Pero excitado por la novedad del trabajo y á impulsos también de mis hábitos de novelista, empecé á escribir y á escribir, sin darme cuenta de que en vez de un Ťescenarioť producía una novela, y en veintiuna tardes terminé EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Nunca he trabajado tan aprisa y con tanto fervor. Creo que si me pusiera ahora á hacer una copia del presente libro emplearía más tiempo.
Repito que jamás pensé que mi novela cinematográfica pudiera convertirse en volumen impreso; y mi sorpresa fué grande al ver que el Ťescenarioť era un libro al que algunos pretendían encontrar cierta intención filosófica y política. Hasta en los Estados Unidos—país donde las mujeres ejercen una enorme y legítima influencia—creen algunos, equivocadamente, que mi novela es á modo de una sátira del feminismo norteamericano.
Como EL PARAÍSO DE LAS MUJERES ha sido traducida ya á varios idiomas, me decido á publicarla igualmente en espańol, aunque no pensase en ello cuando la escribí.
Será una obra más dentro del marco de la novela espańola, la cual desde hace algunos ańos no peca ciertamente por exceso de variedad. Los más de los novelistas marchan en fila india, uno tras otro, y sólo de tarde en tarde se les ocurre saltar un poco fuera del sendero. Mientras tanto, en los otros países la novela procura renovarse y los autores cambian con frecuencia su manera de ver la vida y de expresar sus impresiones, para que no los Ťencasilleť el público, adivinando de antemano lo que pueden decir. Además, la novela es un género de variedad infinita, y allí donde todos los novelistas describen lo mismo, con un lenguaje semejante, la novela corre peligro de muerte.
Tal vez el presente libro sea considerado por muchos como una Ťequivocaciónť al compararlo con mis anteriores obras; pero yo prefiero equivocarme yendo en busca de novedad, á conseguir aciertos fáciles, que muchas veces no son mas que simples repeticiones de triunfos anteriores. De todos modos, me anima la esperanza de que este relato ligero tal vez resulte más entretenido para el lector que muchas novelas de moda reciente, en las que se emplean trescientas páginas sólo para preparar el encuentro á puerta cerrada de dos personas de distinto sexo, llegando así á la escena Ťculminanteť de la obra, que es simplemente una escena de Ťlibro verdeť, escrita con las precauciones necesarias para bordear el Código y que el volumen pueda exponerse sin peligro en los escaparates de las librerías.
Del film que dió origen á esta novela diré que aún está por nacer. Según parece, fui amontonando en él tales dificultades do ejecución, que los ingenieros norteamericanos que inventan nuevas Ťmagiasť para esta clase de obras todavía están haciendo estudios y no han podido encontrar el modo de que aparezcan en el lienzo luminoso, á un mismo tiempo y sin trampa visible, la enormidad del Gentleman-Montańa y la bulliciosa pequeńez de las muchedumbres que pueblan la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.
VICENTE BLASCO IBAŃEZ
Villa Fontana Rosa Mentón (Alpes Marítimos) Febrero 1922
I
Frente á la Tierra de Van Diemen
Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas de navegación á bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la carrera entre San Francisco y Australia.
Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia su navegación de tres ańos antes, desde los Estados Unidos á las costas de Francia, cuando era oficial del ejército americano é iba á guerrear contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba á bordo una continua vigilancia por miedo á los submarinos y á las minas flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compańeros la alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va á exponer su vida por un ideal generoso.
Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como iba alejándose de su tierra natal.
Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.
A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto á sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer á miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diez y nueve ańos, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.
Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueńo. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida á Europa; los combates junto á Saint-Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia guerrera durante la cual á él y á otros compańeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.
Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que no la veía, aunque sólo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.
Toda una primavera se encontraron en los tés de los hoteles elegantes de Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlántico más de moda.
Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba á heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social.
El ingeniero se tuvo durante medio ańo por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fué la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fué él quien se atrevió á declarar su amor, ó fué ella la que con suavidad le impulsó á decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.
Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó á tropezar con obstáculos. Seguro ya del carińo de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces sólo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digna de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una seńora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida á través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener íntegra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.
Amaba á su hija única, tanto como detestaba á la juventud actual por su carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones buscaba siempre á las personas graves, lamentándose con ellas de la ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguía á su hija, en su afición á bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.
Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces sólo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fué á instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América á Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York á California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.
Una semana después, al bajar por la mańana al parque del hotel, vió á Margaret jugando al tennis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.
Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.
–Ha sido para mí una agradable sorpresa—dijo el joven—. Yo no sabía que estaban ustedes aquí….
Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.
Desde entonces, la majestuosa viuda empezó á pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante á la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba á las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la seńora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.
Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. żA cuánto ascendía su fortuna? żQué es lo que había hecho hasta entonces de serio en su existencia?…
Era ingeniero; pero esto no representaba mas que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial é inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo sólo á un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa.
Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo.
La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad. Evitaba ostensiblemente el invitarlo á sus fiestas; fingía no conocerle; estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con él.
Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles á él.
Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas, visitó á la majestuosa viuda para manifestarle que Margaret y él se amaban y que solicitaba su mano.
Aún se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con que le había contestado la seńora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto á la asociación matrimonial.
–Además—dijo la viuda—, yo deseo un yerno que sea persona seria y trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el tiempo sońando despiertos, leyendo libros ó escribiendo cosas que nada producen.
Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por las informaciones de algún detective particular. En realidad, este ingeniero era algo dado al ensueńo, gustaba mucho de la lectura, y en sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión, guardaba varios cuadernos de versos.
Margaret le amaba; pero el amor de una seńorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada á las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella á abandonar á su madre y á reńir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo á su amor é ignorante del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones desesperadas sólo se ven en las novelas.
Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los ańos sin que ella amase á otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la Fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada á ver en los salones de su casa á muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que á Edwin le llegaría su turno.
Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía mansa. La seńora y la seńorita Haynes desaparecieron de su hotel. El ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó á saber que se habían trasladado á San Francisco. Fué allá, y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de espańol.
La entrevista resultó grata para el joven, porque le dió la seguridad de que Margaret le amaba siempre; mas no por eso sacó de ella un resultado positivo.
Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos sólo podía mandar ella, juró á Edwin que le esperaría un ańo, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa ó un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.
El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. Él conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba á despertar en su interior.
–ĄAdiós, Margaret! Antes de un ańo seré rico, y nos casaremos….
Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió á contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. żCómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un ańo cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?… Quiso ver otra vez á Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de espańol, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.
Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuído considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes á un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.
Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir á Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.