Gobernante, Rival, Exiliado - Морган Райс 3 стр.


Era difícil. El lateral del barco resbalaba, y aunque Ceres no hubiera estado agotada por los días de tortura a manos de Estefanía, hubiera sido difícil subir por ellas. De algún modo, consiguió subir a cubierta y lanzar la gran espada por delante de ella, del mismo modo que un buzo hubiera lanzado una red de almejas.

Se levantó a tiempo para ver un marinero que iba corriendo hacia ella.

Ceres agarró la espada robada con las dos manos, atacó y tiró de ella después. Dibujó un arco con ella, le arrancó la cabeza al marinero y fue a por la siguiente amenaza. Thanos ya estaba forcejeando con uno de los marineros que había atacado a la mujer del Pueblo del Hueso, así que Ceres fue corriendo en su ayuda. Atacó al marinero por la espalda, y Thanos tiró al hombre moribundo contra el siguiente hombre que iba hacia ellos.

—Tú libérala —dijo Ceres—. Yo los retendré.

Blandía su espada en arcos, manteniendo a los marineros a raya mientras Thanos estaba ocupado liberando a Jeva. De cerca, su aspecto aún era más extraño de lo que era en la distancia. En su oscura y suave piel, había unos remolinos azules y unos estampados dibujados, que trepaban hasta su cabeza afeitada como bucles de humo. Su ropa de seda estaba decorada por fragmentos de hueso, por otra parte, y sus ojos brillaban desafiantes por el apuro en el que se encontraba.

Ceres no tenía tiempo de ver cómo Thanos la liberaba, pues debía concentrarse en mantener alejados a los marineros. Uno dirigió un hacha hacia ella, blandiéndola por encima de su cabeza. Ceres se metió en el espacio que creó con ese giro, atacando con su espada mientras pasaba por delante de él y blandía la espada en un círculo para obligar a los demás a alejarse. La clavó en la pierna de un hombre y dio un puntapié alto, alcanzándole la barbilla por debajo.

—La tengo —dijo Thanos y, cuando Ceres echó la vista atrás, vio que en efecto había liberado a la mujer del Pueblo del Hueso… que pasó dando un brinco por delante de Ceres para coger el cuchillo de un hombre caído.

Se movía como un torbellino entre la masa de marineros, atacando y matando. Ceres lanzó una mirada a Thanos y, a continuación, fue hacia ella, intentando seguir el ritmo de la mujer a la que se suponía que estaban salvando. Vio que Thanos paraba un golpe y contraatacaba pero, en aquel instante, Ceres tenía un golpe que parar.

Los tres luchaban juntos, cambiando de lugar como si formaran parte de un baile formal en el que parecían no quedarse nunca sin pareja. La diferencia era que estas parejas iban armadas y un paso en falso significaría la muerte.

Luchaban con fuerza y Ceres gritaba desafiante mientras la atacaban. Daba golpes de espada, se movía y volvía a golpear, mientras veía luchar a Thanos con la fuerza rotunda de un noble y a la mujer del Pueblo del Hueso a su lado, atacando con una agresividad despiadada.

Entonces llegaron los combatientes y Ceres supo que era el momento de irse.

—¡Por el lado! —exclamó, corriendo hacia el barandal.

Se zambulló y notó de nuevo el frío del agua al impactar con la misma. Nadó hasta llegar a la barca y subió por un lateral. Su padre la ayudó a subir a bordo y, a continuación, ella ayudó a los demás uno a uno.

—¿En qué estabais pensando? —preguntó su padre cuando llegaron a cubierta.

—Pensaba que no podía quedarme sin hacer nada —respondió Thanos.

Ceres quería discutir sobre eso, pero sabía que eso era lo que en parte hacía a Thanos quien era. Era parte de lo que ella amaba de él.

—Estúpido —estaba diciendo la mujer del Pueblo del Hueso con una sonrisa—. Maravillosamente estúpido. Gracias.

Ceres echó un vistazo a los barcos que tenían más cerca. Ahora todos habían levantado armas, muchos de los marineros que había a bordo iban corriendo en busca de armas. Una flecha impactó contra el agua cerca de ellos, y después otra.

—¡Remad! —gritó a los combatientes, pero ¿hacia dónde podían remar? Ya veía cómo otros barcos se movían para interceptarlos. Pronto no habría salida. Era el tipo de situación en la que antes podría haber usado sus poderes, pero ahora no los tenía.

«Por favor, Madre» suplicó en la tranquilidad de su mente, «antes me ayudaste. Ayúdame ahora».

Sintió la presencia de su madre, efímera y tranquilizadora, en algún lugar del límite de su ser. Notaba la atención de su madre, mirándola, intentando entender qué le había sucedido.

—¿Qué te han hecho? —susurró la voz de su madre—. Esto es obra del hechicero.

—Por favor —dijo Ceres—. No necesito que mis poderes vuelvan para siempre, pero ahora necesito ayuda.

En la pausa que siguió, una flecha impactó en cubierta entre los pies de Ceres. Demasiado cerca con creces.

—No puedo deshacer lo que está hecho —dijo su madre—. Pero puedo prestarte otro don, por esta vez. Pero solo será una vez. No creo que tu cuerpo pueda soportar más.

A Ceres no le importaba, siempre y cuando escaparan. Las barcas ya se estaban acercando. Lo necesitaban.

—Toca el agua, Ceres, y perdóname, pues dolerá.

Ceres no hizo preguntas. En cambio, puso la mano en las olas, sintiendo el fluir de la humedad en su piel. Se preparó…

…y aún tuvo que luchar para no chillar cuando algo la atravesó a raudales, resplandeciendo en el agua y subiendo, a continuación, al aire. Parecía que alguien hubiera colocado un velo de gasa a lo largo del mundo.

A través de él, Ceres veía que los arqueros y los guerreros miraban fijamente atónitos. Escuchaba cómo gritaban sorprendidos, pero los ruidos parecían apagados.

—Se quejan de que no pueden vernos —dijo Jeva—. Dicen que esto es magia negra. Miró a Ceres con cierto asombro—. Parece que eres todo lo que Thanos decía que serías.

Ceres no estaba segura de lo que quería decir eso. Aguantar así dolía más de lo que podía pensar. No estaba segura de cuánto tiempo podría resistirlo.

—Remad —dijo—. ¡Remad antes de que se desvanezca!

CAPÍTULO TRES

En el templo de altos techos del castillo, Irrien observaba impasiblemente cómo los sacerdotes preparaban a Estefanía para el sacrificio. Se mantenía indiferente mientras ellos se movían afanosamente, atándola inmóvil sobre el altar, amarrándola mientras ella chillaba y forcejeaba.

Normalmente, Irrien tenía poco tiempo para estas cosas. Los sacerdotes eran un puñado de estúpidos obsesionados con la sangre que, al parecer, pensaban que apaciguar la muerte podía ahuyentarla. Como si cualquier hombre pudiera frenar la muerte con algo que no fuera la fuerza de su brazo. Suplicar no funcionaba, ni a los dioses ni a él, tal y como la dirigente por poco tiempo de Delos estaba descubriendo.

—Por favor, Irrien, ¡haré todo lo que tú quieras! ¿Quieres que me arrodille ante ti? ¡Por favor!

Irrien estaba quieto como una estatua, ignorándolo del mismo modo que ignoraba el dolor de su herida, mientras a su alrededor los nobles y los guerreros observaban. Algo de valor tenía en dejar que lo vieran, por lo menos, igual que tenía valor apaciguar a los sacerdotes. Su favor simplemente era otra fuente de poder que se debía tomar, e Irrien no era tan estúpido como para ignorarlo.

—¿No me deseas? —rogó Estefanía—. Pensé que me querías para jugar conmigo.

Irrien tampoco era tan estúpido como para ignorar los encantos de Estefanía. Eso era parte del problema. Mientras tuvo la mano de ella sobre su brazo, había sentido algo más allá de los sensaciones de deseo habituales que sentía con las esclavas hermosas. Él no lo permitiría. No podía permitirlo. Nadie tendría poder sobre él, incluso ni lo que salía de su interior.

Echó un vistazo a la multitud. Allí había bastantes mujeres hermosas, las antiguas doncellas de Estefanía encadenadas y de rodillas. Algunas lloraban al ver lo que le estaba sucediendo a su antigua dirigente. Muy pronto se entretendría con ellas. Por ahora, debía deshacerse de la amenaza que Estefanía representaba con su habilidad de hacerle sentir algo.

El más alto de los sacerdotes se adelantó, los alambres de oro y plata de su barba tintineaban cuando se movía.

—Está todo preparado, mi señor —dijo—. Sacaremos a la criatura del vientre de su madre y, a continuación, lo sacrificaremos en el altar como es debido.

—¿Y esto será gratificante para vuestros dioses? —preguntó Irrien. Si el sacerdote captó la menor nota de escarnio en ello, no se atrevió a demostrarlo.

—Gratificante sobremanera, Primera Piedra. Ciertamente, gratificante sobremanera.

Irrien asintió.

—Entonces se hará del modo que usted sugiere. Pero seré yo quien mate al niño.

—¿Usted, Primera Piedra? —preguntó el sacerdote. Parecía sorprendido—. Pero ¿por qué?

Porque aquella era su victoria, no la del sacerdote. Porque Irrien era el que se había abierto camino en la ciudad luchando, mientras estos sacerdotes seguramente habían estado a salvo en los barcos que los transportaban. Porque era él el que había sufrido una herida por ello. Porque Irrien tomaba las muertes que eran suyas, antes de dejárselas a hombres inferiores. Pero no explicó nada de esto. No debía explicaciones a gente así.

—Porque así lo elijo —dijo—. ¿Tiene algún inconveniente?

—No, Primera Piedra, ningún inconveniente.

Irrien disfrutó del tono de miedo que escuchó, no porque sí, sino porque era un recordatorio de su poder. Todo esto lo era. Era una declaración de su victoria de la misma manera que era agradecimiento a los dioses que estaban observando. Era un modo de reivindicar este lugar a la vez que se deshacía de un niño que, cuando creciera, podría haber intentado reclamar su trono.

Puesto que era un recordatorio de su poder, se quedó observando a la multitud mientras los sacerdotes empezaban su carnicería. Estaban de pie y arrodillados en pulcras filas, los guerreros, los esclavos, los comerciantes y aquellos que aseguraban tener sangre noble. Él observaba su miedo, sus lloros, su repugnancia.

Tras él, los sacerdotes cantaban a coro, hablando en lenguas antiguas que se suponía que los mismos dioses les habían dado. Irrien echó la vista atrás y vio que el sacerdote superior sostenía una espada por encima del vientre descubierto de Estefanía, lista para cortarla mientras ella luchaba por escapar.

Irrien volvió su atención a los que estaban mirando. Se trataba de ellos, no de Estefanía. Observaba su horror cuando las súplicas de Estefanía se convirtieron en gritos tras él. Observaba sus reacciones, veía quién estaba sorprendido, quién estaba asustado, quién lo miraba con odio silencioso y quién parecía estar disfrutando del espectáculo. Vio que una de las doncellas se desmayaba al ver lo que estaba ocurriendo tras él y decidió que sería castigada. Otra estaba llorando tanto que otra tuvo que sostenerla.

Irrien había descubierto que observar a los que lo servían le decía más sobre ellos de lo que podría hacerlo cualquier declaración de lealtad. En silencio, marcaba a aquellos de entre los soldados que todavía debían ser totalmente destrozados, aquellos de entre los nobles que lo miraban con demasiados celos. Un hombre sabio no bajaba su guardia, incluso cuando ganaba.

Los gritos de Estefanía se hicieron más agudos por un instante, creciendo hasta un clímax que parecía seguir el ritmo del cántico de los sacerdotes a la perfección. Esto dio paso a gemidos, que iban a menos. Irrien dudaba que ella pudiera sobrevivir a esto. Ahora mismo, no le importaba. Ella estaba cumpliendo su propósito de mostrarle al mundo que él mandaba aquí. Cualquier cosa más allá de esto era innecesaria. Casi poco elegante.

En algún momento, unos gritos nuevos se unieron a los de la mujer noble más hermosa de Delos, los gritos de su bebé se mezclaron con los suyos. Irrien volvió al altar y extendió sus brazos, para llamar la atención de los que estaban mirando.

—Llegamos aquí y el Imperio era débil, así que lo tomamos. Yo lo tomé. El lugar de los débiles es servir o morir, y soy yo quién decide qué.

Se giró hacia el altar donde Estefanía estaba tumbada, le habían cortado el vestido, ahora estaba envuelta en un revoltijo de sangre y membranas tanto como de seda y terciopelo. Todavía respiraba, pero su respiración era irregular y la herida no era algo a la que una cosa débil como ella pudiera sobrevivir.

Irrien llamó la atención de los sacerdotes y, a continuación, sacudió su cabeza hacia la forma postrada de Estefanía.

—Deshaceros de eso.

Se apresuraron a obedecer, se la llevaron mientras los sacerdotes le entregaban al niño como si le hicieran entrega del más grande de los regalos. Irrien lo miró fijamente. Parecía extraño que una cosa tan diminuta y frágil pudiera potencialmente representar una amenaza para alguien como él, pero Irrien no era un hombre que corriera riesgos estúpidos. Algún día, este niño se hubiera convertido en un hombre, e Irrien había visto lo que sucedía cuando un hombre sentía que no tenía lo que le pertenecía. En su momento, él había tenido que matar a unos cuantos.

Colocó al niño sobre el altar y se giró hacia el público mientras sacaba un cuchillo.

—Mirad, todos vosotros —ordenó—. Mirad y recordad lo que sucede aquí. Las otras Piedras no están aquí para tomar su victoria. Yo sí.

Se giró de nuevo hacia el altar y, al instante, supo que algo iba mal.

Allí había un tipo, un hombre de aspecto joven con la piel blanca como un hueso, el pelo blanquecino y los ojos de un ámbar profundo que a Irrien le recordaban los de un gato. Llevaba túnica, pero la suya era pálida mientras las de los sacerdotes eran oscuras. Pasó un dedo por la sangre que había en el altar, aparentemente sin aversión, sencillamente con interés.

—Oh, Lady Estefanía —dijo en una voz regular y agradable y que, casi con total seguridad, era una mentira—. Le ofrecí la oportunidad de ser mi alumna. Debería haber aceptado mi oferta.

—¿Quién eres tú? —preguntó Irrien. Cambió el modo en el que sostenía el cuchillo, cambió de un agarre pensado para clavarlo a uno que era mejor para luchar—. ¿Por qué te atreves a interrumpir mi victoria?

El hombre extendió sus manos.

—No pretendo interrumpir, Primera Piedra, pero está a punto de destrozar algo que me pertenece.

—Algo… —Irrien sintió un destello de sorpresa al darse cuenta de lo que quería decir este extraño—. No, usted no es el padre del niño. Es un príncipe de este lugar.

—Nunca dije que lo fuera —dijo el hombre—. Pero se me prometió el niño como pago, y aquí estoy para cobrarlo.

Irrien sintió que la ira crecía en su interior y cogió con más fuerza el cuchillo que sostenía. Se giró para ordenar que cogieran a aquel estúpido y, al hacerlo, se dio cuenta de que los que allí estaban ahora no se movían. Estaban como embelesados.

—Supongo que debería felicitarle, Primera Piedra —dijo el desconocido—. Veo que la mayoría de los hombres que aseguran ser poderosos en realidad tienen poca fuerza de voluntad, pero usted ni siquiera se dio cuenta de mi… pequeño esfuerzo.

Irrien se giró hacia él. Ahora sostenía al hijo de Estefanía en brazos, meciéndolo de un modo que, sorprendentemente, era de un cuidado preciso.

—¿Quién eres? —exigió Irrien—. Dímelo para que pueda escribirlo en tu lápida.

El hombre no alzó la vista para mirarlo.

—Tiene los ojos de su madre, ¿no cree? Con los padres que tiene, seguro que será fuerte y hermoso. Yo lo entrenaré, claro. Será un asesino muy hábil.

Irrien hizo un ruido de furia, dentro de su garganta.

—¿Quién eres? ¿Qué eres?

Entonces el hombre alzó la vista para mirarlo y, esta vez, sus ojos parecían nadar en las profundidades del fuego y el calor.

—Los hay que me llaman Daskalos —dijo—. Pero los hay que me llaman muchas otras cosas. Hechicero, por supuesto. Asesino de los Antiguos. Tejedor de sombras. Ahora mismo, soy un hombre que viene en busca de su deuda. Permíteme que lo haga y me iré tranquilamente.

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