Ella permaneció ahí confundida.
—Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia?
—Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso.
Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial.
Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia.
Por otra parte, revisar desde ahí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse.
Adoptó una actitud de fortaleza y, apretando contra sí su diario, caminó con vacilación por uno de los pasillos. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo.
No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón sin éxito.
A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención.
Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz.
—Aquí.
Caitlin volteó.
En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a su mesabanco.
—Siéntate —dijo—. Por favor.
Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella.
Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era negro, latino, blanco o algún tipo de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez.
Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora.
—¿Y en dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin.
Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.
Él le brindó una gran sonrisa que reveló la perfección de sus dientes.
—Justo aquí —dijo él, y se movió hacia la base de la ventana que quedaba a unos cuantos pasos.
Lo miró y él le correspondió. Sus miradas se mantuvieron fijas. Ella trató de forzarse a voltear en otra dirección pero no pudo hacerlo.
—Gracias —dijo Caitlin, sintiéndose de inmediato enojada consigo misma.
“¿Gracias? ¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡¿Gracias?!”
—¡Muy bien, Barack! —se escuchó una voz gritar—. ¡Cédele tu asiento a esa linda niña blanca!
Se escucharon más risas y de pronto, el salón volvió a llenarse de ruido y todos los ignoraron de nuevo. Caitlin vio que el chico bajaba la mirada avergonzado.
—¿Barack? —preguntó—, ¿así te llamas?
—No —contestó él, ruborizado—. Así me llaman, como a Obama. Dicen que me parezco.
Caitlin lo miró con cuidado y se dio cuenta de que sí, efectivamente se parecía.
—Es porque soy parte negro, parte blanco y parte puertorriqueño.
—Vaya, pues creo que es un cumplido —dijo ella.
—No de la manera en que ellos lo dicen —respondió el chico.
Caitlin lo vio sentarse en la base de la ventana un tanto apocado. Se dio cuenta de que era bastante sensible, incluso vulnerable. No parecía formar parte de este grupo de chicos. Era una locura pero, hasta sintió deseos de protegerlo.
—Soy Caitlin —le dijo, extendiendo la mano y mirándolo directo a los ojos.
Sorprendido, él la vio y volvió a sonreír.
—Jonah —le contestó.
Al estrechar su mano con firmeza, Caitlin sintió su brazo temblar mientras él la envolvía con su suave piel. Tenía la sensación de que se derretía y no pudo evitar sonreír cuando él sujetó su mano un poco más de lo normal.
El resto de la mañana pasó sin advertirlo, y para cuando Caitlin llegó a la cafetería, tenía bastante hambre. Abrió las puertas de vaivén y se abrumó al enfrentar el enorme comedor y el increíble ruido que producían los chicos que con sus gritos parecían ser mil. Era como entrar a un gimnasio. La diferencia radicaba en que cada cinco metros, a lo largo de los pasillos, había un guardia de seguridad que observaba todo cuidadosamente.
Como de costumbre, Caitlin no sabía a dónde dirigirse. Escudriñó el enorme salón y, finalmente, vio una pila de charolas. Tomó una y se formó en lo que creyó era la fila para ordenar la comida.
—¡No te metas, perra!
Caitlin volteó y se topó con una chica gorda y enorme, quince centímetros más alta que ella y de muy mala cara.
—Lo siento, no sabía que…
—¡La fila acaba allá atrás! —gritó otra chica, señalándole con el pulgar.
Caitlin miró hacia atrás y se dio cuenta de que había, por lo menos, cien personas en la fila. La espera sería como de veinte minutos.
Cuando se dirigió a la cola, un chico que estaba formado empujó a otro: éste cayó frente a ella, golpeando el piso con fuerza.
El primer chico saltó sobre el otro y comenzó a pegarle en la cara.
En la cafetería estalló un rugido de emoción, y montones de muchachos los rodearon.
—¡Pelea, pelea!
Caitlin dio varios pasos hacia atrás mientras observaba horrorizada la violenta escena a sus pies.
Finalmente, cuatro guardias de seguridad se acercaron y detuvieron el altercado; separaron a los dos chicos ensangrentados y se los llevaron. Pero los guardias no parecían tener ninguna prisa.
Cuando Caitlin por fin pudo comprar su almuerzo, volvió a revisar el comedor tratando de encontrar a Jonah, pero no lo encontró por ningún lado.
Caminó por los pasillos y vio que, mesa tras mesa, estaba repleta de jóvenes. Casi no había asientos vacíos, y los pocos disponibles, se encontraban junto a grandes grupos de amigos que no mostraban gran calidez.
Finalmente, tomó un asiento que estaba en una mesa hacia el fondo del comedor; estaba vacía excepto por un chico sentado en el extremo. Era un bajito y frágil muchacho chino con aparatos dentales. Vestía mal y tenía la cabeza agachada; estaba enfocado en su almuerzo.
Caitlin se sentía sola. Miró hacia abajo y revisó su celular. En Facebook, había algunos mensajes de sus amigos del último pueblo en donde vivió. Querían saber cómo le iba en la nueva ciudad. Por alguna razón, no sintió ganas de contestarles; los percibía tan lejos…
Apenas si pudo comer, todavía tenía esa sensación de náuseas del primer día de clases. Trató de pensar en algo diferente. Cerró los ojos y recordó el nuevo departamento. Estaba en un asqueroso edificio de la calle 132, y para llegar a él tenía que subir cinco pisos por las escaleras. Sintió más náuseas, por lo que respiró hondo e intentó enfocarse en algo, cualquier cosa buena que existiera en su vida.
Sam, su hermanito. Tenía quince años pero parecía estar a punto de cumplir veinte. Solía olvidar que él era el hermano menor; siempre actuaba como si fuera mayor que ella. Había tenido una vida difícil y se había vuelto bastante hosco debido a tantas mudanzas, al hecho de que su padre los había abandonado y a que su madre los trataba mal a ambos. Caitlin se daba cuenta de que la situación estaba sobrepasando a su hermano y que había comenzado a encerrarse en sí mismo; ella temía que las cosas siguieran empeorando.
Sin embargo, a pesar de todo lo que Sam enfrentaba, adoraba a Caitlin. Y ella a él. Sam era la única constante en su vida, la única persona en quien podía confiar. Además, a Caitlin le parecía que su hermano había conservado solo una debilidad: ella. Era por eso que estaba decidida a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.
—¿Caitlin?
Sintió un sobresalto.
Junto a ella, con la charola en una mano y el estuche de violín en la otra, estaba Jonah.
—¿Te molesta si me siento contigo?
—Sí, vaya, quise decir, no —dijo con vacilación.
“Idiota —pensó—. Deja de mostrarte tan nerviosa.”
Jonah le brindó esa fulgurante sonrisa que tenía, y se sentó frente a ella, perfectamente derecho, con una postura impecable. Colocó con cuidado el estuche del violín a su lado. Después puso, con mucha suavidad, su comida sobre la mesa. Había algo respecto a él que Caitlin no podía descifrar. Era distinto a todas las personas que había conocido antes. Era como de otra época; definitivamente parecía fuera de lugar en esa escuela.
—¿Cómo te fue en tu primer día? —le preguntó.
—No fue lo que esperaba.
—Sé a lo que te refieres —dijo Jonah.
—¿Es un violín?
Caitlin señaló el instrumento con un gesto. El estuche estaba cerrado y Jonah mantenía una mano sobre él como si tuviera miedo de que alguien lo robara.
—De hecho, es una viola. Es solo un poco más grande que el violín, pero tiene un sonido completamente distinto. Es más melodioso.
Caitlin jamás había visto una viola, y esperaba que Jonah la pusiera sobre la mesa y se la mostrara. Pero él ni siquiera lo intentó y ella no quería entrometerse. La mano del chico continuaba sobre el estuche, protegiéndolo como si fuera algo muy personal y privado.
—¿Y practicas mucho?
Jonah se encogió de hombros.
—Solo unas cuantas horas al día —dijo en un tono casual.
—¡¿Unas cuantas horas?! ¡Seguramente tocas muy bien!
Él volvió a encoger los hombros.
—Supongo que no lo hago mal. Hay muchos violistas que son mejores que yo. En realidad, espero que tocar la viola sea lo que me saque de aquí.
—Yo siempre quise tocar el piano —agregó Caitlin.
—¿Y por qué no lo haces?
Ella le iba a contestar: “Nunca he tenido un piano.” Pero no dijo nada. En lugar de eso, se encogió de hombros y volvió a mirar su almuerzo.
—No necesitas tener un piano —le dijo Jonah.
Ella lo miró sorprendida pues parecía haber leído sus pensamientos.
—En esta escuela hay un salón de ensayos. A pesar de todo lo negativo, tiene algunas ventajas. Puedes tomar clases gratis, solo tienes que inscribirte.
Caitlin abrió más los ojos.
—¿En serio?
—Afuera del salón de ensayos hay una hoja para matricularse. Pregunta por la señora Lennox y dile que eres amiga mía.
“Amiga.” A Caitlin le gustó cómo sonaba la palabra. Sintió que poco a poco la invadía cierta felicidad. Sonrió por completo y sus miradas se cruzaron por un momento.
Cuando observó sus brillantes ojos verdes, ardió en ella el deseo de hacerle un millón de preguntas: “¿Tienes novia? ¿Por qué eres tan amable? ¿En verdad te agrado?”
Pero en lugar de eso, solo apretó los labios y se quedó callada.
Temerosa de que el tiempo que estaban pasando juntos se acabara pronto, buscó en su mente algo que pudiera preguntarle para extender la conversación. Trató de pensar en algo que le garantizara volver a verlo pero los nervios se apoderaron de ella, y se paralizó.
Finalmente, abrió la boca y, en ese preciso momento, sonó la campana. El ruido y el movimiento estallaron en el comedor. Jonah se puso de pie y sujetó su viola.
—Se me hace tarde —dijo Jonah, preparándose para retirar su charola de la mesa… Miró la de Caitlin.
—¿Quieres que retire la tuya?
Ella volteó hacia abajo; se dio cuenta de que se le había olvidado y negó con la cabeza.
—Está bien —agregó Jonah.
Se quedó ahí de pie, sintiendo de pronto gran timidez, y sin saber qué decir.
—Bien, pues te veo luego.
—Sí, nos vemos —contestó Caitlin desganada, y apenas perceptiblemente.
Su primer día de clases había terminado. Caitlin salió del edificio y se encontró con la soleada tarde de marzo. A pesar de que el viento soplaba con fuerza, ella ya no sintió frío, y aunque que todos los chicos gritaban mientras salían, el ruido no le afectó más. Se sentía viva y libre. El resto de la jornada había pasado como entre sueños, ni siquiera recordaba el nombre de uno solo de sus profesores nuevos.
No podía dejar de pensar en Jonah.
Se preguntaba si no habría actuado como una tonta en la cafetería. Las palabras se le habían atorado en la boca y casi no averiguó nada sobre él. Lo único que se le ocurrió fue cuestionarlo sobre la estúpida viola, cuando pudo haberle preguntado en dónde vivía, de dónde era y a qué universidad quería entrar. En especial, pudo haberle preguntado si tenía novia. Un chico como él seguramente estaba saliendo con alguien.
En ese preciso momento, una chica latina guapa y bien vestida pasó cerca de ella y la empujó. Caitlin la vio de la cabeza a los pies, y se preguntó por un instante si no sería ella quien salía con Jonah.
Dio vuelta en la calle 134 y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nunca había caminado a casa de regreso de la escuela; su mente estaba en blanco y no recordaba dónde se encontraba el nuevo departamento. Permaneció de pie en la esquina, desorientada. Una nube ocultó al sol y el viento arreció. Repentinamente, sintió frío de nuevo.
—¡Hey, amiga!
Caitlin volteó y se dio cuenta de que estaba frente a una asquerosa bodega en la esquina. Afuera había cuatro hombres con mala pinta sentados en sillas de plástico. Parecían no tener frío; le sonrieron como si ella fuera la siguiente comida que devorarían.
—¡Ven aquí, nena! —gritó otro de ellos.
De pronto se acordó.
“Calle 132. Eso es.”
Giró con rapidez y comenzó a caminar vigorosamente hacia una calle paralela. Miró hacia atrás varias veces para asegurarse de que aquellos hombres no la estuvieran siguiendo. Por fortuna no fue así.
El viento helado le laceró las mejillas y la hizo sentirse más alerta, justo al mismo tiempo en que comenzó a caer en cuenta de la realidad de su nuevo vecindario. Observó a su alrededor; vio los autos abandonados, los muros grafiteados, los alambres de púas, los barrotes de las ventanas… De pronto se sintió muy sola y con mucho miedo.
Solo faltaban tres cuadras para llegar a su departamento pero a ella le parecía una eternidad. Deseó tener un amigo a su lado, o aún mejor, a Jonah. Se preguntó si sería capaz de realizar esta solitaria caminata todos los días. Se enfadó con su madre una vez más. ¿Cómo era posible que siguiera obligándola a mudarse y a instalarse en lugares horrendos? ¿Cuándo terminaría todo aquello?
Un vidrio roto.
El corazón de Caitlin se aceleró aún más en cuanto vio que a su izquierda, al otro lado de la calle, sucedía algo. Caminó con rapidez y trató de mantener la mirada en el suelo, pero cuando se acercó, escuchó gritos y unas grotescas risotadas. No pudo evitar percatarse de lo que estaba sucediendo.
Cuatro enormes muchachos, como de dieciocho o diecinueve años tal vez, sometían a otro chico. Dos de ellos le sujetaban los brazos, mientras uno más lo golpeaba en el estómago y el último, en la cara. El chico, de unos diecisiete años, delgado e indefenso, cayó al suelo. Dos de los muchachos se acercaron de nuevo y comenzaron a patearle la cara. A pesar de que no quería hacerlo, Caitlin se detuvo y los miró. Estaba horrorizada porque nunca había visto nada igual.
Los otros dos muchachos caminaron alrededor de su víctima. Levantaron las piernas con botas y se las estamparon de nuevo. Caitlin temió que golpearan al chico hasta matarlo.
—¡No! —gritó.
Ellos dejaron caer sus botas y se escuchó un espantoso crujido. Pero no fue el sonido de un hueso roto, era más bien como el crujido que hace la madera. El ruido que produce la madera cuando se rompe. Caitlin se percató de que pisoteaban un pequeño instrumento musical; miró con más cuidado y alcanzó a ver que había trocitos de la viola esparcidos por toda la acera.