres onzas de las que usted me trajo la semana pasada. ¿Pues y aquel oficialito que pronunció hace días aquel fuerte discurso en que dijo: Calendas Cartagos…?
–Delenda est Carthago, querrá usted decir.
–Eso es: dilenda ó calenda, lo mismo da—dijo el del café.—¡Pues ese oficialito tiene unas tragaderas! Me comió dos empanadas de conejo como dos ruedas de molino. Y sobre todo, con decirle á usted que para conseguir que Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, como usted vió muy bien el domingo, tuve que pagarle todas sus deudas, que eran ocho meses al casero, y qué sé yo cuántos piquillos sueltos á los amigos… Y luego no gana uno para sustos, don Elías. Vuelvo á repetirle á usted que si los liberales de copete descubren estas socaliñas, no me dejarán un hueso en su lugar.
–Mucha cautela, ten mucha cautela: nada de papeles escritos, no me dirijas cartas, no fíes al papel ni una idea sobre este punto,—le dijo Elías con severidad.
–Y dígame usted—continuó el del café, bajando la voz como si temiera ser oído por Robespierre;—dígame usted, ¿cuándo se alza la Guardia Real?
–No sé—dijo Elías, encogiéndose de hombros.
–Dicen que la Santa Alianza ha escrito al Rey.
Elías debía ser hombre prudentísimo, porque contestó "no sé" á secas como á la primera pregunta.
Entonces se oyó otra vez, aunque muy lejano, el mismo ruido de voces, que hizo salir del club á toda la concurrencia.
"Creo que piensan allanar la casa de Toreno.
–Bien: me alegro—dijo el viejo con siniestra satisfacción.—Veo que empiezan á devorarse unos á otros. No podía suceder otra cosa. ¡Oh! Yo entiendo á esta canalla. ¿Y qué había de suceder? ¿España podrá estar mucho tiempo en manos de una gavilla de pensadores desesperados? Si esto durara, yo dudaría de la Providencia, que arregla á las naciones como da aliento á los individuos, España está sin Rey, que es estar sin gloria, sin vida y sin honor. ¿Había, por ventura, Constitución cuando España fué el primer país del mundo? Eso de hacer el pueblo las leyes es lo más monstruoso que cabe. ¿Cuándo se ha visto que el que ha de ser mandado haga las leyes? ¿Sería justo que nuestros criados nos mandaran? Aquí no hay Rey ni Dios esto se acabará; yo te jure que se acabará."
Al decir esto, el viejo abría los ojos y apretaba los puños con furor. El del café no pudo resistir al encanto de tanta elocuencia, levantóse de su trípode y le abrazó. Al alargar sus manos con entusiasmo, una botella cayó y fué rodando hasta dar un golpe á Robespierre, el cual, despertando súbitamente, dió un atroz maullido y fué á buscar regiones más tranquilas en lo alto del armario de los bizcochos.
Elías sacó de su bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso á salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió á abrirle la puerta. Ya principiaba á despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar á su amigo y tomó la dirección de su casa.
CAPÍTULO III
#Un lance patriótico y sus consecuencias#.
Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vió que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas á la Constitución y á Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.
Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.
Los cinco detuvieran al anciano.
"¡Mátale, mátale!—dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.
–No, déjale, Perico. ¿De qué vale espachurrar á este bicho?
–Si es Coletilla—exclamó él del chirlo reconociéndole.—Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.
–¡Que cante el Trágula!—dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo á la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyo pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer á la justicia.
–Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito."
Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.
"¡Miren que orejazas de mochuelo!—añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.
–Pos no tiene mala cabeza é pelailla pa jugar á los trucos—dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo."
El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:
"Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos—prosiguió, volviéndose á los otros:—éste es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va á presentar al Rey constitucional para que nos haga…."
–¡Menistros!—gritó el matutero enarbolando su vara.
–Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!
–Vamos á jaserle comunero de la gran comuniá—dijo el matutero.—Primera prueba. ¡Que salte!
–¡Que salte!
–¡Que salte!
Y uno de ellos tomó de la mano á Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.
"Zegunda prueba—chilló Tres Pesetas:—toma esta espada, pincha á uno de nosotros."
Y sacando un sable le dió de plano tan fuerte golpe, que le obligó á caer en opuesto sentido.
"Dí '¡viva la constitución!'
–¿Pues no lo ha é ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras…—vociferó el matutero, sacando su navaja.
–Este tunante fué el que delató al cojo de Málaga—dijo el caballero particular.
–Y el amigo de Vinuesa.
–Señores, éste no es más que Coletilla, el gran Coletilla—afirmó Calleja con mucha gravedad."
La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello á Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.
"Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido."
Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.
"Déjamelo á mi—exclamó el chalán.—Tríncalo por el piscuezo; quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche."
Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba á Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua á la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.
Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, á pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió á insistir.
"Vamos, señores, dejen ustedes en paz á ese pobre viejo, que no les hace ningún daño—dijo el militar.
–Si es Coletilla, el mismo Coletilla.
–Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.
–Eso mismo decía yo—exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.
–Poz que diga '¡viva el Rey constitucional!'
–Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.
–¡Si es un servilón!—exclamó Chaleco.
¿Y qué queréis hacer con él?—preguntó el militar.
–Poca cosa—dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido.—No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan á misa las asaúras.
–Vamos, marchaos á vuestras casas—dijo el militar con mucha entereza:—yo le defiendo.
–¿Usía?
–Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.
–Pues sino ize ¡viva la…!
–Dí '¡viva la Constitución!'—exclamaron todos á la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.
–Vamos—manifestó el militar, dirigiéndose á Elías: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.
–¡Que lo diga!
–¡Que lo iga pronto!"
El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.
"Vamos padrito, pronto—dijo el matutero.
–¡No!—exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación."
Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron á acometerle, y fué preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.
"Diga usted ¡viva la Constitución!"
–¡No!—repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó:
"¡Muera!"
Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto á defender á Elías hasta el último trance.
"Apartaos—dijo.—Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?
–Que retire esas palabras—dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las formulas parlamentarias.
–¿Qué rítire ni ritire?
–Si, está loco—dijo Chaleco;—y si no está loco, está bo … bo … borracho.
–¡Eso es … eso … borracho!—gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra."
Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz á Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal, que no podía andar sino á pasos cortos y vacilando á cada momento.
El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle á ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose á la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.
El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó á hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del viejo estimulaba más su prolija locuacidad.
No podemos transcribir los términos precisos en que habló éste, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya éstas ó parecidas palabras:
"Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, que hacen dudar á los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan á regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. ¡Pero qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Como nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!
"El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar á que la libertad dé sus frutos y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?"