Rebelde, Pobre, Rey - Морган Райс 3 стр.


Ceres debería haberlos podido salvar. Había ido en busca del poder que había en su interior y solo encontró vacío, un oscuro hueco donde debería haber habido la fuerza y el poder dispuestos para destruir a sus enemigos.

Incluso lo había buscado cuando su caballo corcoveó y la hizo caer…

Ceres forzó a su mente a volver al presente, porque había algunos lugares de su memoria donde no quería detenerse. Aunque el presente no era mucho mejor, porque fuera Ceres escuchaba los gritos de un hombre que era obvio que estaba muriendo.

Ceres se dirigió hacia la ventana, luchando hasta los límites que sus cadenas le permitían. Incluso aquello era un esfuerzo. Sentía como si algo la hubiera rastreado por dentro, eliminando toda fuerza que hubiera tenido. Parecía que apenas podía estar de pie, mucho menos librarse de las cadenas que la sujetaban.

Consiguió llegar hasta allí, agarrándose a las barras como si pudiera arrancarlas. En realidad, casi era lo único que la sujetaba entonces. Cuando miró hacia el patio que había más allá de su nueva celda, le hizo falta aquel apoyo.

Ceres vio allí a los hombres de Lord West, en fila ante una hilera de soldados. Algunos todavía llevaban lo que quedaba de su armadura aunque, en algunos casos, algunas piezas se habían roto o habían sido arrancadas y ninguno tenía sus armas. Tenían las manos atadas y muchos estaban de rodillas. Aquella visión era triste. Hablaba de su derrota más claramente de lo que cualquier otra cosa podría hacerlo.

Ceres reconoció a otros de los que estaban allí, rebeldes, y ver aquellos rostros le trajo una reacción aún más visceral. Los hombres de Lord West habían venido con ella voluntariamente. Habían arriesgado sus vidas por ella, y Ceres se sentía responsable por ello, pero ella conocía a los hombres y mujeres que había allá abajo.

Vio a Anka. Anka estaba atada en el centro de todo aquello, tenía los brazos atados detrás de ella con una correa a un palo, lo suficientemente altos para que no pudiera sentarse o arrodillarse para descansar. Una cuerda a la altura de la garganta amenazaba con empezar a ahogarla cada vez que se atreviera a descansar. Ceres vio sangre en su cara, que se había quedado allí con indiferencia, como si a ella no le importara en absoluto.

Aquella visión fue suficiente para hacer que Ceres se sintiera mal. Ellos eran amigos, en algunos casos gente a la que Ceres hacía años que conocía. Algunos de ellos estaban heridos. Una ráfaga de ira recorrió a Ceres ante aquello, porque nadie estaba intentando ayudarlos. En cambio, estaban de rodillas o de pie, tal y como hacían los soldados.

Entonces estaba la visión de las cosas que estaban allí a la espera. Ceres no sabía para qué eran muchas de ellas, pero a partir de las demás lo podía imaginar. Había palos para ensartar y bloques para decapitar, horcas y braseros con hierros calientes. Y más. Tanto que Ceres apenas podía ni empezar a entender la mente que podía decidir hacer todo aquello.

Entonces vio que Lucio estaba entre ellos, y lo supo. Aquello era culpa suya y, de alguna manera, culpa de ella. Si hubiera sido más rápida para cazarlo cuando él lanzó su reto. Si hubiera encontrado alguna forma de matarlo antes de aquello.

Lucio estaba encima del soldado que estaba gritando, haciendo girar una espada que tenía clavada hasta provocarle un nuevo sonido de agonía. Ceres vio una pequeña multitud de torturadores y verdugos con capuchas negras a su alrededor, que observaban como si estuvieran tomando nota, o posiblemente solo apreciando a alguien con un retorcido don para su profesión. Ceres deseaba poder ir hasta allí y matarlos a todos.

Lucio alzó la vista y Ceres notó el instante en que sus ojos se encontraron con los de ella. Era algo parecido al tipo de cosas sobre las que cantaban los poetas, cuando las miradas de los amantes se cruzaban en una habitación, solo que en ambos lados solo había odio. En aquel instante, Ceres hubiera matado a Lucio como hubiera podido, y veía lo que Lucio le tenía guardado.

Vio que su sonrisa se extendía lentamente por su rostro, y le dio un último giro a la espada, con la mirada todavía puesta en Ceres, antes de ponerse derecho y secarse distraídamente sus manos ensangrentadas en un trozo de tela. Estaba de pie como un actor que está a punto de soltar un discurso a un público que espera. Para Ceres, simplemente parecía un asesino.

“Todo hombre y mujer que hay aquí es un traidor”, manifestó Lucio. “Pero creo que todos sabemos que no es culpa vuestra. Habéis sido engañados. Corrompidos por otros. Corrompidos por una en particular”.

Ceres vio que lanzaba otra mirada en su dirección.

“Por eso voy a ofrecer clemencia a los mediocres que estéis aquí. Arrastraos hasta mí. Suplicad que os esclavice y se os permitirá vivir. El Imperio siempre necesita más burros de carga”.

Nadie se movió. Ceres no sabía si sentirse orgullosa o gritarles para que aceptaran la oferta. Al fin y al cabo, tenían que saber lo que les venía encima.

“¿No?” dijo Lucio, con un toque de sorpresa en su tono. Ceres pensó que, quizás, él verdaderamente esperaba que todos se entregaran por propia voluntad a la esclavitud para salvar sus vidas. Quizás él no comprendía de qué iba la rebelión, o que había algunas cosas peores que la muerte. “¿Nadie?”

Ceres vio que la pretensión de sosegado control desaparecía entonces de él como una máscara, dejando al descubierto lo que había debajo.

“¡Esto es lo que sucede cuando los estúpidos como vosotros empiezan a escuchar a la escoria que os quiere engañar!” dijo Lucio. “¡Olvidáis cuál es vuestro lugar! ¡Olvidáis que hay consecuencias para todo lo que vosotros, los campesinos, hacéis! Bien, os voy a recordar que hay consecuencias. Vais a morir, hasta el último de vosotros, y lo haréis en modos sobre los que la gente hablará cada vez que piensen en traicionar a sus superiores. Y, para asegurarme de ello, voy a traer aquí a vuestras familias para que miren. ¡Voy a quemar sus míseras chozas para hacerlos salir y voy a hacer que presten atención mientras vosotros gritáis!”

También lo haría; Ceres no tenía ninguna duda de ello. Vio que señalaba a uno de los soldados, y a continuación a uno de los aparatos que estaban a la espera.

“Empezad con este. Empezad con cualquiera de ellos. Solo aseguraos de que todos sufren antes de morir”. Señaló con el dedo hacia la celda de Ceres. “Y aseguraos de que ella es la última. Haced que vea morir hasta al último de ellos. Quiero que esto la vuelva loca. Quiero que comprenda simplemente lo inútil que es realmente, sin importar toda la sangre de los Antiguos de la que presume ante sus hombres”.

Entonces Ceres se echó hacia atrás y se apartó de las barras, pero debía haber hombres esperando al otro lado de la puerta, porque las cadenas de sus muñecas y tobillos se tensaron, arrastrándola hasta la pared y tumbándola de tal modo que no podía moverse ni unos milímetros en ninguna dirección. En absoluto podía apartar la mirada de la ventana, a través de la que vio a uno de los verdugos comprobando si un hacha estaba afilada.

“No”, dijo, intentando llenarse de una seguridad que en aquel momento no sentía. “No, no dejaré que esto suceda. Encontraré la manera de pararlo”.

Entonces no se limitó a buscar su poder en su interior. Se sumergió en el lugar donde normalmente hubiera encontrado la energía que la estaba esperando. Ceres se obligó a perseguir el estado mental que había aprendido del Pueblo del Bosque. Fue en busca del poder que había ganado con la misma seguridad que si estuviera persiguiendo a un animal escondido.

Pero continuaba tan esquivo como si lo fuera. Ceres probó todo lo que se le ocurría. Intentó calmarse. Intentó recordar las sensaciones que había tenido antes de usar su poder. Intentó forzarlo para que fluyera a través de ella con el esfuerzo de la voluntad. A la desesperada, Ceres incluso intentó rogárselo, convencerlo como si realmente fuera un ser separado, más que un simple fragmento de ella.

Nada de aquello funcionó, y Ceres se lanzó contra las cadenas que la sujetaban. Sintió que se clavaban en sus muñecas y tobillos mientras se lanzaba hacia delante, pero no pudo ganar más espacio que la distancia de un brazo.

Ceres debería haber sido capaz de romper el acero con facilidad. Debería haber sido capaz de liberarse y salvar a todos los que estaban allí. Debería, pero en aquel instante no podía, y lo peor es que ni tan solo sabía por qué. ¿Por qué los poderes que tanto había usado ya la abandonaban tan de repente? ¿Por qué había llegado a esto?

¿Por qué no podía hacerle hacer lo que ella quería? Ceres notó que unas lágrimas tocaban el filo de sus ojos mientras ella luchaba desesperadamente por poder hacer algo. Por poder ayudar.

Fuera empezaron las ejecuciones y Ceres no pudo hacer nada por detenerlas.

Lo que era peor, sabía que cuando Lucio acabara con los que había allí fuera, a continuación le tocaría a ella.

CAPÍTULO CUATRO

Sartes despertó, dispuesto a luchar. Intentó ponerse de pie, renegó al no poder y una figura de aspecto duro que estaba delante de él lo empujó con su bota.

“¿Crees que tienes espacio para moverte aquí?” dijo bruscamente.

El hombre llevaba la cabeza afeitada y tenía tatuajes, le faltaba un dedo por alguna que otra pelea. Hubo un tiempo en el que Sartes seguramente se hubiera estremecido por el miedo al ver a un hombre así. Pero esto era antes del ejército y la rebelión que le había seguido. Era antes de ver el aspecto real que tenía el mal.

Allí había otros hombres, embutidos en un espacio con las paredes de madera, con la única luz que entraba de unas pocas grietas. Fue suficiente para que Sartes pudiera ver y lo que vio distaba mucho de ser esperanzador. El hombre que había delante de él era el que tenía un aspecto menos duro de los que había allí, y solo la cantidad de ellos bastó para que, por un instante, Sartes sintiera miedo, y no solo por lo que pudieran hacerle a él. ¿Qué se podía esperar si estaba atrapado en un espacio con hombres como aquellos?

Tuvo la sensación de que estaban en movimiento, y Sartes se arriesgó a dar la espalda a la multitud de matones para poder mirar a través de una de las grietas de las paredes de madera. Fuera, vio que pasaban por un paisaje polvoriento y rocoso. No reconocía la zona, pero ¿a qué distancia podían estar de Delos?

“Una carreta”, dijo. “Estamos en una carreta”.

“Escuchad al chico”, dijo el hombre de la cabeza afeitada. Representó una escandalosa aproximación de la voz de Sartes, alejada de ser en absoluto reconocida. “Estamos en una carreta. El chico es un verdadero genio. Bueno, genio, ¿y si cierras la boca? Sería una pena que continuáramos nuestro viaje hacia las canteras de alquitrán sin ti”.

“¿Las canteras de alquitrán? dijo Sartes y vio que una ráfaga de ira cruzaba el rostro del otro hombre.

“Creo que te dije que te callaras”, dijo bruscamente el matón. “Quizás si hago que te tragues unos cuantos dientes de una patada, lo recordarás”.

Otro hombre se desperezó. El espacio limitado apenas parecía suficiente para albergarlo. “Al único que oigo hablar aquí es a ti. ¿Por qué no cerráis los dos el pico?”

La rapidez con que lo hizo el hombre de la cabeza afeitada le dijo mucho a Sartes de lo peligroso que era aquel otro hombre. Sartes dudaba de que pudiera encontrar algún amigo en un momento así, pero del ejército sabía que los hombres así no tenían ningún amigo: tenían parásitos y tenían víctimas.

Era difícil mantenerse en silencio ahora que sabía hacia donde se dirigían. Las canteras de alquitrán eran uno de los peores castigos que tenía el Imperio; tan peligroso y desagradable que aquellos a los que enviaban allí tenían suerte si sobrevivían un año. Eran lugares calurosos, mortales, donde se podían ver los huesos de dragones muertos sobresaliendo del suelo, y los guardias ni siquiera se lo pensaban cuando arrojaban a un prisionero enfermo o a punto de desmayarse en el alquitrán.

Sartes intentaba recordar cómo había llegado allí. Había estado explorando para la rebelión, intentando encontrar una puerta que permitiera entrar a Ceres a la ciudad con los hombres de Lord West. La había encontrado. Sartes recordaba el júbilo que sintió entonces, porque era perfecta. Había vuelto corriendo para intentar contárselo a los demás.

Estaba muy cerca cuando aquel tipo oculto con una capa lo agarró; tan cerca que casi podía sentir que tocaba la entrada del escondite de la rebelión si estiraba el brazo. Se había sentido como si estuviera por fin a salvo, y se lo habían arrebatado.

“Lady Estefanía le manda saludos”.

Las palabras resonaban en la memoria de Sartes. Habían sido las últimas palabras que escuchó antes de que lo golpearan hasta dejarlo inconsciente. A la vez le estaban diciendo quién hacía aquello y qué había fracasado. Le habían dejado tenerlo muy cerca para después quitárselo.

Había dejado a Ceres y a los demás sin la información que Sartes había conseguido encontrar. Estaba preocupado por su hermana, por su padre, por Anka, y por la rebelión, sin saber qué sucedería sin la puerta que él había logrado encontrar para ellos. ¿Conseguirían entrar en la ciudad sin su ayuda?

Lo habían conseguido, se corrigió Sartes, porque entonces, de un modo u otro, ya estaría hecho. Habrían encontrado otra puerta, o un camino alternativo para entrar en la ciudad, ¿verdad? Seguro que sí, porque ¿cuál era la alternativa?

Sartes no quería pensar en ello, pero era imposible evitarlo. La alternativa era que podrían haber fracasado. En el mejor de los casos, puede ser que pensaran que no podrían entrar sin tomar una puerta, y quedaran atrapados allí mientras el ejército avanzaba. En el peor de los casos… en el peor de los casos, puede que ya estuvieran muertos.

Sartes negó con la cabeza. No iba a creer aquello. No podía. Ceres encontraría el modo de superar todo aquello, y ganar. Anka era más ingeniosa que cualquier persona que jamás hubiera conocido. Su padre era fuerte y firme, mientras que los otros rebeldes tenían la determinación que les daba el saber que su causa era honrada. Encontrarían la manera de vencer.

Sartes debía pensar que lo que le estaba sucediendo a él también era temporal. Los rebeldes ganarían, lo que significaba que capturarían a Estefanía y ella les contaría lo que había hecho. Irían a por él, como su padre y Anka hicieron cuando se había quedado atrapado en el campamento del ejército.

Pero a qué lugar tendrían que venir. Sartes echó un vistazo mientras la carreta avanzaba dando tumbos a través del paisaje, y vio que la llanura daba paso a canteras y a un entorno rocoso, a charcos burbujeantes de oscuridad y calor. Incluso desde donde él estaba, sentía el olor penetrante y amargo del alquitrán.

Había gente allí, trabajando en filas. Sartes vio que estaban encadenados por parejas mientras excavaban el alquitrán con cubos y lo recogían para que otros pudieran usarlo. Vio que los guardias estaban encima de ellos con látigos y, mientras Sartes miraba, un hombre se desplomó a causa de la paliza que estaba recibiendo. Los guardias le quitaron la cadena y de una patada lo arrojaron al hoyo de alquitrán más cercano. El alquitrán tardó un buen rato en tragarse sus gritos.

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