Los muertos mandan - Висенте Бласко Ибаньес 4 стр.


Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.

Fluxas… ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.

Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!… Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.

La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.

¡Don Chaume!… ¡Ay, don Chaume!

Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!… ¡Aquí los atlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.

Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza… Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.

Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido a Pep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.

Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?… Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.

Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.

Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, y después que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría con rumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allá mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.

¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!… Él había visto al señor casi un niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep le había enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Se acuerda vostra mercé?…» Él estaba entonces para casarse; aún vivían sus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la venta del predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuando volvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.

Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino con sonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la que hablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempre andariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrón de un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le había invitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado, hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda la parroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena las personas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno había estado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia en faluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «No nos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creen salvajes, como si no fuésemos todos hijos de Dios…» Y allí estaba él con sus atlots, aguantando desde por la mañana la curiosidad de las gentes, lo mismo que si fuesen moros. Diez horas de navegación con un mar magnífico; la atlota llevaba en la cesta la comida para los tres. Se marcharían al amanecer del día siguiente, pero él deseaba antes hablar con el amo. Tenían que tratar negocios.

Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona. Él había plantado de almendros casi todos sus campos, y ahora pensaba desmontar y limpiar de piedras ciertas tierras del señor, cultivando trigo en ellas, el preciso nada más para el consumo de la familia.

Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?… ¿Pero le quedaba algo en Ibiza?… Pep sonrió. No eran tierras precisamente: era un peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podía aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba el señor?… Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que había subido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a un ejército imaginario.

El señor, que había creído por un instante en el descubrimiento de una finca olvidada, la única de la que podía ser verdadero dueño, sonrió tristemente. ¡Ah, la torre del Pirata! Se acordaba de ella. Una roca caliza, un avance de la costa, en cuyos intersticios nacían plantas salvajes, refugio y alimento de conejos. El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad. Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud.

Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los atlots locos tras de ella.

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?…»

La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé…»

Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots

E hizo señas a un cochero sentado en el pescante de un carruaje mallorquín, vehículo ligerísimo, montado sobre cuatro ruedas finas, con alegre toldo de lona blanca.

II

Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campiña primaveral, se arrepintió de su vida presente. Llevaba un año sin salir de la ciudad, pasando las tardes en los cafés del Borne y las noches en la sala de juego del Casino.

¡No ocurrírsele nunca asomar la cabeza fuera de Palma para ver el campo, de un verde tierno, con sus acequias susurrantes; el cielo, de suave azul, en el que flotaban islotes de blancos vellones; las colinas, de un verde obscuro, con sus molinillos de viento braceando en la cumbre; las sierras abruptas, de color de rosa, cerrando el fondo; todo el paisaje risueño y rumoroso que había asombrado a los navegantes antiguos, haciéndoles llamar a Mallorca la isla Afortunada!… Cuando, gracias a su casamiento, adquiriese una fortuna y pudiera rescatar el hermoso predio de Son Febrer, pasaría en él la mayor parte del año, lo mismo que sus ascendientes, haciendo la vida rústica y benéfica de un gran señor, dadivoso y respetado. El carruaje, a todo correr de sus dos caballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de la ciudad por el borde del camino. Eran esbeltas mujeres morenas, llevando sobre la trenza y el blanco rebocillo un ancho sombrero de paja con cintas colgantes y ramos de flores silvestres; hombres vestidos de dril rayado—la llamada tela mallorquína—, con fieltros echados atrás que parecían una aureola negra o gris en torno de sus rostros afeitados.

Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no había pasado en algunos años, lo mismo que un extranjero que volviese a la isla después de una visita remota. Más adelante se bifurcaba la ruta: una rama se dirigía a Valldemosa y otra a Sóller… ¡Ay, Sóller!… ¡La niñez olvidada que acudía de golpe a su memoria! Todos los años, en un carruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller, donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna, llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portalón, representando al astro de la noche.

Era siempre a principios de Mayo. El pequeño Febrer, cuando el carruaje transponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos de alegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de las Hespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores. Abajo, en torno a la villa y prolongándose por todo el valle hasta el mar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallaba sobre este suelo feliz con una explosión de colores y perfumes. Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores. Acudían de todos los pueblos del contorno a la fiesta de Sóller las rústicas familias: las mujeres con blancos rebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; los hombres con vistosos chalecos, capotes de paño y fieltros con cintas de color. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en mano los vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Bañalbufar. Era la alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería con los pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de la victoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.

En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreros cristianos, fingían a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas una batalla naval, o se perseguían por los caminos inmediatos a la costa. En la iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosa victoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honorífico, estremecíase de emoción escuchando al predicador, lo mismo que cuando leía una novela interesante en la biblioteca que su abuelo tenía en Palma, en el segundo piso de la casa.

El vecindario se ponía en armas con los habitantes de Alaró y Buñola, al saber por una barca de Ibiza que veintidós galeotas turcas con algunas galeras marchaban sobre Sóller, la más rica población de la isla. Mil setecientos turcos y africanos, lo peor de la piratería, tomaban tierra atraídos por la riqueza del pueblo, y más aún por el deseo de asaltar cierto convento de monjas, donde vivían retiradas del mundo jóvenes hermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sentían la incertidumbre de su situación. Enfrente, mil turcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, sus familias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban con desesperación. Pero la duda fue corta. Un sargento de Sóller, heroico veterano de los ejércitos de Carlos V en las guerras de Alemania y el Gran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigo inmediato. Se arrodillan, invocan al apóstol Santiago, y esperando un milagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Los turcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temible caudillo Suffarais, capitán general del mar, turco viejo y de gran obesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadra de negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando en torno de él un círculo de cadáveres; pero al fin un sollerense le atraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores, perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuando escapan hacia la costa para salvarse en sus navíos. Una cuadrilla de bandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir a los turcos sale a su encuentro, disparando los pedreñales y esgrimiendo sus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compañeros de su vida infame, y esas bestias, arrojándose sobre los fugitivos y destrozándoles, prueban, según los cronistas de la época, «la bondad de la casta mallorquina». La tropa vencedora vuelve atrás, penetrando en la villa desolada, y los saqueadores huyen como pueden camino del mar, o caen degollados en las calles.

El predicador exaltábase al relatar esta acción victoriosa, atribuyendo la mejor parte del éxito a la Reina de los Cielos y al guerrero apóstol. Luego ensalzaba al capitán Angelats, el héroe de la expedición, el Cid de Sóller, y a las valentas dònas de Can Tamany, dos mujeres de un predio inmediato a la villa que habían sido sorprendidas por tres turcos ansiosos de saciar en ellas su carnívoro apetito tras largas abstinencias en las soledades del mar. Las valentas donas, arrogantes y duras como buenas payesas, no gritaban ni huían a la vista de estos tres piratas enemigos de Dios y de los santos. Con la tranca de la puerta mataban a uno, y luego se encerraban en la casa. Arrojando el cadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro y perseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderos mallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de Can Tamany! El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerra milenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas de estas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era el trabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.

Назад Дальше