Y se marchaba á acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.
Clarita y otras niñas de la escuela creían á pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiólas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó á no comer ni jugar aquel día, ¡Qué horas pasaron las pobres!
Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele á un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquél fué el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron á mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba á principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle á la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata, y fué á pararse ¿dónde creeréis? en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.
"Cla … Cla … Cla … rita—exclamó la madre Angustias ciega de furor.—¡Niña mal … mal criada! ¡Qué desaca … ca … cato es éste? Esta noche al ca … ca … caramanchón."
Clara fué condenada aquella noche á dormir en el caramanchón, última pena que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde á los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó en su cacareo hasta que vió cumplida la terrible orden; y á la hora en que acostumbraban á recogerse, Clara fué llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó á aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.
Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó á su casa.
El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurrióle hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla á su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía de toda clase de labores.
La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fué mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez á la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso son ella.
Los domingos la solía llevar á la Florida ó á la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó á oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición lo acompañaba, una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado á su servicio.
Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó á creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar á otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y á veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.
Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fué amigo y servidor de una antigua é ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban á visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban á Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó á tomar antipatía, porque siempre que iban á la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.
En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en su fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo: la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas á la infeliz: "Clara, te has echado á perder." Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba ó la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.
Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó á hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente á la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: "Si usted no manda á esta chica al campo se muere antes de un mes."
El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.
Escribió dos letras y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.
Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados á la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte: sus pasos la llevaban á grandes distancias: su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.
Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos á referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido á no abandonarnos.
CAPÍTULO VI
#El sobrino de Coletilla.#
Marta, la hermana de Elías, había quedado viuda con un hijo llamado Lázaro, que después de estudiar Humanidades en Tudela, pasó á la Universidad de Zaragoza. Era éste un mozo como de veintitrés á veinticinco años, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de imaginación viva, de palabra fácil y difusa, muy impresionable y vehemente, y de recto y noble corazón.
Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.
Sucedió que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los socios de cierto club político; el asunto tomó proporciones, intervino la autoridad universitaria, y Lázaro se vió obligado á salir de Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los días en que, destituido Riego del mando de capitán general de Aragón, hubo en aquella ciudad tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lázaro, que estaba á punto de concluir la carrera, conoció la gravedad de su situación y el disgusto que tendrían su madre y su abuelo, á quienes amaba mucho. Quiso reclamar, pero fué inútil, y tuvo que retirarse á su pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.
Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos, vió en compañía de su madre á una persona desconocida que desde el primer momento le produjo una secreta impresión de alegría, imponiéndole, sin saber por qué, consuelo y esperanza. Confesó lo que le pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermín, su abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloró un poco. Pero la persona desconocida, que parecía estar allí para alegrar la casa, disipó la cólera del primero y secó las lágrimas de la segunda, mientras Lázaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos, permanecía inmóvil delante de sus jueces y de su defensor sin decir palabra, aunque á la verdad no era preciso, porque la joven le defendía muy bien sin desplegar gran elocuencia, ni emplear otros recursos que su claro y natural sentido, su acrisolado y generoso sentimiento.
El pobre Lázaro estaba tan turbado, que se le figuraba que aquella persona era una aparición, un ser enviado del cielo para ampararle en aquellos apurados momentos. Esperaba verla desaparecer al concluir su misión, y la miraba con ese estupor silencioso que causa lo sobrenatural y desconocido. No tenía antecedentes de aquella joven, ni había sospechado que existiera y se encontrara allí. Pero la imagen no se desvanecía, y, por el contrario, continuaba viéndola adornada con todos los encantos físicos y morales que pueden poseer los ángeles de este mundo.
No se habló más del asunto. Lázaro fué perdonado, pero no salió de sus confusiones. Explicáronle quién era Clara y por qué estaba allí; más no por eso pudo dominar el estudiante la respetuosa y fuerte sorpresa que le había producido.
Estuvo encogido y como asombrado todo el día, y temblóle la voz cuando quiso hablar con ella, y se calló al fin por temor de decir mil disparates. Al día siguiente despertó con una alegría exaltada, á la que sucedía bruscamente una tristeza sin igual. Su aturdimiento tomaba fases muy diversas tan pronto se veía atacado de un apetito insaciable de verbosidad que no podía contener; tan pronto hacía esfuerzos inauditos para pronunciar una palabra, sin llegar á conseguirlo. Era un polaticómano ferviente, y en Zaragoza se había distinguido por sus elocuentes arengas en los clubs, que le habían dado mucha celebridad; en sus conversaciones privadas se expresaba también con mucho entusiasmo y corrección pero esta vez de todo hablaba menos de política. Parecía que no existían ya para él ni la revolución francesa, ni el Emilio, de Rousseau, ni las Carta de Talleyrand, ni el Diccionario, de Voltaire. Se había olvidado de todo esto, y sólo pensaba en la fórmula más expresiva y exacta para decirle á Clara que la había visto en sueños aquella noche. Recurrió al sistema de las circunlocuciones, pensó después en decirlo á secas y sin ambajes, acordóse de que las alegorías se habían inventado para aquel caso, y probó todos los medios sin lograr con ninguno su objeto.
Pasaron dos ó tres días sin que hallara un modo de ser explícito. Cuando estaba solo, sí; entonces hablaba, hablaba consigo mismo, y aun parecías entablar misteriosos diálogos con aquel hermoso espíritu, que encontraba siempre en todas partes, acompañándole en sus soledades é insomnios; espíritu lleno de luz y con formas de mujer, que brotaba del seno mismo de la noche para mirarle inmóvil, callado y sereno. Delante de esta sombra era Lázaro muy elocuente, y siempre acertaba á expresar lo que sentía; y sentía tanto el pobre, que á veces le daba uno de esos accesos vehementes, en que el organismo se conmueve todo, quebrantado y oprimido por la enorme expansión del espíritu. Salía de la casa por no hallarse bien en ella, y volvía á entrar por no hallarse bien fuera. Por fin, había logrado formular un diálogo con Clara. La primera vez que pudo hablar con ella un cuarto de hora seguido, se mostró muy enojado. ¿Enojado? ¿Porqué? Después empezó á darle las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Después le pidió perdón. ¿Perdón? ¿De qué? Y acto continuo le dijo que se iba á volver loco. ¿Loco?… Su andar era errante. Se dirigía á todas partes, y no llegaba á ninguna; se hallaba siempre donde no quería estar. Pero á pesar de estas evoluciones de ciego, acontecía que si Clara iba á alguna parte, ¡qué casualidad! encontraba en ella á Lázaro que la esperaba.
El alma de la muchacha no estaba sujeta á estas extrañas perturbaciones. Siempre sensible y feliz en su serenidad inocente, se dejaba llevar por la corriente de una vida sin agitación ni contratiempos. En su sitio propio, para dar paz al ánimo y descanso á la fantasía, vivía sin sentirlo digámoslo así; y si alguna vez la entristecía algún pensamiento, era el pensamiento de volver á la calle de Válgame Dios. La amistad, casi desconocida por ella, fué entonces causa de que adquiriera esa sutil delicadeza, que caracteriza los afectos femeninos, y esa fluidez de ingenio que tanto los embellece y adorna.