Los muertos mandan - Висенте Бласко Ибаньес 5 стр.


Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a su arenga citando las familias que habían tomado parte en el combate: un centenar de apellidos, que escuchaba atentamente el rústico auditorio, moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba el nombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeración interminable parecía corta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse el predicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payeses cuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de los guerreros del capitán Angelats.

Cuando terminaban las fiestas y Sóller recobraba su plácida calma, el pequeño Jaime pasaba los días correteando por los naranjales con Antonia, la vieja madó Antonia de ahora, que era entonces una mujerona fresca, de blancos dientes, curvo pecho y pisada fuerte, viuda a los pocos meses de matrimonio y perseguida por las miradas ardorosas de toda la payesía. Juntos iban al puerto, tranquilo y solitario lago, cuya entrada era casi invisible por las revueltas entre las peñas del brazo acuático que lo comunicaba con el mar. Sólo de tarde en tarde aparecían en esta plaza cerrada de agua azul los mástiles de algún velero que venía a cargar naranjas para Marsella. Las bandas de gaviotas viejas, enormes como gallinas, aleteaban con evoluciones de contradanza sobre la tersa superficie. A la caída de la tarde entraban las barcas de los pescadores, y bajo los tinglados de la playa quedaban colgando de escarpias peces enormes, con la cola arrastrando por el suelo, que sangraban lo mismo que bueyes; rayas y pulpos que despedían como pedazos de tembloroso cristal sus blancas viscosidades.

Jaime amaba este puerto tranquilo, de misteriosa soledad, con un respeto religioso. Recordaba en él las milagrosas historias con que su madre le adormecía por la noche; el gran prodigio de un siervo de Dios para burlar sobre aquellas aguas los empedernidos pecadores. San Raimundo de Peñafort, virtuoso y austero monje, indignábase contra el rey don Jaime de Mallorca, torpemente amancebado con una dama, doña Berenguela, y sordo a sus santos consejos. El fraile quiso huir de la isla de perdición, y el rey se lo impidió poniendo embargo a todas las barcas y navíos. Entonces el santo bajó al solitario puerto de Sóller, tendió su manto sobre las olas, montó en él y emprendió el rumbo hacia las costas de Cataluña.

Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versos mallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidad de los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en su manto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento de Dios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo del Señor iba de Mallorca a Barcelona. El vigía de Montjuich anunciaba con bandera la aparición del prodigioso barco, repicaban las campanas de la Seo, y los mercaderes acudían a la muralla del mar para recibir al santo viajero.

El pequeño Febrer, con la curiosidad excitada por estas maravillas, quería saber más, y su acompañante llamaba a los viejos pescadores, que le enseñaban la roca en que había puesto los pies el santo mientras invocaba el auxilio de Dios antes de embarcarse. Una montaña de tierra adentro, vista desde el puerto, tenía la forma de un fraile encapuchado. A lo largo de la costa, en un lugar inaccesible, una peña, que sólo veían los pescadores, era semejante a un monje arrodillado y en oración. Tales prodigios los había hecho Dios, según estas almas sencillas, para perpetuar el famoso milagro.

Jaime aún recordaba los estremecimientos de emoción con que acogía estos relatos. ¡Ah, Sóller! ¡La época de santa inocencia, en que abrió sus ojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchas heroicas!… La casa de la Luna habíala perdido para siempre, lo mismo que la credulidad y la inocencia de aquella época para él casi remota. Habían transcurrido más de veinte años sin que volviese a la olvidada Sóller, que ahora resucitaba en su memoria con todos los risueños espejismos de la infancia.

Llegó el carruaje a la bifurcación del camino, emprendiendo la ruta de Valldemosa, y todos los recuerdos parecieron quedar atrás, inmóviles al borde de la carretera, esfumándose con la distancia.

El camino de Valldemosa no ofrecía para él memoria alguna del pasado. Sólo lo había seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unos amigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino, los famosos olivos seculares, de formas extrañas y fantásticas, que habían servido de modelo a muchos artistas, y avanzó la cabeza por una ventanilla deseando verlos. El terreno subía; comenzaban los campos pedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El camino iba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas del carruaje los primeros olivos.

Febrer los conocía, había hablado de ellos muchas veces, y sin embargo, sintió la sensación de lo extraordinario, como si los viese por primera vez. Eran árboles negros, de enorme tronco nudoso y abierto, abombados por grandes excrecencias y con escaso follaje; olivos que tenían siglos de existencia, que no habían sido podados nunca y en los que la vejez robaba savia al ramaje, hinchando el tronco con las expansiones de una lenta y penosa circulación. El campo parecía un abandonado taller de escultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en el suelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillas silvestres.

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas. Algunos, vencidos por los siglos, se acostaban en el suelo, sostenidas sus leñosidades por horquillas, como viejos que intentasen incorporarse sobre sus muletas.

Parecía haber pasado sobre estos campos una tempestad, abatiéndolo todo, retorciéndolo todo, petrificándose después para mantener esta desolación bajo su peso y que no recobrara las primitivas formas. Muchos olivos erguidos, de perfiles más suaves, parecían tener rostro y formas femeniles. Eran vírgenes bizantinas, con tiara de leves hojas y luengas vestiduras de leña. Otros eran ídolos feroces, de ojos saltones y barbas ondeadas y rastreantes; fetiches de religiones obscuras y bárbaras, capaces de detener a la humanidad primitiva en sus emigraciones, haciéndola caer de rodillas con la emoción de un encuentro divino. En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los pájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las añosas raíces.

Gustavo Doré había dibujado—según decían muchos isleños—en estos olivares sus más fantásticas concepciones, y el recuerdo de dicho artista trajo a la memoria de Jaime el de otros más célebres que pasaron también por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.

Dos veces había visitado la Cartuja sólo por ver de cerca los lugares inmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seres famosos. Su abuelo le había hablado muchas veces de «la francesa» de Valldemosa y su compañero «el músico».

Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos. El piano quedó cautivo en la Aduana, mientras se resolvía el enredo de ciertos escrúpulos administrativos, y los viajeros fueron a alojarse en una posada, alquilando después la finca de Son Vent, inmediata a Palma.

El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás en cascada de rizos. Ella era varonil y corría con todos los trabajos de la casa, como una buena burguesa más pródiga en voluntad que en habilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una niña, y su rostro bondadoso y risueño ensombrecíase únicamente al oír la tos del «amado enfermo». Un ambiente de exotismo, de existencia irregular, de protesta contra las leyes que rigen a los humanos, parecía envolver a esta familia vagabunda. Ella vestía trajes de cierta fantasía, con un puñal de plata clavado en la cabellera, adorno romántico que escandalizaba a las devotas señoras mallorquinas. Además, no iba a misa a la ciudad, no hacía visitas, no salía de su casa más que para juguetear con sus hijos o sacar al sol al pobre tísico, dándole el brazo. Los niños eran tan extraordinarios como la madre: la hija iba vestida de muchacho, para correr por los campos con mayor soltura.

Pronto la isleña curiosidad se enteró de los nombres de estos forasteros de aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: Aurora Dupín, antigua baronesa separada de su marido, que se había hecho una reputación universal por sus novelas, firmándolas con un nombre masculino y el apellido de un asesino político: Jorge Sand. Él era un músico polaco, organismo delicado que parecía dejar un pedazo de existencia en cada una de sus obras, y se sentía moribundo a los veintinueve años. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de la novelista, que estaba ya en los treinta y cinco años.

La sociedad mallorquina, encerrada en sus preocupaciones tradicionales, como un molusco en sus valvas, y enemiga por instinto de las novedades de París, indignóse ante este escándalo. ¡No eran casados!… ¡Y ella escribía novelas que espantaban por su audacia a las gentes de bien!… La curiosidad femenil quiso conocerlas, pero en Mallorca sólo recibía libros don Horacio Febrer, el abuelo de Jaime, y los pequeños volúmenes de Indiana y Lelia propiedad de aquél corrieron de mano en mano sin que los lectores los entendiesen. ¡Una mujer casada que escribía libros y vivía con un hombre que no era su marido!…

Doña Elvira, la abuela de Jaime, una señora venida de Méjico, cuyo retrato había él contemplado tantas veces, y a la que se imaginaba siempre vestida de blanco, con los ojos en alto y el arpa dorada entre las rodillas, visitó a la solitaria de Son Vent. Gozábase en abrumar con su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabían francés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidad de este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos, esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba con el armónico orden de las campiñas de Francia. Luego, doña Elvira, en las tertulias de Palma, defendía con vehemencia a la escritora, una pobre mujer apasionada, cuya vida actual era más abundante en tristezas y cuidados de hermana de la Caridad que en satisfacciones de amor. El abuelo tuvo que intervenir, prohibiendo a la esposa estas visitas para acallar murmuraciones.

Se hizo el vacío en torno a la escandalosa pareja. Mientras los niños jugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermo tosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidad amarga.

El dueño de Son Vent, un burgués de la ciudad, dio orden a los forasteros de levantar el campo, como si fuesen una banda de bohemios. El pianista estaba tísico, y él no quería contagiar su finca. ¿Adonde ir?… El regreso a la patria era difícil: estaban en pleno invierno, y Chopin temblaba como un pájaro abandonado pensando en los fríos de París. La isla inhospitalaria era amada, sin embargo, por la dulzura de su clima. Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja de Valldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto que el de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyas laderas se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas que amortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entre cuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar. Era un monumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre y misterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Para entrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con sus fosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacaban los huesos a flor de tierra. En las noches de luna vagaba por el claustro un espectro blanco, el alma de un fraile maldito que aguardaba la hora de la redención paseándose por el lugar de sus pecados.

Allá marcharon los fugitivos un día lluvioso de invierno, azotados por el aguacero y el huracán, siguiendo el mismo camino que ahora seguía Febrer, pero un camino antiguo que sólo tenía de tal el nombre. Los carros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por la montaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado en un capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose con los dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos, llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.

Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al «querido enfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeños franceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios. Las mujeres robaban a la madre al venderla los comestibles, y además la apodaban «la Bruja». Todos hacían la cruz a estos gitanos que se atrevían a vivir en una celda del monasterio, cerca de los muertos, en continuo trato con el fraile fantasma que se paseaba por el claustro.

De día, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero y ayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y pálidas de artista, a mondar las legumbres. Luego corría con sus hijos a la abrupta costa de Miramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableció su escuela de estudios orientales. Sólo al llegar la noche comenzaba su verdadera existencia.

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