El intruso - Висенте Бласко Ибаньес 5 стр.


–No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en Gallarta hay tanto buey....

Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.

–A la mina, ¿eh?—preguntó Aresti.

–Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo humano. Hay que trabajar, don Luis.

–¿Pero hoy no es día de fiesta?…

–¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan en todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones, después de tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada. Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina… Vaya, adiós: le dejo para que se burle de mí á sus anchas.

Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.

–¿Dicen que han matado al Maestrico?… Vaya un caso. Era un buen muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo… ¡A la tarde entierro! ¡Arre burra!

Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había caído trabajo.

Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le llamaba furiosa desde adentro.

–¡Qué está frío el desayuno!… ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para canciones…

Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre, diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano, cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos y gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en su niñez.

–Vengo á lo del otro día—dijo con alguna torpeza, pero mirando al médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus pretensiones.

–¿A lo del otro día?… Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!…

Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa animó su rostro.

–¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido de esa… Bien ¿y qué?

–Quiero que usted arregle eso, don Luis—continuó el gigantón con energía;—ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo. Ya le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos. Los llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le corresponde, irá á un presidio y ella á la galera.

–Sí, hombre, sí—dijo Aresti.—Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?

–Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.

–Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en el hospital!… ¡Si es más pobre que tú!…

–Bueno—dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por debajo de la boina.—Pus que sean quince… ó que sean doce, ya que usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir á presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que paguen, ya que quieren hacer el guapo!

Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono suplicante, que no olvidase su asunto.

Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta, colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología de una gran parte de las gentes de las minas.

De jóvenes se mataban por la mujer soltera; bailaban con el cuchillo oculto en la faja, dispuestos á disputarse la hembra á puñaladas. Asesinaban al rival como al infeliz Maestrico; y después, de casados, satisfecho el primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de mujeres, se entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas; olvidaban el amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el dinero, como si los envenenase el viento de fortunas rápidas y milagrosos encumbramientos que parecía soplar sobre las minas. Se exterminaban por una cuestión de jornales ó de comestibles, y al encontrarse frente á frente con el adulterio, torcían el gesto como ante una contrariedad vulgar y hasta algunos procuraban extraer de su desgracia cierto provecho.

II

Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los llamaba á la villa.

El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de fundición—«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,—y después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el nivel de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con los taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos, y las pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático, de escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes, revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más leve adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las grúas que funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco invisible tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los mástiles. Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados de hulla inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el negro mineral en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las vías de los descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar al punto más avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua, soltando en los vientres de los buques su rojo contenido. Las dos riberas de la ría estaban en continua función, vomitando y absorviendo; entregando el mineral de sus montañas y apoderándose del carbón extranjero. Banderas de todas las nacionalidades ondeaban en las popas de los buques; los nombres más exóticos é impronunciables lucían en sus costados, y entre las chimeneas apagadas y negruzcas, erguían los veleros las esbeltas cruces de sus arboladuras, en el espacio azul.

Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del Nervión. La industria, al enriquecer al país, corrompía las aguas puras y cristalinas de la época pastoril. El doctor recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión. Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque, ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre.

Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la orilla izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban su caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta pegarse al descargadero. Y flotando por encima del bosque de chimeneas de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la moderna Bilbao, los velos en que se envuelve como si quisiera ocultar púdicamente su grandeza, los humos multicolores de sus fábricas, negros, de espesos vellones, como rebaños de la noche; blancos, ligeramente dorados por la luz del sol; azules y tenues como la respiración de un hogar campesino; amarillos rabiosos con un chisporroteo de escorias minerales. La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.

Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera vez.

–Bilbao es grande—se decía con cierto orgullo.—Hay que confesar que esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan de sus negocios!…

Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al aire la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de nuevo. Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico de Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que irritaba al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo, señor de la villa. Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones triangulares, y á sus espaldas un parque grandioso, extendiendo su arboleda montaña arriba, hasta la cumbre coronada por una granja vaquería. En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían levantado los jesuítas una imagen de San José, con un arco de focos eléctricos. Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso recordaba á los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la orden poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para formar la sociedad del porvenir.

Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas que eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados y grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de muelle libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las enormes anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y fangosa marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el incesante ir y venir de las cargueras, míseras mujeres de ropas sucias y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían de puente entre los buques y el muelle. Unas llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el interior de la península.

Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo una larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto al puente del Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la población. En aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su curso y hasta aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial había escalonado tres grandes estaciones de ferrocarril: la de Portugalete, la de Santander y la de Madrid. A un lado estaba la Bilbao nueva, el ensanche, el antiguo territorio de la República de Abando, con sus calles rectas, de gran anchura y joven arbolado, sus casas de siete pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al otro lado del puente, la Bilbao tradicional; la Bilbao de los chimbos, de los hijos del país que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas por la prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua villa, las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres de un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia anexa; y en torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los hoteles y caserones de los nuevos capitalistas, enriquecidos fabulosamente por las minas de la noche á la mañana.

Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga reflejaba en las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada de cariátides y estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de plátanos, por entre cuyas copas asomaban los mástiles y chimeneas de los buques atracados á la orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba.

Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se colocaban los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la decadencia de los negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los diarios recién llegados de Madrid. Pasaban solas las mujeres por el centro del arroyo, el devocionario en la mano, la mantilla caída sobre los ojos y la falda agarrada y bien ceñida, de modo que al andar se marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez maciza de hembras fuertes y, bien proporcionadas. Aresti fijábase en la separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao no cambiaba: cada sexo por su sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola á la iglesia ó á hacer visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida del brazo.

–Serán forasteros—se dijo el doctor.—Tal vez algún empleado de los que envía el gobierno. Maketos, como dicen mis paisanos.

Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué en busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de Las Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos le hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas, gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en la villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr de sus briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el escritorio como si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con sus fuertes puños á los que le esperaban en la puerta, para proponerle negocios disparatados ó pedirle dinero. Una vez en su despacho, era difícil abordarle al través de los escribientes y criados que guardaban la escalera. A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despacho otras personas que algún corredor de confianza ó los principales empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros capitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud, que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de la fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo conciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.

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