El intruso - Висенте Бласко Ибаньес 6 стр.


Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.

El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta, dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de Bilbao.

Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles.

–¿Está el Capi?…—preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban tras un atajadizo de cristales.

–¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo del corredor.

Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como le llamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los brazos abiertos.

–Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su voz bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—¡Ay, Planeta!… Te encuentro algo aviejado.

Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres se dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de utilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de nada, á los que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gente simpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras; los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistas que hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecian el dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao, prefería vivir entre los brutos de las minas?

–¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lo menos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho. ¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!…

Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al que consideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que dejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.

Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más el mar.

–Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese ir todos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!… Pero hay que despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse el mundo y todos trabajamos como negros… Además, nos hacemos viejos, Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto, cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.

Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas las picardías del mundo: había pasado en su juventud por todos los desórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros de aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Había brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentaciones diabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos los colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después de una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esos marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los puertos cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegar á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto del océano.

El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un tabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo. Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de California; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a Australia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con sonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con ciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que los aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra, gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las costas de África con la bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía la nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso y diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y las aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le inspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles, verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a Suez—decía—, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban en el mar, y ahora esperan en los puertos.»

Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos barcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de su principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña fortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era bilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir el domingo con la escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes, pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á los hijos de la villa. El mayor de los regalos era subirse, en las tardes que no tenía trabajo, á algún chacolín del camino de Begoña á saborear el bacalao á la vizcaína, rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus amigos chacolineros pasaban por el despacho para noticiarle misteriosamente cuándo se abría pipa nueva.

–Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un chacolín de dos años.

Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre, parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja, algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques en las paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que importaban millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos, regalo de Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más estimaba el capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se estaba preocupando del tiempo.

–Tenía muchas ganas de verte—dijo Iriondo, ocupando de nuevo su sitio ante la mesa.—¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, Planeta! Y cómo va á alegrarse Pepe cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por ese tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto menos se habla, mejor. Su debilidad eres tú… tú y Fernandito, ese ingenierete tan simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que Pepe te recuerda! Un día, hablando de tí y de tus planetadas, le oí decir. «Ese chico, ese chico debía estar á mi lado».

–Oye Capi; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?

El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de inquietud. No podía disimular su turbación.

–No sé… la veo poco. Debe estar como siempre…

Y añadió con repentina resolución:

–Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis barcos, y fuera de ellos nada me importa.

Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la esposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que helaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para subir al despacho de su primo.

–Por la escalera no—dijo el capitán.—Sube por ahí: es la escalerilla interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si estás falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta las dos no comeremos.

El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales, que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo con el despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con mayor lujo: las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas y taquillas de madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes libros de cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían por las cornisas de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban relojes eléctricos. Los planos de las minas, las vistas de las fábricas de la casa, adornaban las paredes.

Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho, del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su pensamiento.

–¿Cómo estás, Luis?…

Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi le sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera, virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las solapas del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los pómulos y las fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y prominente como la de los animales de presa. Tenía cana la barba, gris el pelo y, sin embargo, parecía envolverle un nimbo de juventud, de fuerza serena, de energía reposada y tenaz, que se comunicaba á cuantos le rodeaban. Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con la naturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilio que las energías del músculo y del pensamiento, y acababan por posesionarse del mundo. Aresti, recordando los dos Alcides que con la porra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á los blasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se ha escapado del escudo de Vizcaya».

Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamiento y la acción en continuo uso.

Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en él, volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa manejando papeles y hojas telegráficas.

–Siéntate, Luis—dijo como si le diese una orden—acabo en seguida.

Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias reverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había comenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza de Sánchez Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina» por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su parentesco con el amo.

Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón, dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar allí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente Sánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una antigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo arqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de los principales vapores de la casa y una enorme fotografía del «Goizeko izarra» (Estrella de la mañana), el yate de tres mástiles y doble chimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, como si Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre la chimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rieles y piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en los altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses, anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería y metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa de trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonario encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por los mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el traje del amo».

Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos; aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento aparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea recta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como animales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza propia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto supersticioso. Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se entregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellas hermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de la sangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de un pensamiento oculto.

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