El chico negó con la cabeza.
—Me quedaré. No escaparé de ellos.
—¿Debo imaginar que te apetece hacerte cargo de la flota para que yo pueda escapar? —preguntó Akila.
Aquello provocó la risa del muchacho mientras se dirigía hacia sus tareas, y la risa siempre era mejor que el miedo.
¿Qué más había que hacer? Siempre había algo más, siempre algo a lo que ir a continuación. Siempre estaban aquellos que decían que la guerra era esperar, pero Akila había descubierto que la espera siempre encerraba mil cosas más pequeñas. La preparación era la madre del éxito, y Akila no iba a perder por falta de esfuerzo.
—No —dijo entre dientes mientras comprobaba las cuerdas de su buque insignia—. De esos e encargará el hecho de que ellos tienen cinco veces más barcos.
La única esperanza era atacar y avanzar. Atraerlos hacia los barcos de fuego. Aplastarlos contra la cadena. Usar la velocidad de sus propios barcos para cargarse lo que pudieran. Aún así, eso podría no ser suficiente.
Akila nunca había visto una fuerza de ese tamaño. Dudaba que alguien lo hubiera hecho. La flota que mandaron a Haylon había sido diseñada para el castigo y la destrucción. El ejército rebelde había sido la unión de, al menos, tres grandes fuerzas.
Esto era más grande. No se trataba tanto de un ejército como de un país entero en movimiento. Aquello era conquista y más que conquista. Felldust había visto una oportunidad y, ahora, iba a tomar todo lo que tenía el Imperio.
A no ser que los detengamos, pensó Akila.
Quizás no sería su flota quien los detendría. Quizás lo mejor que podían esperar sería frenar y debilitar al ejército invasor, quizás esto sería suficiente. Si pudieran ganar tiempo para Ceres, ella podría encontrar una manera de ganar contra lo que quedase. Akila la había visto hacer cosas más impresionantes con aquellos poderes suyos.
Tal vez se enfrentaría ella al ejército de Felldust entero y les ahorraría el problema.
Lo más seguro era que Akila moriría aquí. Si esto pudiera salvar a Delos, ¿valdría la pena? Esa no era la cuestión. Si esto pudiera salvar a la gente de allí y a la de Haylon, ¿lo haría? Sí, aquello lo valía todo para Akila. Los hombres así no se detenían con lo que tenían. Caerían sobre Haylon tan pronto como hubieran terminado aquí. Si su sacrificio mantuviera a los granjeros de la isla a salvo, Akila lo haría hasta mil veces más.
Echó un vistazo al agua, hacia donde la flota avanzaba y bajó la voz.
—Estás en deuda conmigo por esto, Thanos —dijo, de la misma manera que el príncipe estaba en deuda con él por venir a Delos y por no liquidarlo en Haylon. Probablemente su vida hubiera sido mucho más simple si lo hubiera hecho.
Viendo la flota que se acercaba, Akila sospechaba que también podría ser más larga.
—¡Ahora sí! —exclamó—. ¡A vuestros sitios, chicos! ¡Tenemos una batalla que ganar!
CAPÍTULO DOS
Irrien estaba en la proa de su buque insignia con una mezcla de satisfacción y expectación. Satisfacción porque su flota estaba avanzando exactamente como él había ordenado. Expectación por todo lo que vendría a continuación.
A su alrededor, su flota se deslizaba hacia delante casi en silencio, tal y como él había ordenado cuando empezaron a abrazar la costa. Silenciosa como los tiburones que van tras la presa, silenciosa como el momento después de la muerte de un hombre. Ahora mismo, Irrien era el destello de luz en la punta de una lanza, el resto de su flota, la ancha cabeza que le sigue.
Su silla no era de la piedra oscura en la que se sentaba en Felldust. En su lugar, estaba enmarcado de forma más ligera, hecha de los huesos de cosas que él había matado, los huesos del fémur de un acechador oscuro formaban el respaldo, los huesos de los dedos de un hombre estaban insertados en sus brazos. La había cubierto con las pieles de animales que había cazado. Esta era otra lección que había aprendido: En tiempos de paz, un hombre debería hablar de su civismo. En tiempos de guerra, debería hablar de su crueldad.
Con este fin, Irrien tiró de una cadena que estaba conectada a su silla. El otro extremo sostenía a uno de los llamados guerreros de esta rebelión, que había preferido arrodillarse que morir.
—Pronto llegaremos —dijo.
—S-sí, mi señor —respondió el hombre.
Irrien tiró otra vez de la cadena.
—No hables a no ser que te lo ordene.
Irrien ignoró al hombre cuando este empezó a suplicar el perdón desesperadamente. En cambio, observaba el camino que tenía por delante, aunque había colocado la superficie de metal a su escudo para protegerse de los asesinos.
Un hombre sabio siempre hacía ambas cosas. Probablemente, las otras piedras de Felldust pensaban que Irrien estaba loco, marchando hacia esta tierra sin polvo mientras ellos se quedaban atrás. Seguramente pensaban que él no veía sus tramas y maquinaciones.
Irrien hizo una gran sonrisa al pensar en sus caras cuando se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo realmente. Su placer continuó cuando giró hacia la costa, al ver los fuegos que iban brotando rápidamente cuando sus destacamentos de ataque desembarcaron. Generalmente, Irrien odiaba el desperdicio de los edificios quemados, pero para la guerra eran un arma útil.
No, la verdadera arma era el miedo. El fuego y la amenaza silenciosa eran formas de agudizarlo. El miedo era un arma tan poderosa como un veneno lento, peligroso como una espada. El miedo podía hacer que un hombre fuerte huyera o se rindiera sin luchar. El miedo podía hacer que los enemigos escogieran opciones estúpidas, fueran al ataque con bravuconería impulsiva o se acobardaran cuando deberían atacar. El miedo convertía a los hombres en esclavos y los inmovilizaba, incluso cuando no estaban solos.
Irrien no era tan arrogante como para creer que nunca podía sentir miedo, pero su primera batalla no se lo había traído en la forma en que los hombres hablaban sobre él, tampoco la quincuagésima. Había peleado con hombres sobre arenas ardientes y también y sobre los adoquines de callejones y, a pesar de la rabia, el nerviosismo, incluso la desesperación, nunca había tenido el miedo que otros hombres sentían. En parte, por eso era tan fácil tomar lo que deseaba.
Lo que deseaba ahora se movió de repente ante sus ojos casi como si lo hubiera convocado con el pensamiento, los interminables golpes de remo tiraban hacia el puerto de Delos hasta ponerlo a la vista de Irrien. Él había esperado este momento, pero no era el que había soñado. Aquel solo vendría una vez estuviera terminado y él hubiera tomado todo lo que valía la pena tomar.
Ahora la ciudad era algo bajo y apestoso, a pesar de su fama, como todas las ciudades de hombres. No tenía la grandeza del polvo interminable, o la belleza austera de las cosas hechas por antiguos. Como en todas las ciudades, cuando apiñabas a suficientes personas juntas, salía su verdadera mezquindad, su crueldad y su fealdad. Ninguna cantidad de cantería podía disfrazar eso.
Aún así, el Imperio para el cual formaba un eje era un premio que valía la pena. Irrien se preguntó por unos instantes si sus compañeros piedras se habían ya dado cuenta de su error al no venir. El mero hecho de ocupar las sillas de piedra hablaba de su ambición y su poder, de su astucia y su habilidad para dirigir juegos políticos.
A pesar de eso, aún habían pensado muy en pequeño. Habían pensado desde el punto de vista de un ataque engrandecido, aunque aquello podía ser mucho más. Una flota de aquel tamaño no estaba aquí solo para traer oro y filas de esclavos, aunque ambas cosas vendrían. Estaba aquí para tomar, resistir y instalarse. ¿Qué era el oro al lado de tierra fértil, sin el interminable polvo? ¿Por qué arrastrar a los esclavos de vuelta a una tierra condenada por las guerras de los Antiguos, cuando podías tomar también la tierra en la que estaban? ¿Y quién estaría allí para asegurarse de que se llevaba la parte más grande de esta nueva tierra?
¿Por qué atacar y marcharse cuando se podía eliminar lo que había allí y gobernar?
Primero, sin embargo, había obstáculos que superar. Había una flota delante de la ciudad, si se le podía llamar así. Irrien se preguntaba si los barcos centinela que habían dejado ir ya habían regresado a casa. Si habían visto las cosas que les aguardaban. Puede que no sintiera el miedo de la batalla, pero sabía cómo avivarlo en los hombres más débiles.
Se puso de pie para tener una mejor visión y para que aquellos que observaban desde la orilla pudieran ver quién estaba al mando de esto. Solo aquellos con la vista más aguda lo distinguirían, pero quería que comprendieran que esta era su guerra, su flota y, pronto, su ciudad.
Sus ojos divisaron las preparaciones que los defensores estaban empezando a hacer. Los pequeños barcos que, sin duda alguna, pronto estarían en llamas. La forma en que la flota estaba formando grupos, dispuestos a hostigarlos. Las armas en los muelles, preparadas para ser disparadas contra ellos cuando se acercaran.
—Vuestro comandante sabe lo que hace —dijo Irrien, arrastrando a su último preso hasta sus pies—. ¿Quién es?
—Akila es el mejor general vivo —dijo el antiguo marinero y, después, miró a Irrien a los ojos—. Perdóneme, mi señor.
Akila. Irrien había escuchado el nombre y había escuchado más de Lucio. Akila, quien había ayudado a liberar a Haylon del Imperio y resistir contra su flota. Quien se decía que luchaba con toda la astucia de un zorro, atacando y moviéndose por donde menos esperaban los rivales.
—Siempre he valorado a los contrincantes fuertes —dijo Irrien—. Una espada necesita hierro para afilarse.
Sacó su espada de su vaina de cuero negro como para ilustrar el comentario. La hoja era de un azul-negro con aceite, el filo era el de una cuchilla. Era el tipo de cosa que podría haber sido la herramienta de un verdugo para con otro hombre, pero él había aprendido su equilibrio y construido la fuerza para empuñarla bien. Tenía otras armas: cuchillos y alambres para estrangular, una espada curvada en forma de luna y un puñal sol con muchos pinchos. Pero esta era la que la gente conocía. No tenía nombre, pero solo porque Irrien creía que esas cosas eran estúpidas.
Vio el miedo en el rostro de su nuevo esclavo al verla.
—En los viejos tiempos, los sacerdotes ofrecían la vida de un esclavo antes de la batalla, con la esperanza de saciar la sed de muerte antes de que se posara sobre un general. Después, se cambió a ofrecer al esclavo a los dioses de la guerra, con la esperanza de que favorecieran a su bando. Arrodíllate.
Irrien vio que el hombre lo hacía instintivamente, a pesar de su pánico. Quizás a causa de él.
—Por favor —suplicó.
Irrien le dio un puntapié, tan fuerte que el esclavo cayó sobre su barriga, sacando la cabeza por encima de la proa del barco.
—Te dije que estuvieras callado. Quédate allí, y da gracias que no tengo nada que ver con los sacerdotes y sus estupideces. Si existen los dioses de la muerte, su sed no se puede apagar. Si existen los de la guerra, su favor va al hombre que tiene más tropas.
Se giró hacia el resto de su barco. Alzó su espada con una mano y los esclavos que habían estado esperando sus órdenes se apresuraron a coger un cuerno. Cuando él hizo una señal con la cabeza, los cuernos resonaron una vez. Irrien vio que echaban las catapultas y las balistas hacia atrás y prendían fuego a sus cargas.
Allí estaba él, oscuro contra la luz del sol, su piel bronceada y su ropa oscura lo convertían en una mancha de sombra ante la ciudad.
—¡Os dije que vendríamos hasta Delos, y así lo hemos hecho! —exclamó—. ¡Os dije que tomaríamos la ciudad, y así lo hemos hecho!
Esperó hasta que se apagó la ovación que le siguió.
—A los vigilantes que les mandé de vuelta les di un mensaje, ¡y es el que pretendo cumplir! —Esta vez, Irrien no esperó—. Cada hombre, mujer y niño del Imperio ahora es un esclavo. Cualquiera que encontréis sin la marca de un maestro está allí para que lo cojáis y hagáis lo que vuestra fuerza os permita. Cualquiera que asegure que tiene propiedades os está mintiendo, y podéis tomarlo. Cualquiera que nos desobedezca debe ser castigado. Cualquiera que se nos resista está en rebelión, ¡y se le tratará sin misericordia!
Irrien había aprendido que la misericordia era otro de aquellos chistes que a la gente le gustaba fingir que era real. ¿Por qué un hombre iba a perdonar la vida al enemigo, a menos que sacara algo de ello? El polvo enseñaba lecciones simples: Si eras débil, morías. Si eras fuerte, tomabas lo que podías del mundo.
Ahora, Irrien tenía la intención de tomarlo todo.
Lo más grande de todo aquello era lo vivo que se sentía ahora mismo. Había luchado hasta convertirse en la Primera Piedra, para darse cuenta después de que no había ningún lugar al que ir. Había sentido que se estancaba en la política de la ciudad, representando las riñas sin importancia de las demás piedras para divertirse. Pero esto… esto prometía ser mucho más.
—¡Preparaos! —gritó a sus hombres—. Obedeced mis órdenes y triunfaremos. Fallad y seréis menos que tierra para mí.
Volvió hacia el lugar donde todavía yacía el antiguo marinero, con la cabeza tendida sobre el borde del barco. Probablemente pensaba que era lo máximo a lo que podía llegar. Irrien había descubierto que ellos esperaban que las cosas no empeoraran, en lugar de ver el peligro y actuar.
—Podrías haber muerto luchando —dijo, con su gran espada todavía levantada—. Podrías haber muerto como un hombre, en lugar de como un patético sacrificio.
El hombre se giró y lo miró fijamente.
—Dijiste… dijiste que no creías en eso.
Irrien encogió los hombros.
—Los sacerdotes son estúpidos, pero la gente cree sus estupideces. Si eso les inspirará a luchar con más fuerza, ¿quién soy yo para oponerme?
Inmovilizó al esclavo con una bota, asegurándose de que todos los que estaban allí podían verlo. Quería que todos vieran el momento en el que empezaba su conquista.
—Te entrego a la muerte —exclamó—. ¡A ti y a todos los que se levantan en nuestra contra!
Bajó la espada y apuñaló en el pecho a aquella despreciable escoria, hasta clavársela en el corazón. Irrien no esperó. La levantó de nuevo y, por una vez, la espada de verdugo realizó su labor original. Atravesó el cuello del marinero esclavizado de forma limpia. Sin piedad, con orgullo, porque la Primera Piedra nunca tendría un arma con un filo que no fuera perfecto.
Levantó la espada con el filo todavía ensangrentado.
—¡Empezad!
Sonaron los cuernos, el cielo se llenó de fuego cuando las catapultas lanzaron y los arqueros dispararon flechas hacia sus enemigos. Los barcos más pequeños avanzaban como serpientes hacia sus objetivos.
Por un instante, Irrien pensó en este “Akila”, el hombre que debía estar allí esperando lo que estaba por venir. Se preguntaba si su enemigo en potencia estaba asustado ahora mismo.
Debería estarlo.
CAPÍTULO TRES
Thanos se arrodilló junto al cuerpo de su hermano y, por uno o dos segundos, sintió como si el mundo se hubiera detenido. No sabía qué pensar o sentir en aquel instante. No sabía qué hacer a continuación.
Esperaba alguna sensación de triunfo cuando por fin mató a Lucio o, al menos, alguna sensación de alivio de que todo había terminado finalmente. Esperaba sentir por fin que la gente que le importaba estaba a salvo.
En cambio, Thanos sentía que el dolor le inundaba, las lágrimas le caían por un hermano que probablemente nunca las mereció. Pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que Lucio era su hermanastro y se había ido.
Estaba muerto, con el puñal de Thanos en su corazón. Thanos sentía la sangre de Lucio en sus manos y parecía que era demasiada como para caber en un cuerpo. Una pequeña parte de él esperaba que hubiera algo totalmente diferente en ella, que hubiera alguna señal de la locura que se había apoderado de Lucio, o de la avariciosa maldad de la que parecía estar lleno. En cambio, Lucio era tan solo una carcasa silenciosa y vacía.