«De acuerdo. Hasta luego.»
«Se lo agradezco infinitamente» dijo el coronel y acabó la conversación. Quedó durante unos minutos inmóvil con la mirada perdida en el vacÃo, a continuación, volviéndose hacia los tres que estaban pendientes de sus palabras, dijo tranquilamente «Nos ayudará.»
«Esperemos que sea asû replicó un poco titubeante Elisa. «No creo que sea fácil convencer al Presidente que esto no sea una tomadura de pelo.»
«Sólo él puede llevar a cabo una empresa de este tipo. Démosle un poco de tiempo.» después, volviéndose hacia Petri, dijo «Con tus sensores o cualquier otro artefacto del demonio que quieras utilizar intenta mostrar un bonito espectáculo. Deberemos asombrarlo con algo realmente excepcional y que sea capaz de dejar a todos con la boca abierta.»
«Yo me encargo» dijo Petri con una sonrisa sardónica. «La verdad es que efectos especiales no nos faltan»
«Si quieres puedo indicarte la posición exacta de la Casa Blanca, la residencia oficial del presidente de los Estados Unidos de América, y también la del Pentágono, que es la sede del cuartel general del Departamento de Defensa.»
«Muy bien» dijo Elisa acercándose a Azakis «mientras vosotros dos os divertÃs atemorizando a los pobrecitos habitantes de la Tierra, te agradecerÃa que me explicases que es esta extraña cosa que me has dado antes.»
«Como te decÃa, pienso que pueda ser la solución a todos vuestros problemas con los residuos»
«No me dirás ahora que bastará que lo encienda para hacer desaparecer todo el plástico que hay por ahà disperso, ¿verdad?»
«Por desgracia no hemos inventado todavÃa nada parecido pero esto podrÃa ayudaros a sustituirlo»
«Soy toda oÃdos» y se lo dio.
«Este pequeño objeto no es otra cosa que un mini generador de campo de fuerza. Gracias a una sencillÃsima programación es capaz de tomar la forma del objeto que se desea.»
«No lo entiendo»
«Ahora mismo te hago una demostración. Abre la mano.» Azakis apretó con delicadeza el pequeño y oscuro rectángulo entre el pulgar y el Ãndice y se lo apoyó sobre la mano abierta. No habÃa pasado ni un segundo cuando, por encanto, una hermosÃsima maceta de mil y variados colores se materializó en la mano.
«Pero ¡qué diablosâ¦!» Elisa, atemorizada, retrajo instintivamente la mano y dejó que la maceta cayese a tierra mientras rebotaba de aquà para allá, pero sin romperse y, sobre todo, sin emitir ningún ruido.
«Perdona» consiguió susurrar Elisa apenada. «Realmente no me lo esperaba» y se inclinó para recogerla.
La cogió, la levantó sobre la cabeza y comenzó a observarla desde todos los ángulos. A pesar de que la superficie era totalmente lisa no parecÃa que la luz se reflejase en ella de ninguna manera. Al contacto el objeto estaba más frÃo de lo que se esperaba y no parecÃa que estuviese hecho de un material que ella conociese.
«Esta cosa es absolutamente increÃble. ¿Cómo lo habéis conseguido?»
«Todo el mérito es suyo» respondió Azakis indicando el pequeño objeto negro que estaba incrustado en el fondo de la maceta. «Es eso lo que está generando un campo de fuerza con la forma que ves.»
«¿Lo podrÃas hacer con forma de botella?»
«Por supuesto» respondió Azakis con una sonrisa. «Observa» y mientras lo decÃa apoyó la yema del dedo Ãndice sobre el pequeño rectángulo y la maceta desapareció. Lo estrujó de nuevo apoyando sobre él el pulgar y una elegante botella de color azul cobalto, de cuello largo y sutil, apareció de la nada.
Elisa quedó con la boca abierta y tardó algo de tiempo en recuperarse de la impresión. A continuación, sin sacar los ojos del objeto, dijo con voz quebrada por la emoción «Ven Jack, esto no puedes perdértelo.»
El coronel, que ya habÃa dado a Petri todas las indicaciones para identificar los dos objetivos, se volvió hacia ella y, con paso tranquilo, se le acercó. Miró distraÃdamente el objeto que Azakis tenÃa en la mano y, con aire cansado, dijo «¿Una botella? ¿Qué es tan interesante de ver?»
«SÃ, claro, una botella» replicó refunfuñando Elisa. «Sólo que hace unos segundos era una hermosa maceta de colores.»
«¡Venga ya! No me tomes el pelo.»
«Zak, demuéstraselo.»
El alienÃgena realizó la misma sencilla operación de antes y esta vez, entre sus manos, apareció una enorme esfera negra como la pez.
«¡Madre de Dios!» exclamó el coronel dando un salto hacia atrás.
«Esto sabes lo que es, ¿no?» dijo Azakis mientras abrazaba aquella bola de casi un metro de diámetro.
«SÃ, sû exclamó la doctora toda nerviosa. «Es idéntica a aquella que hemos encontrado sepultada en el campamento, dentro de la misteriosa caja de piedra.»
«HabÃa también otras tres» añadió el coronel «que sirvieron luego para el aterrizaje de la nave espacial.»
«Justo.» confirmó Azakis. «Las habÃamos dejado nosotros la última vez y nos han servido como referencia para la recuperación del cargamento de plástico.»
«¡Guau!» exclamó Elisa. «Todo se está aclarando poco a poco.»
«Perdona, una pregunta estúpida» dijo Jack volviéndose hacia el alienÃgena. «Si quisiéramos usar estas cosas como recipientes, por ejemplo para el agua, tendrÃamos que inventar un sistema práctico de cierre y apertura. ¿Cómo se podrÃa hacer?»
«Muy sencillo. Se usa otro y se hace con forma de tapón»
«Mira que soy memo. No lo habÃa pensado.» exclamó Jack dándose un golpe en la frente.
«¿Cómo llamáis a estas cosas?» preguntó Elisa con curiosidad.
«Su nombre en nuestro planeta es Shani» respondió Azakis mientras hacÃa desaparecer de nuevo la esfera y la sustituÃa el rectangulito oscuro.
«Entonces esto es un pequeño Shani.» dijo Elisa sonriendo mientras que, teniéndolo entre las manos, lo observaba con atención. «¿Puedo intentar yo construir algo?»
«Bueno, no es tan sencillo. Yo lo consigo porque, para su programación en tiempo real, utilizo mi implante N^COM. Por lo tanto, o te pongo uno a ti o utilizasâ¦.» se interrumpió y se puso a revolver en un pequeño cajón al lado de la consola. Después de algunos segundos extrajo de él una especie de casco muy similar al que habÃan utilizado antes para respirar y, poniéndoselo, terminó la frase diciendo «esto»
«¿Me lo debo poner en la cabeza?» preguntó Elisa dudando.
«Exacto.»
«¿No me va a freÃr el cerebro esta cosa, verdad?»
Azakis sonrió. La cogió delicadamente de las manos y la ayudó a ponérselo correctamente.
«¿Y ahora?»
«Coge el Shani entre los dedos y piensa en un objeto cualquiera. No te preocupes por las dimensiones. Está programado para no transformarse en nada que sea mayor de un metro cúbico.»
Ella cerró los ojos y se concentró. Después de unos segundos, un fantástico candelabro plateado de tres brazos se materializó entre sus manos.
«¡Dios mÃo!» exclamó estupefacta. «Es absurdo. Es increÃble.» Elisa no conseguÃa contener su emoción. Giraba y volvÃa a girar el objeto entre las manos analizándolo en todos sus detalles. «Es exactamente como lo habÃa imaginado. No es posible, estoy soñando.»
Nasiriya â La emboscada
Dos enormes jeeps descapotables, provenientes de la parte norte de la ciudad, cada uno de ellos con tres personas a bordo, detuvieron su carrera al encontrarse con el semáforo en rojo de un cruce aparentemente desierto. Esperaron pacientemente la luz verde y después continuaron lentamente durante una veintena de metros hasta llegar a la entrada de un viejo garaje abandonado.
Del primero de los jeeps descendió un individuo realmente corpulento que, armado con una vieja cizalla, se aproximó con aire circunspecto a la entrada y cortó el cable de metal oxidado que mantenÃa cerrada la puerta. Justo detrás de él, otro hombre, que habÃa bajado del segundo jeep, lo alcanzó. También él era un tipo bien plantado. Uniendo las fuerzas intentaron sacar el viejo panel que hacÃa las veces de puerta. Debieron trabajar duro durante unos instantes hasta que, con un siniestro chirrido metálico, el panel se movió. Lo apartaron a un lado con decisión hasta abrir completamente la entrada.
Los conductores de ambos jeeps, que estaban esperando con los motores al ralentÃ, uno detrás del otro, mientras dejaban a sus espaldas una nube de humo negro, fueron hacia el garaje y apagaron los motores.
«Vamos» dijo aquel que parecÃa ser el jefe, mientras saltaba del jeep seguido por los otros tres. Los dos que se habÃan quedado en la entrada se unieron al grupo de tres, los seis, con los cuerpos inclinados, se dirigieron hacia la entrada principal del restaurante.
«Vosotros tres, por detrás» ordenó el jefe.
Todos los componentes del pequeño equipo de asalto estaban equipados con fusiles AK-47 y, colgando de los cinturones de un par de ellos se podÃan ver las tÃpicas fundas curvas de los cuchillos árabes Janbiya. No eran unos puñales muy largos pero sus hojas afiladas en ambos lados hacÃan que estuviesen, sin duda, entre las armas blancas más mortÃferas.
El propietario del restaurante, consciente que de un momento a otro llegarÃan sus compañeros, se movÃa sin parar entre la sala y la entrada de atrás, desde donde espiaba el exterior para controlar eventuales movimientos sospechosos. Su nerviosismo no pasó desapercibido para el general que, como viejo zorro que era, empezó a intuir que algo no iba bien. Con la excusa de coger la botella de cerveza se acercó a la oreja del tipo gordo y susurró «¿No te parece que tu amigo está un poco nervioso?»
«A decir verdad ya me habÃa dado cuenta» replicó el gordito, también en voz baja.
«¿Desde hace cuánto tiempo que lo conoces? ¿No nos estará organizando alguna sorpresita?»
«No creoâ¦. Siempre ha sido una tipo de fiar.»
«Puede.» dijo el general levantándose rápidamente de la silla «pero yo no me fio para nada. Vayámonos de aquÃ, ya.»
Los otros dos se miraron un momento perplejos, a continuación se levantaron también y se dirigieron con rapidez hacia el propietario.
«Gracias por todo» dijo el tipo gordo «pero tenemos que irnos ya» y le metió otro billete de cien dólares en el bolsillo de la camisa.
«Pero si todavÃa no os he traÃdo el postre» replicó el hombre con el pelo rizado.
«Mejor, estoy a dieta» respondió el gordo y se encaminó velozmente hacia la puerta. Espió desde detrás de la cortina y, no viendo nada de extraño, hizo una señal a los otros para que lo siguiesen. Ni siquiera habÃa acabado de atravesar el umbral que, por el rabillo del ojo, se dio cuenta de los tres matones que se acercaban desde su derecha.
«Bastardo» consiguió tan sólo gritar antes que, el más cercano a él, en un inglés muy malo, lo intimidase para que se parase. Por toda respuesta, desenganchó del cinturón una granada aturdidora y volviéndose hacia sus compañeros gritó «¡Flashbang!»
Los dos cerraron inmediatamente los ojos y se taparon las orejas. Un relámpago cegador, seguido de un tremendo ruido, rompió la quietud de la noche. Los tres asaltantes, cogidos por sorpresa por la reacción del gordito, quedaron durante unos segundos aturdidos debido a la explosión, la ceguera producida por la granada les impidió ver a los tres americanos mientras, con un Ãmpetu digno de una final de los cien metros lisos, escapaban en dirección a su automóvil.
«¡Fuego!» gritó el jefe de los agresores.
Una ráfaga de AK-47 partió en dirección de los fugitivos pero, dado que el efecto de la granada aturdidora no se habÃa desvanecido, se perdió por encima de sus cabezas.
«Venga, venga» gritó el tipo delgado mientras, habiendo extraÃdo su Beretta M9 de la funda debajo del sobaco, respondÃa a los disparos. Mientras sus dos amigos lo protegÃan con sus disparos se metió en el coche. Otra ráfaga, proveniente de sus espaldas, provocó una serie de agujeros desordenados en la pared de metal del cobertizo que habÃa enfrente de él.
Mientras tanto, los tres agresores que provenÃan de la parte de atrás desembocaron en la puerta principal del restaurante y se unieron al fuego de sus compañeros. Su punterÃa era mucho mejor. Un proyectil dio en el espejo retrovisor izquierdo que acabó hecho mil pedazos.
«¡Maldición!» exclamó el tipo delgado mientras, bajando instintivamente la cabeza, intentaba poner en marcha el coche.
«¡General, suba!» gritó el gordito mientras disparaba otra ráfaga en dirección a los asaltantes.
Con la agilidad de un chaval, Campbell se tiró sobre el asiento de atrás justo mientras una bala le rozaba la pierna izquierda y se incrustaba en la puerta abierta. Con un movimiento rápido, desenganchó el asiento posterior y consiguió acceder al portaequipajes. Notó enseguida una serie de granadas dispuestas en fila en el interior de un contenedor de poliestireno. No se lo pensó ni un segundo. Cogió una de ellas y, después de sacar la espoleta, la lanzó en dirección de los asaltantes.
«¡Granada!» gritó y se echó sobre el asiento.
Mientras una nueva ráfaga de AK-47 rompÃa el parabrisas y destruÃa la luz intermitente trasera derecha, la granada de mano rodó tranquilamente en medio del grupo de los agresores que, conscientes del peligro inminente, se echaron a tierra aplastándose el máximo posible. La bomba explotó con un sonido ensordecedor y un resplandor deslumbrante rompió la oscuridad de la noche.
El tipo gordo, aprovechando la acción sorprendente del general, corrió hacia el lado del pasajero, subió a bordo y, quedando con una pierna por fuera, gritó «¡Vamos, vamos!»
El flaco pisó a fondo el acelerador y el automóvil, con un gran chirrido de neumáticos, arrancó hacia delante en dirección a la vieja puerta del cobertizo abandonado. La masa del vehÃculo lanzado a la carrera salió ganando a la plancha oxidada del panel, que cayó pesadamente hacia el interior. El coche prosiguió su loca carrera destruyendo todo aquello que encontraba a su paso. Viejas macetas de cerámica, cajas de madera podridas, sillas e incluso dos viejas lámparas, fueron arrolladas y tiradas por los aires, levantando una enorme polvareda de arena y detritos. El flaco que estaba conduciendo intentaba esquivar el mayor número de cosas posibles usando todo el peso de su cuerpo para girar el volante a derecha e izquierda pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió evitar la columna central de madera medio marchita que sostenÃa toda la cubierta, seccionándola de cuajo. El cobertizo tembló, luego un estremecimiento, después, como si una enorme roca le hubiese caÃdo sobre el techo, se plegó literalmente sobre si mismo. Todo esto ocurrió exactamente en el momento en que los tres, después de haber desfondado incluso la pared de atrás, salÃan disparados del viejo garaje, seguidos por un espantoso ruido y una enorme polvareda oscura. El auto, ahora ya sin control, cayó sobre un montón de inmundicia dejada sobre el borde de la carretera y quedó bloqueado.
«¡Maldita sea!» exclamó el general que ya se habÃa dado unas cuantas veces con la cabeza en el apoyabrazos de la puerta. «¿Pero a ti quién te ha enseñado a conducir?»
Por toda respuesta, el flaco pisó a fondo de nuevo el acelerador e intentó pasar entre la basura. Diversos trapos de colores se enredaron entre las ruedas y un viejo televisor quedó enganchado en el parachoques de atrás. Tuvieron que navegar entre la basura todavÃa un buen rato antes de alcanzar el borde de la carretera. Con un ruido sordo el auto se bajó de la acera y los tres se encontraron en la carretera principal en dirección este.
«¿Quiénes eran essos?» preguntó el gordito mientras se colocaba sobre el asiento e intentaba cerrar la puerta.
«DeberÃas preguntárselo a tu amiguito el del restaurante» replicó secamente el tipo flaco.