La Fontana de Oro - Гальдос Бенито Перес 7 стр.


Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería á las dos.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte á los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba á los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio á toda tolerancia, á toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar á aquella época, en que era imposible á todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética á un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado á los más grandes hechos, á tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza á aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido á su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observación superficial califica ligeramente de este modo: un loco.

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fué feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó á tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró á su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el período de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más ó menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba á los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido á la camarilla: ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vió amenazado por gentes que pretendían conocerle ó le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así, para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo á uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca á los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.

CAPÍTULO V

#La compañera de Coletilla#.

En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró á los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos á organizar allí una partida considerable que hostilizara á Ney en su salida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparóle el cielo ó el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba á su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífona y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y de pecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando á este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de capa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven ó algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida voladera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

La tercera metamorfosis de doña Clara fué peor. Le dió por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera á afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie á todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los baños minerales de España, desde Ledesma á Paracuellos, desde Lanjarón á Fitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato de sus males que hacía á todos los teatinos, franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió á entibiar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó á aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba á su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo á las cosas de la Iglesia, tomándolo tan á pechos que no había día en que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba á contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía á Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba á su hija ni á su esposo, y éste que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche á la mañana se marchó á Portugal á tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fué al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto á lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba á quedar en la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse á Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba á España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían á pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo del ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente á su hija, que, al ver llorar á su padre, lloraba también sin saber porqué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir á la nación en aquella crisis, seguro de que le pagaría sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y éste le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir á los regimientos franceses que iban á unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando á su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse á un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar á lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron á los nuestros. El combate fué encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. "¡Son tres veces mas que nosotros!—dijo Chacón;—pero no importa: ¡adelante!"

Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fué horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba á los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida unióse al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

El pueblo todo les siguió, con Chacón á la cabeza; pero aún no había andado éste veinte pasos, cuando fué herido por una bala: dió un grito y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron á su casa. Antes de llegar á ella ya estaba muerto.

Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón. Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó á llamar con fuertes voces á su padre, cuya muerte no comprendía.

–Qué niña es ésta?—preguntó Elías.

–Es su hija,—contestó una mujer que la tenía abrazada.

–¿Y no tiene madre?—

–No, señor,—

–¿Y qué vamos á hacer de ella?—dijo Elías mirando al cura de Carrión y á los demás cabecillas del tumulto.

Todos se encogieron de hombros y besaron á Clara.

–Nosotros nos quedaremos con ella,—dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

–No—dijo Elías:—yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.—

Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero al tenerla á su lado la condenaban á ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban á don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por lo tanto, en dejarle la niña.

Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época en que el realista dejó las armas y se retiró á Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco á mirar cara á cara á su protector, porque le daba mucho miedo.

Grande fué su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban á las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener su claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanla unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar á las niñas, y unas antiparras verdes, que más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajos, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego, por espacio de dos horas, sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria á las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno á su caña á los tristes ángeles del muladar.

Después de comer llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, á causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra á la culpable, esperando á que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios! le sacudía un cañazo, seguido de una retahila de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos á diestra y siniestra. Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo. La madre Angustias les decía: "Ahora el ca … ca … tecismo. Madre Brí … Brí … Brígida, la que no lo sepa, al ca … ca … caramanchón."

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