“Estoy bien. Lo cierto es que tengo a unas cuantas mujeres del vecindario en mi casa en este instante para tomar un café de media mañana y me preguntaba si querrías unirte a nosotras.”
“Claro,” respondió Jessie, contenta de tener alguna excusa para salir de la casa por un rato.
Agarró sus llaves, cerró la puerta principal, y caminó junto a Kimberly. Cuando llegaron, cuatro cabezas se giraron en su dirección. No le sonaba ninguna de esas caras.
Kimberly hizo las presentaciones y se llevó a Jessie a la zona de preparar cafés.
“No esperan que te acuerdes de sus nombres,” le susurró mientras servía dos tazas. “Así que no te sientas presionada. Todas han estado donde tú estás ahora.”
“Tengo tantas cosas dándome vueltas a la cabeza, que apenas puedo acordarme de mi propio nombre.”
“Es perfectamente comprensible,” dijo Kimberly. “Pero debería advertirte, les mencioné todo eso de que eres una creadora de perfiles del FBI así que puede que te hagan algunas preguntas al respecto.”
“Oh, pero no trabajo para el FBI. Ni siquiera tengo todavía mi diploma.”
“Hazme caso—eso da igual. Todas creen que eres una Clarice Starling de carne y hueso. Mis límites en referencias de asesinos en serie llegan hasta tres.”
Kimberly no había calculado bien.
“¿Te sientas en la misma habitación que esos tipos?” preguntó una mujer llamada Caroline con un cabello tan largo que algunos mechones le llegaban hasta el trasero.
“Depende de las normas de la instalación,” respondió Jessie. “Pero nunca he entrevistado a uno sin que haya presente un perfilador o investigador experimentado, llevando la voz cantante.”
“¿Son todos los asesinos en serie tan listos como parecen en las películas?” le preguntó titubeante una mujer de aspecto tímido.
“Todavía no he entrevistado a suficientes como para decirlo con certeza,” le dijo Jessie. “Pero en base a la bibliografía, además de mi experiencia personal, diría que no. La mayoría de estos hombres—y casi siempre se trata de hombres—no son más listos que tú y que yo. Algunos se salen con la suya durante mucho tiempo debido a investigaciones precarias. Algunos se las arreglan para evadir la captura porque escogen a víctimas de las que no preocupa nadie—prostitutas, los sin techo. Lleva un tiempo que la gente note que faltan esos personajes. Y algunas veces, simplemente tienen suerte. Cuando me gradúe, mi trabajo consistirá en hacer que su suerte cambie.”
Las mujeres la machacaron a preguntas cortésmente, sin que pareciera importarles que no se hubiera graduado, mucho menos que nunca hubiera trabajo de perfiladora en ningún caso.
“¿Así que todavía no has resuelto un caso?” preguntó una mujer particularmente inquisitiva llamada Joanne.
“Todavía no. Técnicamente, solo soy una estudiante. Los profesionales manejan los casos de verdad. Hablando de profesionales, ¿a qué os dedicáis?” preguntó con la esperanza de redirigir la conversación.
“Solía trabajar en marketing,” dijo Joanne. “Pero eso fue antes de que naciera Troy. Me tiene bastante ocupada en estos momentos. Es todo un trabajo de jornada completa él solito.”
“Apuesto a que sí. ¿Está echándose la siesta ahora en alguna parte?” preguntó Jessie, mirando a su alrededor.
“Seguramente,” dijo Joanne, mirando su reloj. “Pero se despertará enseguida para tomar su tentempié. Está en la guardería.”
“Oh,” dijo Jessie, antes de plantear su siguiente pregunta lo más delicadamente posible. “Creía que la mayoría de los niños en las guarderías tenían madres trabajadoras.”
“Sí,” dijo Joanne, sin parecer ofendida. “Pero lo hacen tan bien allí que no podía dejar de matricularle. No va todos los días, pero los miércoles son difíciles, así que le suelo llevar. Los días fastidiosos son duros, ¿verdad?”
Antes de que le pudiera responder Jessie, se abrió la puerta del garaje e irrumpió en la habitación un tipo de treinta y tantos años con un sorprendente cabello pelirrojo desaliñado.
“¡Morgan!” exclamó Kimberly llena de felicidad. “¿Qué haces en casa?”
“Me dejé el informe en el despacho,” le contestó. “Tengo la presentación en veinte minutos así que tengo que darme prisa en regresar.”
A Morgan, que parecía ser el marido de Kimberly, no pareció sorprenderle lo más mínimo que hubiera media docena de mujeres en su sala de estar. Pasó corriendo entre ellas, saludando de manera general al grupo. Joanne se inclinó hacia Jessie.
“Es algún tipo de ingeniero,” dijo en voz baja, como si se tratara de algún secreto.
“¿Para quién? ¿Alguna empresa de defensa?” preguntó Jessie.
“No, para alguna cosa de bienes raíces.”
Jessie no entendía por qué eso se merecía tanta discreción, pero decidió no indagar más. Unos momentos más tarde, Morgan entró de nuevo en la sala con una pila de papeles en la mano.
“Encantado de veros, damas,” dijo él. “Lamento no poder quedarme por aquí. Kim, recuerda que tenemos eso en el club esta noche así que volveré tarde.”
“Muy bien, cariño,” dijo su mujer, caminando detrás suyo para asegurarse de que le diera un beso antes de salir corriendo por la puerta.
Cuando se hubo ido, regresó a la sala de estar, todavía excitada por la inesperada visita.
“Os juro que se mueve con tal determinación, que una podría pensar que es un perfilador de criminales o algo por el estilo.”
Ese comentario produjo una ola de risitas en el grupo. Jessie sonrió, sin saber exactamente qué es lo que resultaba tan divertido.
*
Una hora después, estaba de vuelta en su sala de estar, tratando de encontrar la energía para abrir la caja que tenía delante de ella. A medida que cortaba con cuidado la cinta adhesiva, repasó su salida de la mañana para tomar el café. Había algo extraño en todo ello. Pero no podía concretar de qué se trataba.
Kimberly era encantadora. A Jessie le caía bien de verdad y le agradecía especialmente el esfuerzo que estaba haciendo para ayudar a la chica nueva. Y todas las demás mujeres eran agradables y cercanas, aunque un tanto sosas. Pero había algo… misterioso en sus interacciones, como si todas conocieran un secreto en común que Jessie desconocía.
Parte de ella pensaba que estaba paranoica por sospechar algo así. No sería la primera vez que se había lanzado a sacar conclusiones que habían resultado equivocadas. Claro que todos sus instructores en el programa de Psicología Forense de la USC le habían alabado por su sentido de la intuición. No parecían pensar que estuviera paranoica, más bien que era “desconfiadamente inquisitiva,” como le había dicho uno de sus profesores. En su momento, le había sonado como un cumplido.
Abrió la caja y sacó el primer artículo, una foto enmarcada de su boda. Se quedó mirándola un momento, fijándose en las expresiones de felicidad que tenían Kyle y ella en la cara. A ambos lados de ellos, había varios familiares, también con enormes sonrisas de júbilo.
A medida que sus ojos se alejaron del grupo, volvió a sentir de repente la melancolía que había notado surgir hacía un rato por dentro. Un apretón de ansiedad le contrajo el pecho. Se guió a sí misma para tomar unas inspiraciones profundas pero no había cantidad suficiente de respiraciones o exhalaciones que le pudieran calmar.
No estaba segura de cuál había sido el desencadenante de esto—los recuerdos, el nuevo entorno, la pelea con Kyle, ¿o una combinación de todo ello?
Fuera lo que fuera, se dio cuenta de una verdad fundamental. Ya no era capaz de controlar esto por sí misma. Tenía que hablar con alguien. Y a pesar del sentimiento de terrible fracaso que empezaba a abrumarla mientras se iba en busca de su teléfono, marcó el número que había esperado no tener que utilizar nunca más.
CAPÍTULO SIETE
Concertó una cita con su antigua terapeuta, la doctora Janice Lemmon, y solo con saber que atenderla requeriría una visita a la zona donde solía vivir le hizo sentir más cómoda. El pánico se había disipado casi inmediatamente después de concertar la sesión.
Cuando Kyle regresó a casa esa noche—lo cierto es que pronto—pidieron comida para llevar y vieron una película cursi pero entretenida sobre realidades alternativas que se titulaba El 13º Piso. Ninguno de los dos se disculpó formalmente, pero parecían haber redescubierto su zona de confort. Después de la película, ni siquiera subieron arriba para disfrutar del sexo. En vez de eso, Kyle simplemente se encaramó encima de ella allí mismo en el sofá. Eso le recordó a Jessie sus días de recién casados.
Kyle hasta le había preparado el desayuno esa mañana antes de salir hacia el trabajo. Era horrible—tostada quemada, los huevos sin hacer, y el bacón de pavo mal frito—pero Jessie agradecía el intento. Se sentía un poco mal por no haberle contado los planes que tenía para hoy, aunque tampoco él le había preguntado, así que no es que estuviera mintiendo.
Hasta que no se vio en la autopista al día siguiente, con los rascacielos del centro de Los Ángeles en el horizonte, Jessie no sintió que se calmaba el pinchazo de nerviosismo en sus entrañas. Había realizado el viaje a mediodía desde Orange County en menos de una hora y se metió a la ciudad solo para caminar un rato por allí. Aparcó en el aparcamiento próximo a la consulta de la doctora Lemmon enfrente de Original Pantry en la esquina de Figueroa y West 9th.
Entonces se le ocurrió la idea de llamar a su compañera de dormitorio de la USC y amiga más antigua de la universidad, Lacey Cartwright, que vivía y trabajaba en la zona, para ver si podían pasar un rato juntas. Le salió el buzón de voz y dejó un mensaje. Mientras empezaba a descender por Figueroa en dirección al Hotel Bonaventura, Lacey le envió un mensaje de texto para decirle que estaba demasiado ocupada ese día pero que ya quedarían la próxima vez que Jessie pasara por allí.
¿Quién sabe cuándo sucederá eso?
Se sacudió la decepción de su cabeza y se concentró en la ciudad que le rodeaba, admirando las vistas y sonidos bulliciosos que eran tan diferentes de su nuevo entorno. Cuando llegó a la Calle 5ª, giró a su derecha y siguió vagabundeando.
Eso le recordó a los días, no hace tanto tiempo, cuando hacía esto mismo varias veces a la semana. Si tenía dificultades con el estudio de un caso para clase, simplemente se iba a la calle y paseaba por las calles, utilizando el tráfico como ruido de fondo mientras le daba vueltas al caso en su mente hasta que encontraba una manera de enfocarlo. Su trabajo casi siempre era más potente si había tenido tiempo de vagabundear por el centro de la ciudad y de explorar diversas avenidas al respecto.
Mantuvo la charla inminente con la doctora Lemmon al fondo de su mente mientras repasaba mentalmente el café del día anterior en casa de Kimberly. Todavía no podía concretar el carácter de la misteriosa discreción de las mujeres que había conocido allí. Pero algo le llamó la atención en retrospectiva—lo desesperadas que estaban todas por escuchar los detalles de sus estudios de perfiladora de criminales.
No estaba segura de si se debía a que la profesión en la que se estaba metiendo era tan inusual o simplemente porque era una profesión. Ahora que pensaba en ello, caía en la cuenta de que ninguna de esas mujeres trabajaba.
Algunas lo habían hecho. Joanne había trabajado en marketing. Kimberly decía que solía ser una agente de bienes raíces cuando vivían en Sherman Oaks. Josette había dirigido una pequeña galería en Silverlake. Pero ahora todas eran amas de casa y madres. Y a pesar de que aparentaban sentirse felices con sus vidas, también parecían hambrientas por detalles del mundo profesional, con avaricia, casi con culpabilidad devorando cualquier pedacito de intriga.
Jessie se detuvo, cayendo en la cuenta de que, sin apenas darse cuenta, había llegado al Hotel Biltmore. Ya había estado aquí en muchas otras ocasiones. Era famoso por, entre otras cosas, albergar las primeras entregas de los Óscar en los años 30. También le habían dicho en una ocasión que aquí era donde Sirhan Sirhan había asesinado a Robert Kennedy en 1968.
Hace tiempo, antes de decidirse a hacer su tesis sobre el DNR, Jessie había considerado la idea de hacer un perfil de Sirhan. Por eso, se había presentado allí un día sin anunciar su visita y le había preguntado al conserje si daban tours del hotel que incluían la escena del tiroteo. Él se le quedó mirando, perplejo.
Le llevó unos momentos algo embarazosos caer en la cuenta de lo que ella estaba buscando y varios más para que él le explicara que el asesinato no había tenido lugar allí sino en el ahora ya demolido Hotel Ambassador.
Trató de suavizar el golpe diciéndole que JFK había recibido su nominación de los demócratas para presidente en el Biltmore en 1960. Pero se sentía demasiado humillada como para quedarse a escuchar esa historia.
A pesar de la vergüenza, la experiencia le enseñó una lección muy valiosa que se había quedado para siempre en su memoria: No hagas suposiciones, especialmente en una línea de trabajo donde hacer las suposiciones equivocadas puede acabar matándote. Al día siguiente, cambió el tema de su tesis y decidió que, a partir de ahora, iba a hacer sus averiguaciones antes de aparecer en un lugar.
A pesar de ese desastre, Jessie regresaba a menudo, ya que le encantaba el estilo anticuado del hotel. Esta vez, se metió de lleno en su zona de confort mientras merodeaba por los pasillos y las salas de baile durante unos buenos veinte minutos.
Cuando atravesó la recepción al salir, notó a un hombre joven vestido de traje que estaba parado como si nada cerca del mostrador de los botones, leyendo un periódico. Lo que llamó su atención fue lo sudoroso que estaba. Con el aire acondicionado a tope en el hotel, no podía entender cómo era posible. Aun así, cada pocos segundos, se secaba las gotas de sudor que se formaban constantemente en su frente.
¿Por qué está tan sudoroso un tipo que está leyendo un periódico tan tranquilamente?
Jessie se acercó un poco más y sacó su teléfono. Pretendió estar leyendo algo, pero encendió la cámara y la inclinó para poder observar al tipo sin tener que mirarle. De vez en cuando, tomaba una foto rápida.
No parecía que realmente estuviera leyendo el periódico, sino más bien que lo estuviera utilizando como decoración mientras miraba intermitentemente en la dirección de las maletas que se estaban colocando en el carrito para equipajes. Cuando uno de los botones empezó a empujar el carro hacia el ascensor, el hombre de traje se colocó el periódico debajo del brazo y caminó por detrás suyo.
El botones empujó el carro hacia el ascensor y el hombre de traje se quedó de pie al otro lado del carro. Justo cuando se cerraban las puertas, Jessie vio cómo el hombre de traje agarraba una maleta del lado del carro que estaba fuera de la vista del botones.
Vio cómo el ascensor se elevaba despacio y se detenía en el octavo piso. Después de unos diez segundos, empezó a descender de nuevo. Al hacerlo, Jessie se acercó al guardia de seguridad que había cerca de la puerta principal. El guardia, un tipo de aspecto amigable de cuarenta y muchos años, le sonrió.
“Creo que tienes a un ladrón trabajando en el hotel,” dijo Jessie sin preámbulos, con la intención de ponerle rápidamente al día.