El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко Ибаньес 3 стр.


Gillespie acabó embarcándose con rumbo á Melbourne, pero antes escribió á una amiga de Margaret para que ésta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

La larga navegación fué muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole á perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelandia, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, á través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir á Sidney ó á Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compańeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose á ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vió un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta da que debía pertenecer á los nińos de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.

La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vió un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rótulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, á pie y á caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.

–Las Aventuras de Gulliver—murmuró el ingeniero—. El gracioso libro de Swift … ĄCuánto tiempo hace que no he leído esto!… ĄQué feliz era yo en los ańos que podía interesarme tal lectura!…

Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueńa y algo desdeńosa. Primeramente fué mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto á abandonarla, pero retardando el momento á causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabó por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fué interrumpida violentamente.

Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa á popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder á impulsos del golpe recibido.

El ingeniero vió elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.

Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fué corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.

Se vió hablando con un oficial que corría á lo largo de la cubierta dando gritos á los marineros para que echasen los botes al agua.

–Hemos tocado con la proa una mina flotante—dijo contestando á las preguntas de Gillespie—. Y si no es una mina, será un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacífico.

Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. żCómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?… żPor qué raro capricho de la suerte iban ellos á chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?… Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado algunos saludos durante el viaje.

–No creo en la mina ni en el torpedo—dijo este hombre—. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelandia ó alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos á pique irremediablemente.

Gillespie se dió cuenta de que este pasajero decía verdad. El buque empezaba á hundir su proa y á levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.

Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los nińos ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.

Se abstuvo Gillespie de unirse á los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabía que él, por su juventud y su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.

Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto.

Al volver á la cubierta, ya no vió á los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Sólo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le había hablado corría ahora de una borda á otra, dando órdenes en el vacío.

–żQué hace usted aquí?—le preguntó severamente—. Embárquese en seguida. El buque va á hundirse en unos minutos.

Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.

Gillespie tuvo que subir á gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montańa, hasta llegar á un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó á lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado á las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.

Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendía detrás de él.

El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban á vela ó á remo del buque agonizante.

Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho personas, sólo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.

El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeńas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vagorosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque sólo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montańas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba á quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía á su encuentro.

Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.

La lobreguez de la noche abatió sus energías. żPara qué seguir remando á través de las sombras, sin saber adonde iban? Era mejor esperar la luz de la mańana, economizando sus fuerzas.

Acabó Gillespie por dormirse con ese sueńo pesado y profundo, de una densidad animal, que sólo conocen los hombres cuando están en vísperas de un peligro de muerte.

Le pareció que este sueńo y la misma noche sólo habían durado unos minutos. Una impresión cáustica en la cara y en las manos le hizo despertar.

Era la caricia del sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una nube que lo empańase; todo él estaba impregnado de oro solar. Las aguas se extendían más allá de las bordas del bote, formando una llanura de azul profundo y mate que parecía beber la luz.

Se incorporó, y al tender su vista de un extremo á otro de la embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano á los ojos, restregándoselos para ver mejor.

Estaba solo.

II

Noche de misterios y despertar asombroso

No pudo comprender la desaparición de sus compańeros. Es más: presintió que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se dió cuenta durante su sueńo. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote, el oficial y el marinero habían querido pasar á ella por considerarla más segura, abandonando á Edwin á su suerte para no cargar á la repleta embarcación con un pasajero más.

El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el rumbo que le aconsejaba su instinto.

Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeńa embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, ó los había tragado el mar durante la noche.

A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compańeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.

Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno á los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.

El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución á través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vió en un inmenso y tranquilo circo de agua.

En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.

Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinó que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía algunos metros de profundidad.

Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba á ocultarse el sol cuando llegó cerca de tierra, y fué siguiendo su contorno á unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeńa ó de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.

Como empezaba á anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vió que la costa avanzaba formando un pequeńo cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta profundidad. Llegó á tocar con la proa esta tierra, relativamente alta entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la orilla, dió un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.

Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.

Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban á la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeńez.

Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó á pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.

La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir á la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó á descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía á veces hasta la cintura.

Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración. Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades para su sueńo que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de marchar en varias direcciones se dió cuenta de que estaba completamente desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la orilla.

Un silencio absoluto envolvió á Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa.

Al salir á una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo, admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que en la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por el cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueńo.

Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeńos animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual á un revoloteo de insectos ó un arrastre de reptiles.

–Deben ser ratas—pensó el ingeniero.

Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dió contra los matorrales más próximos, é inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor medroso de fuga.

Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa. No se había equivocado: eran ratas ú otros roedores del bosque de arbustos.

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