La Fontana de Oro - Гальдос Бенито Перес 5 стр.


Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó á ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero éste sumamente abstraído, daba muestras de no atender á sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos transcendentales y profundas.

"Es de deplorar—continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica,—es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño."

Paróse por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.

"Esos que le han detenido á usted—continuó el militar,—no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, ó ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, ó alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación ó castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos, ó quitársela á todos. ¿Y es justo renunciar á los beneficios de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieron ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado puede hacer con ella. No privemos de la libertad á un discreto por quitársela á cien imprudentes."

El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar á su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: "Aquí." El viejo había concluido, y el militar iba á dejar á su nuevo amigo; pero notó que estaba éste cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.

La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas á la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.

La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina á las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras á todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía á toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.

El portal era angosto y muy largo. Para llegar á la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros á causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el presente siglo cubiertas de una venerable rapa de mugre, excepto en la faja ó zona por donde rozaban los codos de los que subían, la cual tenía singular pulimento. En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido.

Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento. Abrióla una joven como de diez y ocho años de edad, que al ver el aspecto abatido del viejo, y sobre todo al ver que un desconocido le acompañaba, cosa sin duda muy rara en él, dejó escapar una exclamación de temor y sorpresa.

"¿Qué hay? ¿Qué le ha pasado á usted?" dijo cerrando la puerta, después que los dos estaban en el pasillo.

E inmediatamente marchó delante y abrió la puerta de una sala, donde entraron los tres. El anciano no habló palabra, y se dejó raer en un sillón con muestras de dolor.

"¿Pero está usted herido? ¿A ver? Nada—dijo la joven examinando con mucha solicitud á Elías y tomándole la mano.

No ha sido nada—dijo el militar, que se había descubierto respetuosamente,—no ha sido nada: pasaba hace un momento por la calle, y cinco hombres soeces que le encontraron quisieron que cantara no sé qué cosa, y el señor, que no estaba para cantos, se negó."

La joven miró al militar con expresión de estupor. Parecía no comprender nada de lo que éste había dicho.

"Eran unos borrachos que quisieron hacerle daño; pero pasé yo felizmente… No se asuste usted: no tiene nada."

Elías pareció un poco repuesto; apartó con despego á la joven, y su semblante principió á serenarse.

"¡Ay! qué miedo he tenido esta noche—dijo la joven.—Esperándole hora tras hora y sin parecer…. Luego esos alborotos en la calle…. A media noche pasaron por ahí unos hombres gritando. Pascuala y yo nos escondimos allí dentro, y nos sentamos en un rincón temblando de miedo. ¡Cómo gritaban! Después sentimos muchos golpes … decían que iban á matar á uno. Nosotras nos pusimos á llorar: Pascuala se desmayó; pero yo procuré animarme, y juntas empezamos á rezar de rodillas delante de la Virgen que está allí dentro. Después se fué alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle. ¡Ay! no lo quiero recordar. Todavía no se me ha quitado el susto."

El militar oyó con interés estas palabras; pero sin dejar de oirlas dirigió su atención á reconocer el sitio en que se hallaba y á examinar el aspecto de la amable persona que en él vivía.

La casa era modesta; pero la sencillez y el aseo revelaban en ella un bienestar pacífico.

La joven llamó su atención más que la casa. Clara (que así se llamaba,) representaba más de diez y ocho años y menos de veintidós. Sin embargo, estamos seguros de que no tenía más que diez y siete. Su estatura era más bien alta que baja, y su talle, su busto, su cuerpo todo tenían las formas gallardas y las bellas proporciones que han sido siempre patrimonio de las hijas de las dos Castillas. El color de su rostro, propiamente castellano también, era muy pálido, no con esa palidez intensa y calenturienta de las andaluzas sino con la marmórea y fresca blancura de las hijas de Alcalá, Segovia y Madrid. En los ojos negros y grandes había puesto todos sus signos de expresión la tristeza. Su nariz era delgada y correcta, aunque demasiado pequeña; su frente pequeña también, pero de un corte muy bello; su boca muy hermosa y embellecida más por la graciosa forma de la barba y la garganta, cuya voluptuosidad y redondez contribuía á hacer de su semblante uno de los más encantadores palmos de cara que se había ofrecido á las miradas del militar desconocido, el cual (digámoslo de paso) era hombre corrido en asuntos femeninos.

El peinado de Clara podía rigurosamente ser tachado de provinciano, porque se alzaba en un moño de tres tramos sobre la corona. Este modo de peinarse era ya desusado en la corte; pero la belleza suele generalmente triunfar de la moda, y Clara estaba muy bien con su trenza piramidal. El traje era de los que usaba entonces la clase no acomodada, pero tampoco pobre, es decir, un guardapiés de tela clara con pintas de flores, mangas estrechas hasta el puño, talle un poco alto y el corte del cuello cuadrado y adornado de múltiples encajes.

La investigación del militar duró mucho menos de lo que hemos empleado en describir la figura. Durante algunos segundos estuvieron los tres personajes inmóviles el uno frente al otro sin decir palabra, hasta que el viejo, como continuando una peroración interior, exclamó con un repentino acceso de ira y lanzando de sus ojos rápidamente iluminados una mirada feroz.

"¡Infames, perros! Quisiera tener en mi mano un arma terrible que en un momento acabara con todos esos miserables. ¡Ah! Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes á su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano. ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?"

El militar estaba atónito y algo corrido. Parecíale que aquello era una réplica indirecta á su expresiva disertación del camino; y aunque se le ocurrió contestarla, vió en el rostro de Elías una expresión de contumacia y ferocidad que le intimidó. Su atención estaba en parte reconcentrada en la compañera del realista. Clara miraba al viejo con la indiferencia propia de la costumbre, y al mismo tiempo miraba á su protector como si se avergonzara de la extrañeza que le causaban las palabras del viejo.

El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó á sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.

Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró á Elías con insistencia y se acercó á él; pero éste no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar á la muchacha.

–No tema usted nada—le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana.—No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por lo sorpresa y la ira; pero se calmará.

–Sí, se calmará … un poco.

–Y se pondrá contento.

–Contento, no.

–Cuidado: por usted no estará triste.

Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volvióse para mirar á Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando á solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos "¡Malvados, perros!"

El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:

"Tal vez será indiscreción la pregunta que voy á hacerle á usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?"

Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:

–"¿Loco?…" Y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: "No sé."

La curiosidad del militar creció.

–No lo tome usted á agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación.

Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.

–Yo no sé—dijo al fin.—El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: á veces creo que se me va á morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y á veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y á mí nos da mucho miedo: la sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche.

El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir, que sufría resignada los atropellos de un loco.

–Pero usted—dijo con el mayor interés, ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata á usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.

–¿A mí? No—dijo Clara;—no me ha maltratado nunca.

Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante á un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo á una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.

El curioso no se atrevía á continuar investigando: ya iba á despedirle mal de su grado, cuando Clara vió que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:

–¡Está usted herido!

–No es nada: un rasguño.

–Pero sale mucha sangre. ¡Jesús! tiene usted la mano destrozada.

–¡Oh! no es nada…. Con un poco de agua….

–Voy al momento.

Clara se marchó muy á prisa y volvió á poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.

–¿Y tiene familia?—dijo éste tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.

–¿Familia?—contestó Clara con su naturalidad acostumbrada.—No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías…. Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre…. Yo era muy niña entonces.

–Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?

–Sí; pero ahora…. Como tiene tantas cosas en qué pensar….

–¿Y desde cuando ha variado?

–Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban á matar á … ¿al Rey?… no sé á quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña … No … entonces salíamos los domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

–¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

–Nunca—dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado á su mudo frenesí. Mirando después á Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentó su confusión, su curiosidad y sus temores.

–¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?—le dijo casi conmovido.

–¿Yo?… ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy á las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

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