Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - Sanz Delia Nieto 2 стр.


—Bueno. ¿Queréis llevarme al hotel? —preguntó, irritado, Edoardo—. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?

Empezaron a reír todos, que lo miraban mientras se observaba a sí mismo, con las manos en la cintura, goteando líquido azul.

—Vamos. Te llevo yo —dijo Maurizio.

—Si quiere, puede ducharse aquí —intervino Carlotta.

Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocía a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivían en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habían pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:

—Gracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.

—¿Y quién no lo habría estado? —respondió ella. —Para nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, sería muy amable por su parte.

—Como les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:

—Tú, es mejor si te arreglas aquí. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.

—De acuerdo, hasta luego —respondió Edoardo. Todavía se sentía algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducía. Después añadió—: Maurizio.

—Dime.

—Dame uno de tus cigarros. Los míos ahora solo valen para los pitufos. —Enseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.

—Cuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.

Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.

—Démelo, señor Edoardo, he oído que le llaman así, así lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.

—Edoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...

—No se preocupe. Lo importante es que no esté herido.

—Entonces, hasta luego —dijo Maurizio.

Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.

—Están limpias —dijo—. Deberían ser de su talla.

Edoardo la miró y se excusó otra vez:

—Gracias, señora. Siento tanto las molestias...

—No se preocupe, tómese su tiempo.

Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavía peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.

Se acordó del gorila que había visto hacía muchos años —todavía era una muchacha joven— en un zoo llamado impropiamente jardín zoológico, ya que de jardín no tenía nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se había sentido asustada y al mismo tiempo atraída por aquella llama de humanidad primordial que había notado en la mirada del gorila. En su interior se había creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.

—Marcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte —insistía con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le había susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habría podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordaría aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentía por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación física le traía a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran simio.

***

Oía el ruido del agua en la ducha. La historia no la había asustado, pero dentro de ella se había instalado una turbación sutil que no conseguía interpretar. Daba vueltas por la cocina, quitando el polvo a las superficies sin polvo y ordenando las cosas que ya estaban en su sitio.

Se dirigió hacia el cuarto de baño. Seguía oyendo el ruido del agua que fluía, y nada más.

Llamó a la puerta.

—Señor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?

No hubo respuesta.

Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.

—¿Todo bien? ¿Necesita algo?

Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.

A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.

Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.

Entró en la sala y repitió:

—¿Está bien? ¿Necesita algo?

Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salía del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.

—Perdone. No quería… —dijo Carlotta, dando un paso atrás.

Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.

—Tiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.

Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese día, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.

Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el líquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecía venir de una cascada altísima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caía primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvía. La cercanía del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.

Entró en ese mundo que había portado siempre dentro de sí y al cual podía dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, así que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismísimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caía abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella había emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecía casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el líquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sí. La fuerza de hombre que había sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la había empujado a seducir al piloto. Quería un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habría atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podría engañarla. Nunca.

Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenía a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se había vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.

—Me voy —dijo.

A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandísimo habría exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oír. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecía a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artículos de aquel contrato que pensaba que él también había firmado.

***

Carlo examinó atentamente el helicóptero. Sabía, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debía tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debía modificar la escena de la catástrofe.

Había llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.

—¡Me cago en la leche! —gritó—. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?

—Porque es lo que prefieren los clientes. Él lo sabe y a veces se pasa.

—Lo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?

—No se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?

—Sí, llamo yo.

—¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?

—Sí, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.

—Exacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.

—Ahora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.

—Allí estaré.

Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se había mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles varios, a pocos metros del terreno, sabía que antes o después alguien se iba a chocar con algo. Bastaba una falta de atención de un segundo para provocar un accidente. De hecho, solo se maravillaba de que le hubiera pasado a Edoardo, al que consideraba el mejor y el más atento de sus pilotos.

—Qué pasa, gente —exclamó Edoardo—. ¿Cómo va todo por aquí fuera? ¿Estáis curando al pajarito?

Había salido por la puerta de la cocina y se había parado en la veranda. Alto, envuelto en el albornoz blanco algo pequeño anudado a la cintura, miraba a los presentes con la cara iluminada con una sonrisa irónica. En la mano, entre el pulgar y el índice, sujetaba el puro que le había dado Maurizio y al cual daba unas caladas que luego exhalaba con grandes remolinos de humo.

Maurizio, Carlo y Diego, que estaban cerca del helicóptero, se giraron para mirarlo.

—Has recuperado un aspecto humano —dijo Carlo—. Te habías transformado en el Jolly Blue Giant [02]; de los valles y viñedos del Oltrepò Pavese, el gigante bueno que defiende las vides del mildiu.

Carlo sonreía, divertido al provocar a Edoardo.

—Solo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?

Había un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. Sabía que ahora empezaría una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarían a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.

Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendía, y comprendía sus temores.

—No tienes que preocuparte —le dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azul—. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el límite del jardín con la viña que estaba fumigando.

Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacía unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.

—He modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habría descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se había dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.

—Gracias. Sabía que eras una persona seria, además de un amigo —dijo Carlo, con expresión de alivio.

—Hoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo —intervino Diego.

Todos rieron, descargando la tensión.

—No te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado —lo tranquilizó Edoardo.

—Vale, vale. Ni me lo había planteado.

—Te he traído uno de mis monos —dijo Carlo—. Como los llevo un poco grandes debería valerte. Sale de la lavandería. Si te está cómodo, te he traído también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.

—Gracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.

—Ni se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.

Un Alfa Romeo Alfetta de los carabineros se paró silenciosamente detrás del Fiat Ritmo.

—¡Demonios! —exclamó Carlo—. ¡Se me ha olvidado llamar a los carabineros!

—Los he llamado yo —dijo Maurizio—. Como el cuartel competente es el de Casteggio y los conozco bien, he preferido llamar yo para explicar bien el lugar del accidente e informar de que no había ningún herido.

—Gracias —dijo Edoardo—. Siempre te anticipas a los problemas.

Mientras tanto, los dos carabineros habían bajado del coche y se habían acercado a ellos.

—Buenas tardes, mariscal, buenas tardes, cadete —dijo Maurizio.

El mariscal, una persona de media edad, bastante alto y con un físico vigoroso que le confería una fuerte presencia, respondió al saludo llevando su mano a la visera. También el cadete saludó con estilo militar.

—Presento yo que os conozco a todos —volvió a decir Maurizio—. El mariscal Adinolfi, comandante del cuartel de Casteggio, y el cadete Scafato. —Después, señalando a sus compañeros—: Él es Edoardo Respighi, el piloto. Como se ve por su mono de vuelo a medida.

El chiste provocó la risa de todos. Edoardo, que llevaba todavía el albornoz dos tallas más pequeño, recogió la ropa y se alejó unos metros, poniéndose de espaldas, para ponerse la ropa interior y el mono que le había traído Carlo.

—Me cambio enseguida, antes de que os divirtáis todos más de la cuenta —dijo.

—Ese tan serio es Carlo Rossi —continuó Maurizio—. El mecánico del helicóptero, y él es Diego Monferrino, un piloto joven que nos está ayudando. Todos saludaron con las típicas expresiones.

—¿Me confirma que solo había una persona a bordo y que nadie ha resultado herido? —preguntó el mariscal a Edoardo, que ya se había vestido. Lo único, seguía llevando las sandalias.

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