Volando Con Jessica - Sanz Delia Nieto 6 стр.


—Lo he entendido, un intercambio de mensajes y luego triturarlo.

Perfect! Use a hammer! Un martillo grande bastará. Tienes que comprar otro cell phone y volver a mandar el saludo. Te responderé si puedes usar ese número o, eventualmente, te comunicaré otro distinto.

—Entendido. Habrá otro pedido más tarde, en cuanto nuestro mecánico acabe la lista.

—Si es todo igual, se podrá hacer: money makes life easier.

Sante le da la mano para sellar el acuerdo al que han llegado.

—Siempre me ha gustado el pragmatismo de los americanos. Ahora que hemos llegado a un acuerdo podemos beber una cerveza y relajarnos.

Dear friend, tenemos grandes recuerdos que compartir.

—¿Qué cerveza quieres? ¿Inglesa? ¿Double malt?

—¿Cerveza caliente? ¡Absolutamente no! French beer, he visto que tienen Fisher.

—Tienes que probar las italianas, son especiales.

—¿Italian beer? Oh, well, la probaré antes o después.

Mientras disfrutan las cervezas, Sante le pregunta a qué país sería mejor ir a vivir, con igualdad de dinero disponible.

—A Belice, sure —responde Robert—. La mejor calidad de vida por poco dinero.

—¿Y Costa Rica? Parece que hay un flujo de emigración de élite a ese país.

—No está mal, pero prefiero Belice.

Robert mira a Sante con una mirada inquisitiva. Luego continúa:

Years ago habrías preguntado dónde hay más fight, más batalla, y no dónde se está tranquilo.

—La gente cambia.

—¿Te acuerdas del batallón Leopardo?

—¿Te refieres al pobre Schramme?

Exactly.

—Eran otros tiempos. Medio siglo que parece una vida.

—Si quieres volver a estar en medio de actividades very special como piloto de helicópteros puedo hablar con alguien. ¿Are you combat-ready?

Sante no responde inmediatamente. Se pone a recordar sus años de joven, cuando el cielo africano le había parecido más azul y había creído que las extensas vistas de aquellas tierras eran horizontes de gloria.

—Sante.

—Perdona, estaba pensando.

—He visto en tus ojos la nostalgia de África, dear friend.

—Creo que Belice o Costa Rica serán perfectos. O incluso Brasil. Veremos. Lo que necesito seguro es un sitio donde haga calor.

Robert se limita a sonreír.

VII

2 de julio

Paso por delante de la fachada principal de la casa, después aparco en frente del cobertizo. Ya están el Fiat Punto de Aurelio y el Renault Clio de Sante.

—Ya era hora: cuando hay que trabajar encuentras siempre la manera de desaparecer.

—Sante —digo con aire sorprendido—, ¿estás tú también?

—¿Es una pregunta? ¿Quieres una respuesta?

—No, es por decir algo. Lo sabes.

—¿Y tú sabías que esperábamos el furgón de Federal Express hoy?

—¿Ha llegado ya?

—A las nueve. Y adivina quién estaba aquí para recibirlo.

—Supongo que tú y Aurelio.

—Has ganado.

—¿Todo bien? — intento cambiar de tema—. ¿Qué tal es el material? —pregunto mirando el conjunto de piezas mecánicas colocadas ordenadamente al lado del fuselaje del helicóptero.

—A primera vista parece bueno —responde Aurelio—, pero lo sabré solo cuando las haya examinado mejor.

Asiento. Miro alrededor. Conozco el lugar, llevamos un mes trabajando aquí, pero cada vez valoro más la organización del espacio que ha hecho Aurelio. Es un gran profesional; y Sante es perfecto para tratar con ese tipo de gente para conseguir las piezas. Sin ellos no habría podido hacerlo.

—Si no me necesitas iré a dar una vuelta —digo a Aurelio.

—Hoy no os necesito.

—Entonces ¿puede venir Sante conmigo?

—Llévatelo de aquí, pero coge esta lista de herramientas, las necesito más bien rápido.

—¿Vamos al mismo proveedor?

—Las ferreterías milanesas tienen todo, y de las mejores marcas.

—Entonces voy yo, así cambiamos la cara del cliente. Veo que necesitas una pequeña presa y un cargador de baterías profesional; podré meterlos en el Volvo. Los tendrás el miércoles o el jueves.

—Adiós —dice, volviendo a trabajar en el área del motor.

Estoy contento. Conozco bien a Aurelio y sé que cuando se comporta de manera más hosca significa que está concentrado en su trabajo.

Fuera examino con Sante la zona donde haremos las operaciones de vuelo. Al lado de la construcción que sirve de hangar se abre un amplio espacio abierto cubierto por un césped inglés compacto y muy bien cuidado. Los árboles que lo rodean por los tres lados, a parte del que está ocupado por el cobertizo, son suficientemente altos. El lado más largo del prado, de unos cincuenta metros, me parece suficiente para permitir maniobras de despegue y aterrizaje.

—¿Qué te parece? —pregunto a Sante.

—Más que suficiente.

—Me parece que hemos empezado con buen pie. Y has hecho un buen trabajo con Bogard.

—Un poco caro, esperaba gastar menos.

—Cuando se quieren cosas fuera de lo normal hay que estar dispuesto a pagar por ellas. Le he dejado muy claro este punto al abogado.

El ruido de un coche que llega orienta nuestra atención en dirección de la avenida que va del portón de entrada a la villa. Me doy cuenta de que mi corazón se ha acelerado: podrían ser el abogado y Jessica.

¿Cómo es posible que tenga reacciones de adolescente? ¡Acabaré siendo un hazmerreír!

El coche es un viejo Golf rojo. Se para delante de la casa y bajan dos personas: un hombre y una mujer de media edad. Miran hacia nosotros, hablan entre ellos y entran en el edificio.

—Son los custodios, los De Prà: Oreste y Germana —comento.

—Ya. Parece que siguen ocupándose de sus propios asuntos.

—Al menos cuando estamos nosotros.

—Quizá deberíamos acercarnos para conocerlos. Antes o después tendremos que quedarnos a dormir.

—Otro día, hoy vamos a la ferretería.

Pasando por delante de la casa veo que los dos nos observan desde la ventana.

VIII

4 de agosto

El paisaje desfila rápido. El motor de mi coche cumple su deber, girando sin descanso. Considerando los años que tiene y los kilómetros que ha recorrido está haciendo una buena prueba de resistencia. Probablemente no se da cuenta de la traición que estoy preparando.

—Recuerda que este te lo compro yo —me dice Sante como si me hubiese leído el pensamiento. Luego sigue:

—¿Cuándo llega el Carrera?

—Todavía no lo he decidido, estoy pensando.

—Yo no lo cambiaría, casi cien mil euros por un coche es un robo.

—Al final serán muchos menos, porque lo compro de segunda mano, y, de todas maneras, en todos mis años de trabajo no he conseguido ganar lo suficiente para permitírmelo. Quizá no soy tan viejo como para no darme esta satisfacción.

—¿Quieres presentarte delante de la rubia con el cochazo?

—¡Ya era hora!

—¿Ya era hora de qué?

—De que dijeras la tontería del día. Hoy llevabas retraso y me estaba preocupando.

—Querido Eraldo, te conozco desde que eras un piloto joven y ambicioso. ¿Te acuerdas de que te llamaban Manfred el Rojo?

Manfred el Rojo... Qué nostalgia: veinticinco años y la convicción de que podría conquistar el mundo. Y todas las chicas del mundo.

—No porque fueras tan buen piloto como el mítico Barón Rojo —especifica Sante—, sino por tu simpatía por el Che.

—Me acuerdo bien. Y el Che me sigue gustando. ¿Y qué?

—Reconozco cuando estás enamorado. A esta edad se te pone la misma cara de pez cocido que antes.

—No. Te equivocas. Y ahora dejemos de hablar de esto.

—Como quieras. Hablemos de trabajo. ¿Qué piensas de esta invitación a San Remo?

—No lo sé, pero creo que el abogado quiere hablar del proyecto con más tranquilidad.

—Lo importante es que no encuentre excusas para no pagar.

—No habrá problemas. ¿Has visto cómo ha sido puntual hasta ahora?

—Sabes, está bien fiarse pero...

—No habrá problemas, porque el helicóptero solo estará listo para volar cuando nos haya pagado todo. Exactamente como acordamos.

—Muy bien.

—Muy bien Aurelio, la idea fue suya.

—A propósito de dinero: ¿estás seguro de que este viaje lo pagará él? Tres días en el Royal de Sanremo deben costar una fortuna.

—Te los puedes permitir, con todo lo que has ganado hasta ahora.

—No puedo gastármelos en estas chorradas. Tengo pensado irme al extranjero, ya lo sabes.

—Dijo claramente que sería un placer para él hospedarnos Si eso significa algo ...

—Qué lástima que Aurelio no pueda venir.

—Tienen la cabeza sobre los hombros, esos dos. No tienen ninguna intención de cerrar la taberna.

—Pocos beneficios para el esfuerzo que supone. Deberían irse a Estados Unidos. Allí sí que podrían ganar dinero con un restaurante italiano.

Sante es así. Las cosas normales no son suficiente. Los sueños, del tipo que sean, sí.

—¡La salida! —exclama, haciendo un gesto con la mano de ir a la derecha.

Consigo salir de la autopista por los pelos. Me imagino lo que habrá pensado el conductor del coche de atrás.

Después de veinte minutos, curvas y costa, sobre las siete de la tarde entramos en el aparcamiento del Hotel Royal.

—El abogado les espera en el restaurante a las nueve —nos informan en recepción, después de haber controlado la reserva de las habitaciones. Luego añade:

—Les deseamos una estancia agradable.

—Ya veremos —comenta Sante—. A propósito, ¿podría confirmar si está todo pagado por el abogado?

El empleado coge una hoja de un bloc, lo lee rápidamente y lo apoya en el mostrador.

—Confirmado. El abogado ha firmado para cubrir sus gastos, incluidos el restaurante, el bar y el Spa.

—Bien, queríamos estar seguros... —aclara Sante, que se acerca a la hoja y la examina con atención sin importarle la expresión molesta del hombre.

—Perfecto, creo que podré disfrutar la estancia.

—Permítannos acompañarles a sus habitaciones —dice el empleado, haciendo un signo a un botones a pocos metros de distancia.

Un poco más tarde, antes de entrar en la habitación, nos ponemos de acuerdo en qué vamos a hacer.

—Y el Spa —comenta Sante—. No se anda con chiquitas, nuestro abogado. Tendrías que haber visto la firma de nuestra invitación: llena de florituras. Habría valido para un tratado internacional.

—Por ahora todo va sobre ruedas. Tengo curiosidad por saber qué tiene que decirnos.

—Venga, disfruta estos días. Todavía no has desconectado, te sentará bien. ¿Vamos al casino después de cenar? Quiero probar la ruleta con mil euros.

—¿Te preocupas por la cuenta del hotel y luego quieres dar dinero al casino?

—¿Dar? Lo que quiero es ganar dinero.

—¿No te poseerá el demonio del juego? —le pregunto, bromeando.

—Anda ya, el demonio... me tomará el ángel de la victoria en sus brazos.

—Entonces vendré.

—Perfecto.

—Nos vemos a las nueve directamente en el restaurante.

—Hasta luego.

El abogado me recibe con un «buenas noches comandante» muy cordial, y su novia con una sonrisa capaz de derretir el Polo.

Su novia... qué tristeza.

—Buenas noches, señorita Jessica, buenas noches abogado.

—¿Y el comandante Genovese?

—Estará al llegar.

—Allí viene —avisa Jessica.

Después de los saludos de rigor nos sentamos a la mesa y se relaja el ambiente. Mientras saboreo un brut de una marca conocida observo mejor a Jessica: lleva un vestido muy fino de color perla que se adapta a su cuerpo como la brisa de las noches de verano. Las pocas joyas sencillas completan una imagen digna de un cuadro de los prerrafaelistas ingleses. Me doy cuenta de que el corazón se me ha vuelto a acelerar.

—Como habréis imaginado, os he pedido que paséis estos días conmigo, a parte de por el placer de vuestra compañía, para poder hacerme una idea más precisa de cuánto tiempo falta para que el helicóptero esté listo.

—No tendremos problemas para respetar el compromiso de un año.

—Sé que te comprometiste en hacerlo en un año, pero he visto que habéis empezado bien y me preguntaba si podríais acabar antes.

—Haremos todo lo posible, pero tendrá que esperar por lo menos dos meses más para que podamos darle una fecha.

—Vale, vale. Por ahora disfrutemos de la cena y de la compañía. Ya hablaremos de eso más tarde.

Hace un signo a un camarero que se acerca y llena los vasos.

La velada transcurre bien, relajadamente. Hablamos de todo menos de helicópteros. Es imposible que la razón de nuestras vacaciones en San Remo se haya reducido a ese brevísimo diálogo. Es como si algo se hubiese quedado en el aire. Poco a poco dejo de pensar en ello.

Al acabar la cena pasamos a un salón donde toca un grupo que ataca algunas piezas pegadizas con resultados apreciables.

Назад